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Piscinas

El río Tajo en su paso por Toledo cubierto de espuma | Plataforma Tajo Toledo

Miguel Ángel Curiel

A cuarenta grados en verano el paisaje aluvial en T. se dilata bajo una luz quieta y cegadora que apenas permite ver a lo lejos la sierra de Gredos. El cielo arde y los latidos blancos del sol te queman los ojos. Te invitan a diez piscinas. La generosidad en verano se demuestra cuando alguien te invita a su piscina de teselas y azulejos azules. Apunto en mi cuaderno el nombre de esas piscinas a las que me han invitado, el nombre del amigo y la fecha.

En T, hay muchas piscinas; muchos veranos de mi juventud los pasé en piscinas de amigos. Recuerdo la de Alfonso Sobrino, en el camino de Palomarejos, muy cerca del río.  El emparrado y los cipreses  habían crecido alineados junto al muro encalado, había una higuera muy grande cuyas ramas estaban ahorquilladas para no doblarse. Fue bajo aquella sombra negra de la higuera donde comencé a leer a André Guide; aquella escritura vaciada y quietista, seca y blanca de Guide, cuyas palabras eran el reflejo de una luz que venía de otra luz más oscura, nunca me abandonó, y para mí siempre estará asociada a aquellos días de verano. Nunca he olvidado algunas frases de su Amyntas, para mí su libro más extraño y seco, y sin embargo cercano al agua, a veces sorprendentemente líquido: “¡Oh hermosa huerta! De repente se escapa el agua, atraviesa el muro y entra, avanza por la huerta; al pasar la horada un rayo de sol, la huerta está inundada de sol —de huerta en huerta— sin temor de vosotros ruinosos muros”.

Fue en aquella piscina donde Eugenia Sobrino, la hermana mayor de mi amigo, me dejó 'El cielo protector' de Paul Bowles, su libro preferido entonces. Al abrir el libro aparece un cielo de luz implacable donde el amor entre dos seres termina ardiendo como un papel negro en un lugar vaciado lleno de arena. Los sentimientos de ambos se van quemando bajo el sol en la luz terrible del amor, en un camino de no retorno que cruza un desierto de arena blanca. El paisaje es un no paisaje, y el amor es imposible bajo una luz tan fuerte y desasosegante. Una vez utilice ese libro como almohada y mis sueños se mezclaron con los sueños de los personajes.

Dando un paseo me acerqué hace unos días por aquel lugar, que ahora está rodeado por naves industriales a su vez ruinosas y vacías, junto a edificios herrumbrosos donde había talleres de maquinaria agrícola y almacenes de frutas, los perros allí ladran como en cualquier pueblo somnoliento de Argelia, y temerosos se guardan del sol bajo la sombra seca de las acacias, al borde de un camino de polvo que recorre paralelo al río lo que antes eran campos de tabaco. El padre de mi amigo había talado la higuera porque sus grandes raíces amenazaban con desentrañar la piscina y la casita blanca de estilo levantino. Había ahora algunas jacarandas y buganvillas cubriendo la casa que ahora parecía abandonada, la piscina estaba vacía y había crecido en el fondo una pequeña higuera. Mi amigo se marchó hace muchos años a Barcelona y su hermana murió el año pasado de cáncer. Fue bibliotecaria durante algún tiempo en Ciudad Real. El río sigue allí, la línea de álamos blancos marca su viejo cauce que apenas ha cambiado desde la riada del 79. Nubes de mosquitos que nublan el sol y un olor fétido te dicen que estás cerca de él. Más allá de un nuevo puente a cuya entrada se levanta un arpa de viento de casi cien metros de altura, al otro lado del río en ese mismo lugar, estaba la casa azul y la piscina de Javier Tomé, o casa de la farra. Muchas noches de agosto corrió allí el vino y la juerga.

Allí ladrábamos a la luna reflejada en el agua azul y nos tirábamos desde el trampolín al abismo celeste. El padre de Tomé no cloraba el agua y con ella regaba una pequeña huerta que había detrás de la casa llena de melones y sandias. Aquellas sandías tenían música china dentro aunque nadie sabía muy bien como golpearlas con el dedo para saber si estaban maduras. Tomé se acercaba una al oído y decía, esta está a punto, canta en ella la sirena del Zujar. Después de la farra era costumbre ir caminando hasta la desembocadura del Alberche para darnos un baño en el río con el primer sol del día. Entonces aquel lugar de aguas rápidas era peligroso y a todos nos gustaba el peligro; cada remolino era el alma de un ahogado que seguía allí entreabriendo los ojos en el limo. Allí entraba un río limpio en otro sucio. Estaba convencido en aquel tiempo que solo en T. y junto al T. podía nacer de mí una escritura perdida en la luz, pero líquida a la vez, o haber sido un pintor ciego o un ceramista que cierra los ojos para moldear a la velocidad del torno, que es la del mundo, un largo tubo de barro por el que llamar a la lluvia, o meter palabras dentro del tubo para que el otro, el interpelado, las reciba al otro lado. Un día hablaremos a través de largos tubos de barro cocidos al sol. Y era la primera vez que el sol podía matar, pero quién iba a decirle al sol ahora maldito sol, cuando podíamos decirle al hombre maldito hombre. En verdad el hombre es víctima de sí mismo.

Ahora ya no existe la casa azul ni la piscina de  Tomé, y por ese mismo lugar pasa una carretera de circunvalación que es un río de coches, y el agua bajo el puente es un espejo negro. El agua de una piscina siempre es agua robada a un río, a un pozo, a un manantial. El agua no se puede pagar,  no tiene valor, nadie debería pagar por el agua, de la misma forma que nadie debería poder comprar agua, venderla. Cuanta más agua se compra menos vida lleva el agua. Nadie va a entender esto, y  menos aún mi amor por aquellas piscinas de mi juventud, pero esta era mi intención, que no se entienda más que lo esencial, el agua que hemos perdido y a la que llamamos con desesperación por el tubo de barro. Mírala, pero no la reordenes, no le digas, no le hables, no te la lleves y deja como escribió Guide en Amyntas que la hermosa huerta sea regada por sí sola y el agua se escape de tus manos cayendo en la tierra. No podrás cogerla, pero sí beber de ella con las manos, saciar tu sed de espejismos. Si la utopía de lo perdido es el gran signo de la modernidad, y lo que adviene ya no es soñado o añorado, y sólo es pensado, o calculado queda rota la línea del destino, e interpelarlo es sólo un ejercicio sofocante de ensoñación estéril y seca.

El camino futuro es el de vuelta, el camino del retroceder, el de volver hacia atrás. No hay otro futuro que el del pasado, pero esta vez con todo el bagaje del humanismo y el conocimiento, nada se desperdicia de ello, de lo vivido, de lo aprendido, de lo soñado, todos los materiales sirven para la reconstrucción de la vida. Un paso hacía tras podrían ser tres hacia adelante. Todos los ríos deben volver a correr limpios y llenos de sí, y el verano ser la estación del amor y las conjuras, de la celebración y el sosiego. Lo que se nos ofrece hacia adelante es demasiado luminoso, espejismos de aluminio, destellos de luz abrasadora en metales de aleaciones extrañas. En ese allí del futuro sólo hay una puerta de luz cegadora por la que entrar en el vértigo. Ganar lo perdido, lo desperdiciado, soñar con lo roto y lo destruido. Quién va a ser ahora el Ned Merrill que va de piscina en piscina, en aquella legendaria película del año 66, 'El nadador', corriendo de un chalet a otro para revivirse y nadar en el vacío de sí mismo. Todo el valle está lleno de piscinas privadas. Él corre de una a otra, nada en ellas, las atraviesa en un viaje hacia atrás, hacia la melancolía, desnudando las miserias de la vida saneada.

Un día hablaremos a través de largos tubos de barro con el otro, y le pediremos la lluvia. Pero me temo que como en La Spes de Andrea Pisano, que sentada, alza desvalida los brazos hacia un fruto aún verde que le resulta inalcanzable. Sin embargo tiene alas. (Muchas noches de agosto corrió allí el vino y la juerga, los taciturnos podían ladrarle a la luna).

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