Has elegido la edición de . Verás las noticias de esta portada en el módulo de ediciones locales de la home de elDiario.es.

El miedo, la calma y la ayuda: una tarde en la zona de pánico de Barcelona

Varios grupos de personas consolándose tras el atentado de Barcelona

Belén Remacha

Barcelona —

Parece un tópico cursi y exagerado hasta que lo vives: en el terror, la ciudad se vuelca, la ciudad te apoya. Seis móviles prestados, whatsapps con ubicaciones y contactos, un cargador, puertas abiertas de restaurantes y de habitaciones de hotel, y también muchos abrazos y palabras de calma.

Raquel, una argentina que cuenta que lleva 20 años en Barcelona, se hizo amiga de Manuel, chileno, mientras aguardaban en el Pull&Bear de Las Ramblas tras huir del atropello. “Si no fuera por esa tienda hubiéramos muerto”. Está esperando en Plaza Universitat a su marido, que sabe que está bien; ella ha llegado hasta ahí escoltada por los mossos. Me pregunta insistentemente si sé quién ha sido, por qué no se le puede llamar atentado “si es lo que ha sido” y me pide que no ponga su apellido por si la rastrean. Le explico que los terroristas no suelen actuar así, intento tranquilizarla como más tarde lo harían otros conmigo.

A las 7 de la tarde en Universitat, dos horas después del atropello de las Ramblas, las impresiones se mezclaban a los alrededores del cordón policial y bajo los helicópteros, entre la gente que esperaba poder reunirse con un ser querido, los curiosos (“¿pues qué vamos a hacer aquí? Mirar, ver qué pasa”, me responde una señora vestida de arriba a abajo de negro) y los que siguen tomando su café en la terraza que todavía no ha recogido (“nos sentimos seguros, confiamos en las autoridades”, me dicen un poco a regañadientes una pareja cuando les pregunto si no les da respeto seguir ahí). También los bulos: un hombre con metralleta suelto, otro atropello, se comenta.

Llevaba días hablando de la descripción de una violación que hace Jana Leo en ‘Violación Nueva York’: cuando una mujer es violada, muchas veces, el pensamiento que le viene a la cabeza es “ya está”; como si la posibilidad de que una agresión sexual te suceda a lo largo de la vida fuese implícita a tu género. Me dice mi amiga Berta que tras la avalancha de pánico colectivo, refugiada en la habitación del Hotel Gavina con una desconocida, fue eso lo que pensó: esto le pasa a gente, te puede pasar, me está pasando; pero a la vez, no puede pasar, no puede ser. La dicotomía que se crea entre el miedo de que esto va en serio, y esa vocecita interna que siempre te calma y te dice que no te va a pasar nada, que nunca pasa nada, que esto no es posible.

“Hay trece personas muertas, nosotras estamos a salvo, estate tranquila”, me dice Eli, que tiene 18 años, me pide perdón por no tener móvil y no poderme ayudar a localizar a Berta después de salir sin batería del bar en el que he estado encerrada tras esa avalancha, vive en un edificio de Sant Antoni y está muy calmada, “no podemos tener miedo”. Hemos empezado a hablar porque me ha visto mandar a la mierda a tres chicos muy altos que se han burlado de que me haya asustado cuando se han acercado muy apresuradamente hacia mí en medio de todo aquello. El suyo es uno de los varios abrazos que hoy me han dado barceloneses y turistas: “Que te vaya muy bien”.

Justo antes de echar a correr estábamos hablando con un señor que no llegaba al aeropuerto y perdía su vuelo porque no podía alcanzar su coche; hacía unos minutos, Francesco, italiano, me contaba que tenía el hotel en Plaza Catalunya y no le dejaban acceder; un grupo de adolescentes franceses intentaba mantener la calma bromeando junto a su monitor; Julia, finlandesa que lleva 6 meses en Barcelona y “jamás pensaba que esto pudiera suceder”, esperaba a su novio, que está al otro lado de la Rambla. Un chico de Valencia con una maleta estaba en la cafetería en la que nos hemos refugiado y su preocupación era que el dueño de su AirBnB no le contestaba; al otro lado, una chica se desmayaba en brazos de un amigo y unas niñas lloraban.

Ya en carrer Joaquín Costa y a solo cien metros, aquello parecía otra ciudad: ya nadie corre y me dan ganas de gritar ¿pero no os habéis enterado?. Graciela está comprando albaricoques y aunque le impresiona lo que ha pasado, ella es del barrio, está con su hijo y “hay que seguir con la vida”. Kainat, de Bangladesh, que regenta junto a sus hermanas el bazaar que van a cerrar en breves, me presta el quinto móvil de la tarde, el que me permite contactar con Berta y decirle que salga del hotel, que ha sido una falsa alarma y que todo parece bien, que nos encontremos. Gracias desde aquí.

Gracias también a Pilar, que salía del Starbucks de las Ramblas, en el que trabaja, después de tres horas encerrada junto a su compañero David, con el que vuelve a casa. Solo con mirarme ya ha sabido que necesitaba algo: me acaba dejando el último móvil de la tarde para pasarme la ubicación de la casa de Silvia, donde por fin, diez minutos después, nos reunimos las tres.

Etiquetas
stats