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Sobre este blog

Ciencia Crítica pretende ser una plataforma para revisar y analizar la Ciencia, su propio funcionamiento, las circunstancias que la hacen posible, la interfaz con la sociedad y los temas históricos o actuales que le plantean desafíos. Escribimos aquí Fernando Valladares, Raquel Pérez Gómez, Joaquín Hortal, Adrián Escudero, Miguel Ángel Rodríguez-Gironés, Luis Santamaría, Silvia Pérez Espona, Ana Campos y Astrid Wagner.

El empate de la CUP y la incultura estadística

La reciente votación de la CUP, que se saldó con un empate a 1515 votos sobre un total de 3030 votantes, dio lugar a un río de artículos en los medios que no hicieron sino demostrar que una gran mayoría de periodistas, desafortunadamente, apenas entienden la estadística. Esto es algo muy preocupante cuando no parecen tener ningún rubor en utilizarla para arrimar el ascua a su sardina.

Se trataba, en este caso, de argumentar que dado que dicho empate era un evento rayano en lo imposible, tan solo podía ser fruto de una conspiración o una astracanada – o ambas cosas a la vez. Así, se llegó a decir que la votación “arrojó un resultado que, consultados los matemáticos más expertos, sólo puede producirse si todos los planetas se alinean, Jesucristo vuelve a resucitar y las ranas echan pelo” (Julio Llamazares en El País), o que “la probabilidad de empatar dado que queremos empatar y vamos a empatar es uno” (tuit del economista Manuel Ale. Hidalgo que recogió Montse Baraza en El Periódico).

Estos comentarios estaban basados en los cálculos aportados por varios “expertos”, como el catedrático de Matemática Aplicada de la Universidad de Sevilla Mario Bilbao, o el sociólogo y doctor en Ciencias Económicas Salvador Cardús, que razonaban que el empate era un único resultado de 3031 resultados posibles, lo que elevaría la probabilidad de que no se produjera a “3030/3031 = 0.99967, un suceso seguro al 99.967%”. Es decir, el empate sería solo posible en un 0.00033014 de los casos.

Incluso si estos cálculos hubieran sido correctos, quienes los utilizaron olvidaron decir (o razonar) que el resto de resultados era igualmente improbables – y, sobre todo, que el que un resultado sea improbable no quiere decir que no vaya a suceder. En todos los sorteos de lotería, la probabilidad de que el primer premio le toque a un determinado número es bajísima: pero en todos le acaba tocando a uno de ellos (algo aparentemente inexplicable para Julio Llamazares). Pretender que un suceso improbable es imposible (salvo que medie conspiración o intervención divina) implica que no se ha entendido la naturaleza azarosa de los procesos que modela la estadística.

En otros artículos algo más equilibrados (aparecidos, por ejemplo, en ABC y La Vanguardia) explicaron por qué estos cálculos estaban errados. ¿El motivo? Los cálculos descritos asumían que cada resultado de la votación (una determinada proporción de síes y noes) era equivalente a un número de la lotería. Pero, mientras que todos los números de la lotería tienen la misma probabilidad de salir (ya que cada uno está presente como una única bola en el bombo), las probabilidades de los diferentes resultados de una votación no son iguales, ya que los eventos aleatorios (“las bolas”) no son las diferentes proporciones de votos, sino el voto emitido por cada votante. Es fácil visualizarlo si comparamos la probabilidad de un empate con la de la victoria de una de las opciones por unanimidad. Mientras que solo hay una forma de que se dé la unanimidad (que todos los votantes voten la misma opción), hay muchas formas de que se dé el empate: todas las formas de repartir una de las opciones entre la mitad de los 3030 votantes.

Resulta sorprendente que un catedrático de matemáticas y un doctor en economía cometieran un error de este calibre. Y es muy ilustrativo que fuera el profesor de matemáticas del Instituto Alpajés de Aranjuez Andrés Díaz, el que aportara una solución razonablemente correcta (a la que también llegaron otros expertos, como el tuitero @shinnoshanno, el economista Xavier Sala-i-Martín, el presidente de la Sociedad Balear de Matemáticas Daniel Ruiz Aguilera, el informático Ricardo Galli, o el físico Roger Guimerà): la probabilidad “es una binominal de n=3030 y p=0.5 y debemos hallar la P (x=1515), con el resultado de 1,45 %”. [j1]

Además, en el blog Piedras de Papel, Antoni-Ítalo Moragas mostró que si tenemos en cuenta el resultado de la votación anterior (esto es, si asumimos que solo los 20 votantes indecisos tenían que decidir su voto), la probabilidad aumenta hasta el 16%. Mientras que en su blog De Software Ricardo Galli mostró cómo, utilizando métodos de inferencia bayesiana que incorporaban el resultado de la votación anterior, se obtiene una probabilidad muy similar a la del párrafo anterior (1.446%).

Aun incluyendo estos cambios en los cálculos, Silvia Colomé seguía insistiendo en arrimar el ascua a su sardina en La Vanguardia, y concluía que “la más remota probabilidad puede devenir la más sorprendente realidad”.

Es importante explicar que la analogía entre votar una opción u otra y lanzar monedas implica asumir dos cosas: que los votos son independientes entre sí (lo que equivale a decir que cada persona ha elegido su voto sin estar condicionada por las elecciones de los otros votantes) y que la probabilidad de ser votada es idéntica para ambas opciones (que es lo que uno espera a priori, si la elección se hace totalmente aleatoria).

La consecuencia de aplicar estas dos premisas es que el empate no es el resultado menos probable, sino el más probable (como ha explicado hasta la saciedad en su blog Ricardo Galli). El que una opción concreta reciba un voto mayoritario no solo es menos probable que el empate, sino que su probabilidad disminuye conforme esa mayoría se hace más rotunda, hasta llegar al caso más raro: que una de las dos opciones gane por unanimidad. Una forma sencilla de visualizarlo es arrojar 3030 monedas al aire muchas veces: el resultado promedio se acercará mucho a 1515 caras y 1515 cruces, lo que demuestra que por puro azar, el empate era mucho más probable que cualquier resultado extremo.

Además, en este juego de la estadística y sus interpretaciones más o menos interesadas, los medios se han olvidado de discutir un aspecto importante e interesante: en un electorado que vota de forma equiprobable por dos opciones (esto es, dividido al 50% entre votar entre una u otra), cualquier desviación puramente estocástica puede causar que gane una de ellas. En esas condiciones, no es razonable considerar que un voto, o unos pocos votos, deshacen un empate.

¿Qué criterio podemos utilizar entonces para decidir cuándo se ha obtenido una mayoría cualificada? La estadística nos puede proporcionar un criterio objetivo: cuando estemos razonablemente convencidos de que ese resultado representa una intención de voto diferente al 50%.

El límite de esa confianza es, sin embargo, arbitrario. En las aplicaciones habituales de la estadística, este límite suele fijarse como mínimo en el 95% (aunque muchas veces se utilizan límites más exigentes). Es decir, si estimamos que el resultado observado se daría (bajo los supuestos que utilicemos) en menos del 5% de los casos, se toma el resultado como concluyente. En la asamblea de la CUP, con 3030 votos válidos, ese criterio del 95% exigiría que la opción ganadora consiguiera como mínimo 1560 votos para poder considerarse como una mayoría representativa. Esto es, haría falta una diferencia de 45 votos sobre los 1515 votos que marcan el empate para estar seguros de que este no se ha deshecho por azar (diferencia que tampoco se dio en la ronda previa de votaciones de la CUP, aunque hay que recordar que entonces se votaban tres opciones).

Muchos lectores argumentarán que una votación no es un experimento y que el voto emitido refleja fielmente la opinión de cada votante. Dejando aparte la posibilidad de errores (que son más probables de lo que uno cree: algunos ejemplos notables han ocurrido recientemente en nuestros parlamentos), hay que recordar que una votación es tan solo una foto fija e imperfecta de la opinión del electorado – no solo por la influencia de promesas incumplidas e interpretaciones erradas, sino porque la evidencia sugiere que las elecciones de cada individuo distan mucho de ser racionales y, sobre todo cuando uno está indeciso, pueden estar condicionadas por circunstancias pasajeras y a menudo triviales.

Las votaciones son, probablemente, el mejor instrumento de decisión colectiva que tenemos. Pero debemos tener muy claro que las mayorías muy ajustadas son, en la práctica, un empate más que una mayoría. Más allá de los números que nos presentaron el otro día en algunos medios, no cabe duda de que ninguna de las dos opciones se “diferenció” lo suficiente como para representar una victoria clara.

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