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Ensoñación y poder en la pequeña ciudad

Talavera de la Reina / Ayuntamiento

Miguel Ángel Curiel

Como una vieja costumbre que se no se ha alterado desde hace años, suelo apuntar en un viejo cuaderno de pastas negras, de manera muy esquemática, los primeros sueños del año. Así lo he hecho también estos días pasados, pero a diferencia de las otras veces, lo soñado en estas primeras noches del solsticio no se dejó atrapar bien tras la primera ablución en la fría mañana de enero. Apenas pude anotar en el viejo cuaderno algo de la espuma o ceniza que quedó al despertar. Sin embargo viví en las mañanas luminosas de estos primeros días del año episodios de ensoñación muy puros e intensos que me hicieron tejer esta cosa que ahora les cuento.

El primer episodio de ensoñación intenso se dio en la mañana del dos de enero. Me encontraba en los altos de Segurilla contemplando la llanura aluvial del Tajo. Talavera al fondo de color rojo de barro cocido, y el hilo negro del río serpenteando muy cansado en la blanca mañana. La luz invernal era limpia y dejaba ver incluso las columnas de humo de las quemas de ramas de olivo en la lejanía de los montes al Sur del río.

Muchas veces estos estados de ensoñación los procura una graduación lumínica apropiada, es así que esta luz fuerte y a la vez fría del invierno en esta zona del país, permite mejor que en otra época del año estos estados de gracia, en los que el hombre entra en un laberinto de luz del que sólo sabe salir con palabras entorno a la belleza.

Me quité los guantes y comencé a escribir esto en el cuaderno: la ciudad se había metido en mí y hablaba, se había rehumanizado. La ciudad (y sobre todo esta, en el Piamonte de una llanura aluvial atravesada por un río muerto) tenía un as en la manga. Guardaba ese as sin apenas tocarlo. Estaba oculta en sus entrañas esa pequeña gran suerte llamada imaginación. Nunca sacaba esa carta, nunca se la jugaba en esa partida extraña entre el poder y la vida, entre la existencia y los poderes que mueven los hilos y los sueños de todos. Nunca jugaba esa carta por miedo o inmovilismo, y la imaginación de mi vieja ciudad bombardeada por la eterna crisis estaba ahí, escondida, oculta, dormida como un árbol de infinitas ramas que crece hasta el cielo de la ciudad.

Ninguna ciudad quería ser ella misma, y menos las mía, ninguna quería deslizarse ligeramente por su memoria y abrir los ojos. Ella me hablaba como si estuviera viva. Me decía: hay que hacer de la ciudad un jardín, y hacer un jardín tan grande como la ciudad es fácil y barato, basta con tener un vivero de árboles y plantas junto al río de aguas podridas, aguas abajo de la ciudad y hacer de la mayoría de sus habitantes jardineros de su misma conciencia. Uno trabaja en su jardín porque quiere, no porque se le obligue a ello. Estos ciudadanos jardineros se desplazan por la pequeña ciudad en bicicleta porque así lo han decidido, o a pie para sentir la lentitud del tiempo. Una ciudad fresca en verano donde los ciudadanos juegan a vivir bajo las copas de altos árboles y donde ya no se oye el zumbido de los coches. La imaginación dice que el río volverá a pasar limpio en unos años y que habrá playas donde los ciudadanos se puedan bañar, y el poder, que lo desordena todo no volverá a llevárselo ni  a ensuciarlo, o ahogarlo con sus palabra podridas y llenas de corrupciones.

La ciudad que “quiere ser gobernada por la imaginación”

Ella me dice que ha querido desde ahora ser gobernada y gestionada por la imaginación de todos nosotros. Me dice al oído ayudada por la brisa de la llanura que viene del sol, cómo sea esa ciudad de hermosa o fea depende de vosotros. Imaginadme de otra manera y yo seré de esa otra manera.

Miraba a lo lejos, se abría sin esfuerzo a los ojos la amplia llanura aluvial que había hecho el Tajo durante miles de años poco a poco con sus crecidas bestiales, un río que ahora atraviesa todo ese espacio como una herida, un estigma casi místico de la posmodernidad. La ciudad y el río deberían mimarse mutuamente.

En mi ensoñación llegué hasta un futuro no muy lejano, espacio y tiempo de la ensoñación encajaban de manera natural en el aquí del allí, en el hoy del mañana. Así pude dar un salto y anticiparme a lo que la imaginación ejercitada como otra forma de libertad había conseguido para la ciudad a la que pertenezco.

Pongo algunos ejemplos para que le entre miedo al poder. Mi oficio es meter miedo al poder con palabras limpias y aún no corrompidas por la boca oscura del poder que lo mira todo para comérselo.

En la ciudad, después de este salto en el tiempo, la imaginación pudo hacer entre otras cosas veinte cooperativas que daban trabajo estable a unos cinco mil ciudadanos, entre estas cooperativas, y por haber sido las primeras en crearse cito las siguientes, “Cerastium Natura” que en su inicio había sido una cooperativa de artesanos de la cera, y cuya producción iba casi en su totalidad a una empresa alemana especializada en mercadillos de navidad. Ahora las velas de “Cerastium Natura” iluminaban gracias a la calidad de sus velas y productos afines la mayoría de las catedrales de Europa. Su producción se había diversificado hacía otros productos como los perfumes naturales y el cristal. Esta empresa cooperativa que al principio tenía cuarenta trabajadores ahora tenía una plantilla de ciento veinte.

Otra empresa, también cooperativa, “Tejo's Fruit”, construida siguiendo el modelo de los Kibutz israelíes, había conseguido en diez años ser una de las referencias en el mercado de las conservas hortifrutícolas ecológicas a nivel mundial. Esfuerzo en la imaginación. Todas sus huertas agrupadas en la cooperativa eran regadas al fin por las aguas limpias del Tajo y del Alberche. Esta empresa daba trabajo a unas quinientas personas.

También había una cooperativa de unas diez personas que construían bicicletas a la carta, especializada en modelos únicos, un equipo ciclista de primera línea que corría la Vuelta y el Tour de Francia hacia tres años que encargaba sus modelos a “Cyclosta”.

La mayoría de las casas de la ciudad y todos los edificios públicos empleaban energía solar, siendo así energéticamente autónomas y autosuficientes, pues los tejados de la ciudad se habían convertido en grandes paneles de energía solar y huertos urbanos. Europa había puesto el dinero para este proyecto de energía renovable, una vez que una comisión de la ciudad se había desplazado a Bruselas con la intención de no volver sin esa subvención para proyectos energéticos de carácter pionero en pequeñas ciudades del Sur de Europa.

La ciudad tenía un banco que se llamaba “El Banco de la ciudad”, y cuyo logotipo era un banco público. Sólo tenía una oficina al fondo de un parque de naranjos y limoneros comestibles, y que se encargaba de capitalizar y prestar dinero sin intereses a cualquier proyecto que tuviera un mínimo de posibilidad de tener éxito en la ciudad o su entorno. Este banco no era mas que un circuito cerrado de dinero que no invertía en bolsa o negocios del poder, pero del que todos los ciudadanos eran dueños. El tipo que dirigía esto debía ser un economista, así como su pequeño equipo, y todos ellos nunca podían estar en ese puesto más de cuatro años.

Esto es solo un resumen de lo que acontecía en aquella pequeña ciudad de la llanura aluvial  llevada al futuro por la fuerza de la ensoñación. Hacía frío en los altos de Segurilla, tenía las manos entumecidas. Cerré el cuaderno y dejé de escribir.

“Todo sueño lleva dentro la semilla de su destrucción”

La ensoñación seguía en mi ayudada por la clara luz invernal. Entonces pensé igual que todo sueño nacido de la ensoñación, y su maldición irrealizable, 2017 sería de nuevo duro, y el verano abrasador. Todo sueño lleva dentro la semilla de su destrucción, su espuma negra, o la ceniza de lo que ha ardido antes dándonos esa luz maravillosa de lo que podría ser.

Sin embargo era la ciudad la que seguía diciendo en la lejanía que todo esto nos era posible, incluso en un país como el nuestro, donde el poder deja que toda maravilla se pudra. La ciudad insistía en llevarme la contraria como una niña absorta en la luz, y me hacía ver, tan lleno de esperanza como en días así se pueda estar, que es sobre todo en tiempos tan convulsos como estos, y  tan absurdamente llenos en el vacío, y donde acaso la palabra se ha extraviado en el laberinto de los lenguajes empobrecidos y corruptos, en los cuales tiene un valor central el tiempo total y advenidero de la Utopía. Es así que el valor central de la utopía, como generadora de humanismo, y de reconciliación del hombre con el mundo, y del individuo consigo mismo, sea más que nunca de nuevo necesaria.

Creo que este es de nuevo un tiempo de Utopía, y esta Utopía no es otra que la de la imaginación llevada a sus límites, imaginación colectiva e individual. Ciudades pequeñas que imaginan su existencia gracias a la fuerza y la cohesión de todas las imaginaciones individuales. La imaginación como el gran valor de progreso, una nueva manera de concebir la utopía, y esta, en vez de ser un gran animal invisible que solo se piensa de manera fría, y llena de vocablos viejos hacia el futuro, estar generada y concebida en torno a las pequeñas utopías que se ponen en órbita para hacer mas habitables las ciudades.

Esta era en definitiva la gran felicidad que esta ensoñación, y no los sueños mal dormidos de los primeros días del año, me había dejado junto a los pies. Y el deseo, como siempre, de la bella y pequeñita  utopía de ver después de muchos años el río Tajo apto para el baño, y de mi ciudad una polis griega en toda su extensión.

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