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Aggiornamento

Santiago Abascal y Albert en una imagen de Twitter, en 2012

Lorenzo Sentenac

Con el aggiornamento adecuado y un generoso gasto en publicidad, hasta las más graves anomalías pueden adquirir un brillo de sensatez y las más serias patologías el resplandor de una manzana sana. El poder de los medios de comunicación es enorme y hace que este tipo de operaciones de camuflaje, cada vez requieran menos tiempo y menos esfuerzo.

Se puede llegar incluso a convencer a ciudadanos adultos que bajando los impuestos se potencian los servicios públicos. Tal es el poder de la publicidad en nuestro tiempo, comparable a la sugestión de los cuentos infantiles. Se discute estos días sobre la conveniencia o no de prodigar en exceso el término fascismo, toda vez que una comparación con los antecedentes traumáticos de un Hitler, un Franco, o un Mussolini, ofrece aparentemente un gran contraste, y debe convencernos del mal uso o abuso que hacemos del término en las circunstancias actuales, no tan tenebrosas ni feroces como en el pasado.

Sin embargo toda realidad compacta incluye vetas de matices donde germinan esporas minúsculas. Ahí está por ejemplo un Pinochet, que le copió el bigote a Franco y la mística militar a Hitler, una suerte eslabón perdido, nacido de un terreno estercolado, insana síntesis o aggiornamento del fascismo previo, tolerado y hasta aclamado por los representantes ultramontanos de un radicalismo económico que no hace ascos a este tipo de bestialismos políticos, capaces de bombardear la sede de un gobierno legítimamente elegido si contradice sus negocios o pone freno a sus fraudes.

¡Cuidado con las esporas y los eslabones minúsculos de la cadena! Incluso Margaret Thatcher, tan elegante, que no sin razón fue apodada la “dama de hierro”, le agradeció a míster Pinochet, en una ceremonia del té que no es la que elogia Kakuzo Okakura, todo lo que le debía -ella y su mundo- al gorila chileno, al mismo tiempo que señalados líderes socialdemócratas, hoy en retroceso y justo declive, le agradecían a su vez a dicha dama ferrosa y mineral, todo lo que su política despiadada -sin un resquicio para la duda o la solidaridad- les había inspirado.

Ese aggiornamento del fascismo empezó sin embargo mucho antes, ya con el golpista Franco, tolerado y sostenido por algunas potencias occidentales, sedicentes democráticas, que no veían en ese islote del fascismo europeo ningún inconveniente, sino muy al contrario, un medio útil para sus fines. Una suerte de reserva espiritual del fascismo de Occidente, derrotado primero y pluriempleado después.

Dejando a un lado este tipo de aberraciones, de orden ético y político, que sin embargo son significativas o sintomáticas de un fondo insano y poco fiable, lo cierto es que tras acabar la segunda guerra mundial, en el imaginario colectivo de Europa se instaló una síntesis de equilibrio en forma de “centro político”, de inspiración socialdemócrata, de cuyos frutos hemos vivido hasta hace poco.

Todo ese equilibrio saltó por los aires cuando rotas todas las precauciones que ponen límite a los dogmatismos excluyentes, en nuestro “centro” se instaló no una síntesis sino un radicalismo, no un compromiso de equilibrio sino un catecismo obseso. En esta operación de altos vuelos, guiada por la triste alianza de los negocios sucios con la corrupción política, los partidos socialdemócratas que antaño patrocinaron el pacto social, actuaron como caballos de Troya de la plutocracia. ¿Y qué es la plutocracia? Pues la plutocracia, como todo el mundo sabe, es un fascismo disimulado.

De la misma manera que la esvástica es una cruz cristiana disimulada, es decir, falsa, es decir, anticristiana. Como ya explicó Unamuno en su célebre artículo de El Sol. El “nuevo orden” teórico es un desorden real (ya esa paradoja nos advierte que algo no encaja) y oculta un retroceso civilizatorio en el que cabe la indiferencia ante la perdida acelerada de los derechos humanos, conquistados con duro y prolongado esfuerzo.

Como también cabe el desprecio ante los miles de emigrantes que pierden su vida ante nuestros muros. Hasta vemos normal que en esas alambradas que nuestra sociedad abierta levanta por doquier, se separen a los padres de sus hijos. Por eso cuando se predica contra los extremismos y la polarización, no debemos olvidar quien los trajo y los instaló en el mismo “centro” de nuestro sistema. Miremos debajo de la alfombra de ese “centro” disimulado.

Allí encontraremos muchas respuestas: los hiperliderazgos austericidas, que han hecho de la precariedad el camino más corto a una nueva crisis; los liberalismos liberticidas que van desecando y extirpando derechos civiles (hacemos negocios con los que descuartizan periodistas), y los cosmopolitismos xenófobos que nos convierten en paletos de lujo, llenos de ignorancia y odio.

Todo ello son semillas del desorden actual, que es antes que nada, un desorden moral, huérfano de un humanismo dado por muerto. La polarización y el extremismo contra el que hipócritamente se nos proviene, procede de ese “centro”, subterfugio y máscara de una “normalidad institucional” impostada, escorada, y asilvestrada. Dicho esto de “asilvestrada” en el peor sentido de la palabra “salvaje”. De ahí la fácil sintonía entre Ciudadanos y Vox.

Los conservadores, que por supuesto nunca han tenido intención de “conservar” ningún logro o conquista social, cambiaron el tablero en medio de la partida, y lo que hasta entonces era derecha radical quedó cómodamente instalada en el “centro” político. Argucia hábil a la que le interesa predicar que ya no hay izquierda ni derecha, y que ya todo es “centro”, que no es otra cosa que derecha radical. Esto explica muchas cosas: desde el Brexit, hasta el hundimiento de la socialdemocracia, pasando por el 15M o los chalecos amarillos.

Este deslizamiento inaparente, pero con consecuencias terribles, se expresa bajo un nuevo y falso dualismo, cuyo objetivo último es dar “legitimidad” solamente a ese centro escorado y salvaje, y negársela a todo aquel que no comulgue con su catecismo obseso: así tenemos por un lado la autonombrada “normalidad institucional” (radicalismo vestido de etiqueta) y por el otro lado un cajón de sastre que dicen populismo.

Concepto este último tan disperso y manoseado que vale para un fregado y un barrido. Este es el nuevo esquema que nos presenta la publicidad institucional tras una prolongada campaña (que cabe medir en décadas) para dar por bueno un “centro” que hasta hace poco era insensata radicalidad.

En definitiva, no es este tiempo de sorpresas, sino un tiempo de trabajadas y esperadas consecuencias. Y ese radicalismo lo encontramos también en esta última Europa, tan irreconocible que parece ajena, importada: una suerte de trasplante que no prende en nuestro cuerpo orgánico, aún vivo en algunos de sus tejidos. El paradigma de ese radicalismo “europeísta” quedó definido con los sucesos griegos, aunque fue gestado ya en los tratados fundacionales de esta Europa al servicio del mercado.

Los ciudadanos griegos reconocieron en el bipartidismo corrupto de su “centro” político (el equivalente al PPSOE de aquí) una maquinaria consensuada y perfectamente engrasada para el saqueo de lo público y la corrupción política, la cual les había llevado de bruces a la ruina.

En coherencia con esa realidad doliente, dejaron a esos partidos de la corrupción en la cuneta de la Historia (una actitud racional y lógica que no se aprende en las escuelas de negocios) y buscaron una alternativa más saludable votando democráticamente a nuevos representantes políticos.

El radicalismo instalado en los centros de decisión europea, tan proclive a los hiperliderazgos financiados por el dinero, no toleró esa libertad, y haciendo honor a su extremismo fundacional, hizo todo lo posible para volver inútiles los votos de los griegos. Y lo consiguieron. Podríamos por tanto decir que allí donde comenzó Europa, en Grecia, comenzó su declive.

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