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Feixisme

EFE

Miguel Ángel Curiel

Un país de cristal a la espera de un meteorito que lo rompa, de apenas cincuenta por treinta y cinco de grosor, una piedra amorfa venida de otro mundo con mensaje dentro, un bólido con su estela anaranjada. Lo mejor es salirse de cualquier guerra. Herman Hesse lo hizo, la pléyade de quienes lo hicieron merece ser entendida o releída. En el cabaret Voltaire de Zürich, liderado por Hugo Ball y Tristan Tzara nació el dadaísmo, un grito vacío de humanidad contra la guerra y los nacionalismos que la provocaron. En ellos, en sus libros se guarda el corazón y el alma de Europa. Yo haré como estos alemanes, irme de la guerra. Sin soldados no hay guerra. (W.B., G.S., A.E., I.G., C.S., A.K., M.D.) Todo este mar de iniciales lo encarna pero la lista es mucho más larga. Desde T. sale una carretera que lleva a Córdoba atravesando La Siberia y la Serena extremeñas.

Un territorio casi del tamaño de Suiza. Llamémoslo ahora S; la S es el signo que encarna el silencio y el sonido, una letra sinuosa marca la contradicción entre lo que suena en lo que calla y lo que calla en lo que podría sonar. Una duna silenciosa que arrastra el sonido del mundo, un signo que forma curvas de infinito silencioso en el ruido humano. Así esta tierra de nadie al Sur de T., este lugar amarillo llamado S. sería una Suiza vaciada o nunca llenada, y en concomitancia con un absurdo lejanamente kafkiano, pero por eso enteramente visible, en vez de afiladas cimas y grandes ventisqueros como avenidas y glaciares donde nacen los grandes ríos de los Alpes, sierras carcomidas y chatas, y a sus pies manantiales y fuentes secas, loberas y antiguas guaridas de maquis.

Un lugar para retirarse y quedar fascinado por el vacío y el horizonte ardiente. Cuántos Saint-Victorie desde Peñalsordo de Zújar hubiera pintado Cézanne, o apenas ninguno, pues es una tierra de trazos gruesos y el paisaje es hondamente expresionista en sí mismo y ya no se podría pintar lo que se ve sino lo que uno tiene dentro. Allí este pintor de la luz se hubiera quedado ciego, basta una ligera alteración de la graduación lumínica para que se altere el genio. No vi en S. ninguna puerta señalada con la palabra feixiste, no vi banderas ni muros arañados por la garra de los símbolos, ni la gamada cruz de mierda, ni estrella alguna como estigma para el que va a ser exterminado o silenciado.

Vi pueblos tranquilos de color blanco y gentes esperando la noche para meditar bajo constelaciones de leche. Cualquier guerra ahora es un revival de otra anterior, y las naciones modernas, como C., el revival de una tribu íbera salvaje. Hume enuncia, y el ser libre denuncia, o en las aleccionadoras páginas de Masa y Poder, en las que Elías Canetti explica la fuerza amenazadora de la sura violenta y de la masa cuando implosiona. Irracionalidad no en aras del bien, y sólo excrementos de palabras. Entre T. y Don Benito hay más de cien kilómetros de silencio. Quien vive en aquel mundo silencioso y abandonado no se expone al feixisme, y no sabe por qué sigue atado al infinito, y por qué con un lenguaje atávico pero puro y un habla seca pero candente sigue nombrando el mundo tal y como es.

Allí no hay odio al otro, porque el otro es uno mismo. Allí el concepto de nación emana del horizonte y del cielo que cobija y protege con su luz los días azules. En S. sólo viven ya los guardianes de sus muertos encerrados en óvulos de memoria a la espera de una germinación solar. Más de cien kilómetros de silencio, solamente roto por el desgarro de la tela azul del cielo de las aves carroñeras sobre los muladares y el murmullo del agua en primavera. Un buen lugar para los que no queremos ser soldados de la nación y para los que no queremos estar debajo de ninguna bandera. Allí apenas vive nadie y se respira la hospitalidad a la manera de Edmond Jabès el sefardita. Sierra de Peloche, Apretura de la Hoz, Cantos Negros, Barbas de Oro, Consolación, La Chimenea, Mirabueno, La Lobera, Los Golondrinos. Así se llaman los lugares juntos al dulce Zújar, las sierras que cortan la luz en trozos.

Nombres que se olvidan pronto, nombres atravesados por un río, el G. Nadie sabe de dónde sale el agua del G. y porqué aún este río viejo y cansado se sigue arrastrando dulcemente. Quizás no sea ya agua lo que por él vaya y sólo sea sed, un líquido llamado sed, como si las palabras pudieran desobedecer al hombre cuando este termina corrompiéndolas en su boca, o reflejarse en su contrario. El hombre ha detenido el río, ha levantado grandes muros para poder beber de él y bañarse en la plata de la luz cuando las campanas anegadas de viejos pueblos sumergidos tocan a fuego la noche de San Juan.

Así sea que la sed del agua traiga el agua desde un lugar seco y extraño. Así sea que la guerra carezca de soldados. Así sea que el feixisme no altere el paisaje de la conciencia. Desde T. sale una antigua vía de ferrocarril abandonada hacia La Siberia, ahora es un camino lunar por donde van ciclistas y paseantes hacia el mediodía en busca de paz y de luz. Una vía en la que ponderar las palabras cuando apenas se tiene algo que decir. Una vía que cesura el lugar como un sueño bueno cesura la existencia, una especie de larguísima trinchera por donde ir de un sol a otro, y cuando uno avista desde las rañas del Campillo las Villuercas al fondo, en el lugar de las aberturas, respirar el mundo para ser.

Allí, en el corazón de la montaña roja la Virgen de Guadalupe es políglota, aunque nunca la he oído hablar más que con mi madre. Allí, muy lejos del faixime, la única lengua que se habla es la de la luz en el silencio. Nadie ni nada puede romper la luz más que una virgen políglota que sólo habla con mi madre. Los lugares y estructuras de un país están conectados por largas y profundas raíces, y extraños movimientos tectónicos que apenas se aprecian. No más que un vómito de memoria puede surgir de ese vértigo mareante, o se presiente lo extraño de la catástrofe cuando se tiene el don para ello, como un gato presiente la guerra o la caída del ángel a las fauces de la historia.

Posiblemente esa tierra llamada S., ese lugar largo y ancho entre el T. y el G. ya no se vuelva a mover más, y sólo acabe erosionado por sí mismo. La tierra siempre es la misma, como el hombre siempre es el mismo; las lenguas no, o casi no. Pero bien podrías ahora traducir el amor de una persona por otra, el silencio de un persona en otra y verter vida en la vida, bien podrías tú ahora, poeta exiliado de tu propio país en el corazón de tu país, traducir en este instante los silencios de los silenciados en palabras de cristal que se rompan en la frente de los silenciadores. Las lenguas no deberían separar, todo lo contrario, pues las palabras se funden rápidamente con las otras. Las palabras siempre se aman y siempre buscan más palabras para vivir en los otros. Palabras que allí, al nado, cuando se interpela al otro en los vados de la humanidad se utilizan para sobrevivir en la luz del mundo.

Sólo las lenguas que se abren llevan verdad y son menos dadas a corromperse. En S., en ese lugar donde no se habla y sólo se escucha el aire limpio, el eco es la promisión y el silencio el gran mensaje. Y tú paseante, que te alejas de la ciudad, una vez cruces el Tajo no mires hacia atrás la historia, tenla en los ojos delante, camina con Herman Hesse hacia S. y no mires hacia atrás como hizo Edith, la mujer de Lot convertida en estatua de sal, ni vuelvas a las disputas entre pastores por las lindes, Canaán no existe, existe el mundo. No quedes emparedado entre el feixisme horrible de las naciones. La postverdad es sólo silencio, las palabras más vastas que conozco son amor y democracia, y la más ínfima y estrecha feixisme.

Decía George Steiner que si le sustraemos su humanidad a aquellos a quienes negamos el lenguaje, las palabras están entonces corroídas por las vanas esperanzas y por las mentiras que enuncian. Finalmente sea verdad que estemos en un país de cristal a la espera de un meteorito que lo rompa, de apenas cincuenta por treinta y cinco de grosor, una piedra amorfa venida de otro mundo con el mensaje de Kniebolo dentro, un bólido con su estela anaranjada. Quizás ese país de cristal no sea España, y sea finalmente Europa, y sea en el que Paul Celan habló en sus poemas del postholocausto de “una escritura de las sombras bajo las piedras”.

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