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Diccionario

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Miguel Ángel Curiel

Escribí en la libreta de pastas azules, Artículo, 8 de abril, T. y la tierra se abrió a mis pies. A un lado de la falla estaba el pasado y al otro el futuro. Sólo había que saltarla. Debía elegir un tema para escribir. En ese momento tan vacío y húmedo de la noche me dejé guiar por Imre Kertész, y donde él decía, anoche escuché el tercer movimiento de la cuarta sinfonía de Mahler y luego los movimientos tercero y cuarta de la sexta. Yo hubiera dicho que en la oscuridad de la noche un canto de ballenas muy agudo y lejano se oía. Llovía cálidamente como en ‘Blade Runner’, y aunque nunca vi atacar naves en llamas más allá de Orión, ni rayos C brillar en la oscuridad, sí vi una vez la puerta de Tannhäuser en un momento en el que llovía como en ‘Singin’in the rain’. Llevaba un impermeable azul y estaba con Bárbara Macher arreglando un pinchazo de la rueda de la bicicleta. Desorientado miré por la ventana y como tantas veces me dejé llevar por el río.

Todo es absurdo en una pequeña ciudad como esta. Una ciudad pequeña siempre está disfrazada de una grande, y si no tienes una ventana que dé al río terminas perdiendo la medida de las cosas y la perspectiva del mundo. La tentación es el narcisismo. Una ciudad así es un laberinto. Un escritor para no perderse debe mirar el cielo y guiarse por ella como en una navegación antigua. Mucho antes de que existiera la menor idea de la brújula los hombres conocían el Este y el Oeste por la aurora y el ocaso. Conocían el Norte y el Sur observando algunas estrellas que rodean el Polo Norte. Navegar, guiándose por el sol y las estrellas, significaba depender del movimiento constante de tales cuerpos celestes; este tipo de navegación, por lo tanto, lograba acertarse, ensayando y errando. La verdad está escondida en las pequeñas cosas.

En una pequeña ciudad sólo se puede ser un místico. En ese caso se conjugan dentro de uno lo telúrico, lo aéreo y lo vital de una manera extraña. El personaje debe salir por sí solo de la malla del tiempo en el que vive. La ventana que da al río me salva. Desde ella puedo oler mi país podrido y ver el río oscuro en la noche. Si escuchas profundamente a Mahler necesitas de los ojos más que de los oídos, y mirar con ellos lo más lejos posible, es así como sobreviene el chillido agudo, el canto de una ballena varada en mitad de la noche; en un principio es inaudible, no se percibe muy bien entre los movimientos lunares de Mahler, pero si miras muy lejos, si tus ojos se concentran en la corriente negra del río, donde se reflejan las lechosas nubes y las estrellas, oirás ese canto trágico del fin del mundo.

Todo es armónico en la perplejidad y a la vez todo está podrido en mi país. Me fui al diccionario y busqué la palabra perplejidad. La definición sólo decía irresolución, confusión, duda de lo que se debe hacer en algo. Esto era nada. Todo significado siempre va más allá de la posible definición. De nada se puede decir algo más allá de lo que encierra en sí misma. Se me ocurrió que no podía llegar al significado de una palabra a través de otras palabras, sino sólo con los ojos, mirando la palabra mucho tiempo, pero no como cuando entras en el almacén de un trapero donde las cosas allí dejadas están muertas y abandonadas por el tiempo y no sabes adónde mirar. Se me ocurrió que las palabras nunca aclaraban nada al oscurecerse, y que su única luz nos llega precisamente de la herida que se abre al escribirlas. Con la palabra España ocurría lo mismo que con la palabra perplejidad. La busqué en el diccionario y no estaba. De nuevo perplejidad, al encontrarme con cosas como blanco de España, mosca de España, topacio de España, que no sabía lo que significaban y sin embargo me llevaban a un lugar muy oscuro iluminado con soles de bronce.

Busqué también la palabra frontera, y de ella se decía, línea divisoria entre dos estados, o límite, línea que separa dos cosas o que marca una extensión. Siempre dice línea, y nunca lugar de paso, y cuando la línea te invita a saltarla, registran tu nombre en una hoja, y ya estás en otra patria donde hacen el pan con harina negra y comen a media noche. ¿Y qué significa tu nombre en esa hoja sino que estás más lejos de ti que tú de la nada? Y es a tu nombre en ese momento al que te agarras como el trapecista a la barra del columpio. Cuando te sueltas querrías caer al río un día de verano.

“Cuando una lengua de dioses entra en la cabeza de los mortales, estos se rompen como muñecos de lata”

Hay hombres que comparten nombre y no lo saben, pero por eso mismo nunca lo escriben y así no herir al otro con la punta. Para redimirme escribí la palabra frontera en diez lenguas diferentes -esta es la lista: Border, Grenze, Határ, Kokkyo, Muga etc.- Entonces me dije, para los nómadas su patria es la lengua. Vi así en la oscuridad al profesor Heidegger hablarle al sol con gafas negras. Para él la patria alemana era una lengua de extraterrestres hablada por pastores analfabetos y así entrar en un éxtasis demoníaco. Cuando una lengua de dioses entra en la cabeza de los mortales, estos se rompen como muñecos de lata, y muy pronto van a la guerra por su lengua, y no por una bella mujer que se baña en... Una lengua elegida para bestializarse en la banalidad del mal.

Borré todo lo dicho y volví a concentrarme en Mahler y me dejé guiar de nuevo por Kertész en la oscuridad de la noche. Aquí sólo se puede ser místico, busqué entre la nieve esa palabra; el que se dedica a la vida contemplativa y espiritual, o parte de la teología que trata de la unión del hombre con la divinidad, de los grados de esta unión y de la vida contemplativa y espiritual de Dios. De nuevo comprendí que cualquier definición nunca alcanza el centro absoluto del significado y que las palabras pronto se disuelven en otras, y estas en otras, porque todas son seminales y absolutas, todas pasan por el tiempo como cometas quemándose en la noche. Sólo las palabras que no podíamos definir se salvaban de esta disolución de sí mismas en otras. Lo mismo que la música de Mahler disuelta finalmente en un agónico canto de ballena en la noche lluviosa. Si cantas la palabra la extravías en el absoluto, la abjuras, la dilatas en tu boca.

Así llegué a la conclusión de que otra palabra incandescente y absurda era patria, y aunque no debería estar condicionada por la miseria intelectual de quien la pronuncia, sí ser sólo el territorio que alcancemos a ver con nuestros ojos. La patria del ciego es una oscuridad llena de sonidos que llegan desde el infinito. Patria sólo es ese territorio de la infancia que va de unas montañas a otras, y en el que un domingo te subes a un cerro para agrandarlo un poquito más. Para Herman Hesse, Heimat era una casa blanca en mitad de la nieve, y pese a que hablaba y escribía en alemán debió olvidar muy pronto que era alemán. Era así que había palabras bastardas, sin padre ni madre, creadas para ser olvidadas pronto, estas dejan un sabor de ceniza en la boca o son como un chicle negro que masticas durante años. Aún no estaban encerradas en un diccionario, aplastadas entre miles de palabras que hemos ido olvidando.

Patria me llevó a la palabra nación (nunca supe realmente lo que significaba esta palabra tan aguda y pesada, tan cercana por el sonido a la palabra canción, porción y exploración). En el diccionario decía que se trata de un conjunto de personas de un mismo origen étnico, y que generalmente hablan una misma lengua y tienen una tradición común. Al lado de la definición aparecían palabras relacionadas como abordar, agresión, bandera, extraño, nacionalidad, portugués, armar, etc. A esa altura me di cuenta de que había olvidado casi todas las palabras de mi niñez y que encontrarlas ahora en la nieve sería muy difícil. Busqué la palabra río; se decía de ella que es una corriente de agua continua y más o menos caudalosa que va a desembocar en otra, en un lago, o en el mar. Entonces me quedé tranquilo y me dejé de nuevo guiar por el viejo Imre Kertséz que escuchaba a Mahler en la habitación de un hotel de Berlín. Al lado de la palabra nación en húngaro, aparecía el siguiente texto: “¿Usted me odia de verdad, señor Szúnyoghy? -preguntó. -¡Qué va! Como voy a odiarle mi querido señor Gerendás --protestó el dueño del restaurante- Si desde hace veinte años es usted uno de mis clientes fijos más respetado -¿Y no le molesta que yo sea judío?- De acuerdo, si es usted judío, entonces claro, tendré que odiarlo -¿Y tiene que odiarme o me odia de verdad?- ¡Ay si yo supiera distinguir entre las dos cosas!”.

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