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Lisboa (III)

CORBIS

Miguel Ángel Curiel

En la paz de Gincho me vino a la memoria aquel libro maravilloso de José Cardoso Pires “Lisboa, diario de abordo” en el que disecciona la ciudad para ofrecernos sus vísceras aún calientes. Otra re-mitificación más de la ciudad. En ese libro uno termina perdido hasta aparecer delante de la iglesia de Arrolos, donde ya no vuelan ángeles sobre los borrachos y hay misterios que siguen animando la ciudad. Desde Almada, al otro lado del río, Lisboa parece un carrusel que gira al ritmo de la luz. Dos grandes cruceros en el Cais de Santa Apolonia vomitan hormigas amarillas hacia el corazón de la ciudad. Al caer la noche ves a las hormigas meter en el barco pedazos enteros de la ciudad.

¿No será en verdad una parte de Praga, Toledo, Roma, Budapest, Bratislava, Dubrovnik lo que está allí enfrente? Ya sólo hay una gran y única ciudad sin nombre, a sus diferentes partes las nombramos con letras, P. V. M. H. S. B. N.; Por debajo una red infinita de líneas de metro a modo de red arterial llevan la sangre y la carne de un lugar a otro. Entras en Saldanha para salir en Wittenbergplatz al lado del centro comercial KaDeWe, y si vuelves al agujero siguiendo la línea roja, después de muchas paradas y transbordos sales en Abbesses. Entraste en el subsuelo con un sol que te rompía los ojos y sales a un cielo metálico en Osteende. Ahora choca el tiempo con el tempus, de la sincronización absoluta de la ciudad a la desincronización del hombre consigo mismo.

Una guía danesa sobre Lisboa comienza con unos versos de Álvaro de Campos “¡Aprovechar el tiempo! Pero qué es el tiempo, ¿para que yo lo aproveche? ¡Aprovechar el tiempo! Ni un día sin línea…” Transcribo la traducción del danés de estos versos imposibles, pues supongo que el tiempo danés es diferente al tiempo junto al río, al tiempo ibérico, por lo cual esas palabras dejan en un momento dado de tener sentido, y se desfiguran en la luz de la ciudad hasta volver al silencio fluvial del que nacieron. ¿O cómo expresar con palabras el perfume a limo de la marea baja al amanecer, en el Cais de Sodre, sin un esbozo de melancolía por lo desaparecido?

El ojo no habla. Miro el río pero no puedo decir exactamente qué es lo que veo en lo que no veo. Cada náufrago debería llegar ciego a la ciudad que lo acoge e ir palpando las calles y travesías para sentir los huesos deshechos de su yo. Después sí tendría derecho a ver el interregno verdadero de la ciudad, del infinito Babel en el que se ha convertido el mundo, a abrir los ojos y a exclamar “¡Aprovechar el tiempo!” Allí, justo delante de la iglesia de Arrolos, donde antes volaban los ángeles sobre los borrachos de Lisboa. Otro de los mitos que enturbia la Lisboa de hoy es su falsa decadencia. No hay allí nada que no haya ya en alguna de las ciudades que hacen la gran ciudad en la que vivimos.

El sonido de la gran digestión, el tráfico romano en plena avenida de La Liberdade, el reflejo del sol en los grandes edificios de cristal, el runrún absoluto, los espasmos y latidos espesos de la gran urbe a la que llegan náufragos en grandes pájaros de acero rozando los tejados de Alvalade. En otra guía en lengua mongola, en su variedad Jalja estándar, posiblemente traducida al pie de la letra de otra guía en chino, y esta a su vez hecha con retales de una guía alemana sobre Lisboa traducida al inglés, dice que la saudade es una bebida de color azul, o poción mágica que se bebe en los bares nocturnos de Graça y Morería hecha a base de ginebra y de ingredientes secretos que proporciona un estado de alegría muy festiva.

De todas las guías que se han escrito sobre Lisboa quizás sean las alemanas las que de forma más suspicaz hayan cuadriculado de manera exhaustiva cada rincón de la ciudad hasta falsearla o diluirla en una nada vacía. Una ciudad como L. debería prohibir las guías. Todo sobre ella ya ha sido escrito, nadie puede revelar más del lugar donde el río muere; sólo se trata de una ciudad y no de una diosa, y siendo así no quedaba más que reconocer el fracaso, el bello fracaso de sólo mirar y callar, o fatigarse por sus calles empinadas para llegar a esos lugares más altos desde los que se ve el río. La luz blanca arde en las aguas y los sueños de todos los que miran se mezclan hasta quedar sucios.

Al menos todavía era posible regocijarse en esa vida que se revela ante el que la vive de manera tranquila y no ostentosa. Una vida a la medida de cada uno. Esta ciudad no ofrecía mucho más que esto, no tenía muchos más secretos que pudieran ser abiertos y esparcidos por el mundo. Al que buscaba la felicidad inmediata le defraudaba, pues era normal que ella te mirara desde una tristeza antigua de piedra y metal que está en el aire, y cuya luz no puede disolver el mundo si no la canta alguien desde el lugar más oscuro del ser. Después el nombre extraño de la calle, omitido aquí por la necesidad de que no se sepa el nombre de la ciudad, y esa calle antigua que sube desde el río al castillo, con su empedrado picado como una boca de pobre; nada de muelas bien encajadas en una dentadura noble.

Montones de adoquines blancos y haces de raíles de tranvía en la acera esperando a ser colocados de nuevo bajo la catenaria, que ahora parece un tendedero de sombras. Los cables de la catenaria, rayas negras en el cuaderno de un niño que escribe la letra L. tumbada, y a veces bocabajo hasta conseguir que las palabras digan lo contrario de lo que dicen. Seguir esas líneas habría sido el juego del hombre moderno si no fuera por el peligro que entraña caminar entre los raíles del eléctrico. No había escapatoria, la ciudad se multiplicaba a la vez que se comía a sí misma. Había estado en otras ciudades de las que era difícil escapar, salir caminando de ellas; creías que remontando el cauce de un río pequeño llegarías a las afueras, hacia los campos de trigo y las granjas de pollo, a un espacio limpio y sucio donde la tierra y el cielo podrían aplastarte.

¿Cuál era la calle más larga? ¿Por cuál de ellas podrías dejar de repente la ciudad atrás? El mar caía de aquel lado, el río a la espalda, la tierra adentro, hacia allí. Nunca hubiera sido buena idea seguir el río dejando atrás la desembocadura. Muchas ciudades había a sus orillas como una prolongación de la misma ciudad. Remontar el río habría sido caer en la trampa. Jamás habrías salido de ella, de su inmortal sueño en el que los hombres cantan en blanco y negro, y las mujeres beben vino de lluvia. Si cada hombre era un laberinto para el otro, y la ciudad la suma de todos, de nada servía caminar todo el día por calles sin nombre sólo para buscar a ciegas la iglesia de Arrolos donde los ángeles vuelan sobre los borrachos.

Alguno de estos borrachos debía ser parecido a ese ser impedido que se arrastra y vuela con su canto lleno de dolor; ese hilo de plata del canto que rompe la voz de los otros cuando escucha el mar romperse en la frente, y las gaviotas de las plazas, sucias, llenas de plomo, las gaviotas que ya no significan nada y se esconden bajo la arena. Estallaban en la cabeza de los habitantes de la ciudad, se expandían por los tejados, cubrían las estatuas de mierda en la luz blanca del verano. Toda reflexión no es suficiente para desencadenar una certeza; cavar y cavar, desenterrar los sueños de hierro, los cables que llevan la luz, las noticias de la muerte y la vida; grandes zanjas, grandes profundidades en las que encauzar prótesis, tejidos, hilos, cables azules, tuberías naranjas.

Todo debe quedar e ir bajo tierra, como el silencio en el Cementerio dos Praçeres. Cuando hables, tus palabras irán bajo tierra a la vez que por el aire. El gran juego consistirá en inventarse nombres de ciudades de las que no puedas salir. Alguna de ellas morirá bajo la nieve atómica. Alguien ya lo canta en el club fadista de Morería. Antes de que ocurra lo canta. Nunca se le pudo cantar a lo que viene, nunca el destino compuso su música o nos dio las palabras con las que cantar a lo que vendrá, y sin embargo alguien ya lo canta. La melodía es parecida a la de aquel hombre que sin piernas se arrastra por las calles y canta para sobrevivir.

Quise entender el canto de ese al que llamo ángel de Arrolos, desentrañarlo, poder cantar eso mismo una vez que pudiera dejar la ciudad donde desemboca el río. Pero para no volverme loco volví a una de las églogas de Garcilaso en la que el poeta de Toledo canta a Isabel Freyre, aquella dama de Évora a la que amó hasta la desesperación. En esta tumbona de este hotel barato en Almada.

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