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Blog dedicado a la crítica cinematográfica de películas de hoy y de siempre, de circuitos independientes o comerciales. También elaboramos críticas contrapuestas, homenajes y disecciones de obras emblemáticas del séptimo arte. Bienvenidos al planeta Cinetario.

‘El sacrificio de un ciervo sagrado’, de Yorgos Lanthimos: cómo aceptar un castigo inexplicable

'El sacrificio de un ciervo sagrado'

Alicia Avilés Pozo

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Hay películas que se ponen tremendistas pero no engañan. No podemos pedirle explicaciones a una historia que no las promete en ningún momento. Ahí reside la honestidad del cine pero también la del espectador. Lo hace en paralelo a la mitología de la cual han sabido beber, casi hasta atrangantarse, cineastas como Darren Aronofosky. Lo hace el cineasta griego Yorgos Lanthimos también en esta ocasión. La diferencia es la respuesta, o mejor dicho, que no la haya. Podemos rascar hasta el infinito las numerosas capas de ‘El sacrificio de un ciervo sagrado’ para resolver el estupor que nos envuelve desde el principio. Y solo encontraremos más preguntas.

Sabemos, por las propias referencias que da el guion, que ‘El sacrificio de un ciervo sagrado’ es una revisión moderna del mito de Ifigenia, hija del rey Agamenón, y supuestamente sacrificada por este último para calmar la ira de la diosa Artemisa, quien paralizó las naves reales en su viaje a Troya por haber matado a un ciervo. Eso sabemos. Y es mucho saber. Lo suficiente para subirse a la cámara mastodóntica de Lanthimos y recorrer los mareantes pasillos blancos de un hospital vertiginoso, donde el cirujano cardiovascular Steven Murphy (Colin Farrell) se adentra en el infierno. Una vez cometió un error, de alguna forma lo intuye, y abre las puertas de su propio lastre a un inquietante joven, Martin (Barry Keoghan) y con ello a toda su familia.

Espacios extraños, silencios desquiciantes, violines desafinados en forma de palabras, diálogos crípticos, resonancias del Stanley Kubrick más aterrador, situaciones sin explicación que aceptamos como un destino fatal. Lanthimos importa el ángel exterminador de Buñuel y lo convierte en una parálisis que nadie puede diagnosticar salvo una maldición que ha pervivido a lo largo de los siglos. La impavidez de los personajes, muy característica del cine del director griego, no es aquí cotidiana y hasta cómica como en ‘Canino’, o frenética y distópica como en ‘Langosta’, sino terrorífica y astuta. Quien mejor lo demuestra es Nicole Kidman: brilla de manera especial en esa forma de arrastrar su aparente perfección maternal, solo una máscara de algo que no es capaz de afrontar porque duele sin matar, es decir, duele hasta el infinito.

Los niños Raffey Cassidy y Sunny Suljic, convertidos en mártires del incompasivo Lanthimos, convierten la película en no apta para estómagos sensibles. Ojo, no por casquería. Esta tragedia es eso, drama, tristeza y estupor que da miedo, casi un miedo infantil, irracional. Como la escena final, de un mutismo tan sangrante como los ojos de un pequeño convertido en mártir, en la víctima-reptil de una venganza que funciona con sus propias reglas, imposibles de romper sin convertir en un caos el propio universo familiar.

Es cierto que el cineasta griego, como Haneke, como Kubrick, no hace precisamente un cine sencillo. Su mérito es conseguir que el enigma repose en la mente, inquieto y perturbador. Revolviéndose porque intenta entenderse a sí mismo. Lo hemos dicho en otras ocasiones. Es importante aceptar el misterio cuando nos lo ofrecen en bandeja. Es como hacer un trato con la película. Dejar que te guíe sin mentiras sin el porte estrafalario de una explicación eterna y rocambolesca. También podemos convertirnos así en la Ifigenia de esta película. El sacrificio también somos nosotros, condenados a no saber.

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