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'Rambla pa'quí Rambla pa'llá', un paseo inédito por el centro de Barcelona

La Rambla de Barcelona, este lunes.

Neus Tomàs

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La Rambla aparece en las guías como la calle más famosa de Barcelona. Para muchos son Las Ramblas, la llaman así por costumbre y también para diferenciarla de la Rambla de Catalunya. La primera hace tiempo que la entregamos al turismo pero la pandemia nos la ha devuelto. La imagen de barceloneses paseando desde la plaza Catalunya a la estatua de Colón sin tener que esquivar despedidas de solteros de media Europa o sin el temor a los carteristas será una de las que quedará en el recuerdo de muchos vecinos del centro de la ciudad (y de más de uno que se saltó la distancia reglamentaria).

En Barcelona este lunes era el primer día en que podían abrirse las terrazas, pero solo una de cada tres lo ha hecho. En La Rambla ni eso. Entre las excepciones está el Café Zurich, situado en el punto de arranque. Su terraza ya perdió mesas hace unos años por la normativa del Ayuntamiento y ahora lo hace para garantizar las normas de seguridad impuestas para evitar contagios. Es de los pocos locales donde antes se atrevían a sentarse algunos autóctonos.

Javier Valldeperas, el propietario, es la quinta generación que regenta este local y mientras desinfecta una de las mesas explica que el secreto para poder mantener clientes habituales es ofrecer unos precios asequibles al bolsillo de los barceloneses. Ha abierto con la mitad de mesas y con solo cuatro de los 30 camareros. El resto seguirán en ERTE hasta que se pueda atender también dentro del local. “Piensa que solo cerrábamos un día al año, el día de Navidad”, recuerda Javier.

Al cruzar el semáforo una tiene la sensación de que incluso en Navidad podría haber más gente. Es una percepción extraña y algo contradictoria. Es el placer de pasear por su poco más de un kilómetro, el lujo de poder comprar en el mercado de la Boquería o desayunar en el bar Pinotxo sin que el perfume de la crema solar se mezcle con el de los garbanzos con morcilla. Extraña por la tristeza que se intuye en los ojos de Juanito, que sigue siendo el alma de este bar. Han abierto a las 7.30 de la mañana y los primeros en venir han sido trabajadores del mercado. De momento estarán solo él, su hijo Jordi y uno de sus sobrinos. El resto siguen obligados en su casa. Han abierto porque el Pinotxo es su vida aunque no se puede comer en la barra, una de las más fotografiadas de la capital catalana. Y sin el bullicio de siempre no parece el Pinotxo.

“No sabemos hacer otra cosa”, dice Jordi. “Las hemos visto de todos los colores menos este”. Su padre asiente y a sus 86 años lamenta que ahora todo son problemas. “Ojalá acierten en las soluciones”, añade con poco convencimiento. Es el Juanito más desanimado que los clientes han conocido pero aún así se despide con los pulgares en alto. El de la foto sí es el Juanito de antes.

Al pasar junto al mosaico de Joan Miró es imposible no acordarse de la tarde del 17 de agosto del 2017. “Solo el día después del atentado hubo tan poca gente”, describe José Luis, el encargado del quiosco del Colegio de Periodistas que es de los pocos que no ha cerrado en todas estas semanas. Recuerda que, poco antes y después de Semana Santa, había horas en las que no veía a casi nadie. Ahora han abierto la mitad de la quincena de quioscos de La Rambla, esos que en la época gloriosa de los diarios en papel incluso tenían lectores que se acercaban a medianoche a comprar la primera edición. Era cuando la mitad de las ventas no procedían de los souvenirs. Las tiendas con flamencas y sombreros mejicanos siguen cerradas a la espera de que vuelvan los compradores mientras aquí los imanes de nevera son invisibles para el paseante de casa.

La Rambla sigue siendo el espacio de mestizaje al que cantó Manu Chao a ritmo de rumba con su ‘Rambla pa'qui Rambla pa'lla’ pero aún así no parece la misma por muchos motivos. Porque el Café de la Ópera está cerrado, porque las únicas colas son para comprar en la administración de Lotería Valdés, y en especial porque sin las paradas de flores esta calle es otra cosa. Están todas cerradas y tras sus cristales se intuyen instantáneas de naturaleza muerta. No hay colores, se han secado. Nadie deambula con ramos regalados como cuentan que hacía La Moños en los años 30, ese personaje icónico de la historia callejera barcelonesa que para siempre tendrá el rostro de Julieta Serrano en una de sus interpretaciones más destacadas.

En la vida precovid una cerveza podía costar en una de estas terrazas hasta 10 euros y un refresco no menos de seis. Los más osados que se atrevían a sentarse, ya fuese porque estaban enseñando la ciudad a alguien de fuera o porque hacían tiempo para entrar en el teatro, con un poco de suerte se encontraban con un camarero que hablase castellano aunque cada vez era más habitual conformarse con que en los nuevos locales se limitase a entenderte. En catalán era un imposible.

Así que si no hay clientes dispuestos a pagar esos precios desorbitados no hay terraza. De los 16 que hay, solo una se ha decidido abrir y lo ha hecho sabiendo que costará que encuentre clientes. Sus propietarios no son ni de origen ruso ni georgiano, algo que en La Rambla ya le convierte en diferente. Son la familia Gaspart. La terraza corresponde al Hotel Orient, anunciado como el más antiguo de la ciudad. Normalmente subcontratan la terraza pero estos días la gestionan ellos. El menú es de lo más catalán, sencillo y acompañado de un buen pan con tomate. “Hemos llamado a los amigos para que vengan. Es una oportunidad única para que los de aquí disfruten de La Rambla”, destaca Josep Gaspart, quien pronostica que esta excepcionalidad no durará más de dos semanas. El tiempo que tarden en volver los turistas a Barcelona.

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