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Palabras Clave es el espacio de opinión, análisis y reflexión de eldiario.es Castilla-La Mancha, un punto de encuentro y participación colectiva.

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Quietud y bucles

Foto: Europa Press

Miguel Ángel Curiel

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La tierra duerme ahora y exhala, los huertos descansan. En el río inmóvil nubes de morfina bajo el agua. Más allá de lo dormido, lo muerto, lo detenido. Todo te hace pensar que se podría caminar sobre el agua, y quien lo intenta se hunde y de pronto comienza a chapotear, y lo ves salir por la orilla, sucio, lleno de mierda y miedo.

Lo vuelve a intentar más veces y siempre se hunde, en el último momento ves finalmente a un hombre caminando sobre las aguas del río. Ya no pesa, alcanza la otra orilla y se pierde en una oscuridad vaga. Desde la ventana del apartamento de ladrillos rojos la ciudad parece más pequeña y quieta ahora. Miras el río por si hay otro hombre caminando sobre las aguas, otro insomne hacia la otra orilla. Todo duerme y parece quieto. Pero si te agarras a algo, la ciudad se mueve lentamente, parece ir a la deriva, o si te fijas en alguna estrella, o la mirada permanece quieta en algún punto lejano, notas mejor ese movimiento hacia la nada.

A su vez la ciudad gira en un sentido levógiro, de derecha a izquierda, como los planetas, o en el vuelo de los pájaros cuando estos tienen que girar de manera brusca hacia otra dirección. Si uno camina en el desierto con los ojos cerrados lo más normal es que tienda a desviarse hacia la izquierda. Homero indicó a su hijo que debía girar de derecha a izquierda al correr. Ahora la ciudad duerme y está quieta. Su levógiro y su deriva hacia la nada lo notas si te agarras a algo. Un tiovivo de santos menores gira con los ojos vacíos. Se oye una letanía sorda en su sinistrorum contra el tiempo.

En una instalación artística de A. B. un vídeo en bucle de un río que sale de los ojos y de la boca de una muerta o durmiente –no es fácil de reflejar ese matiz entre lo que duerme y está muerto, y quizás exista un estadio intermedio entre esas dos situaciones- El vídeo dura exactamente setenta y dos segundos, y se repite durante días y noches enteras en una sala oscura del Hafen de Hamburgo. Dentro de ese lugar hay un grupo de espectadores que no pueden salir de la sala durante una semana entera, mientras tanto, el artista graba con una cámara todo lo que ocurre allí dentro. La obra se llama Der Experiment. Después de algún tiempo los que allí están comienzan a tener alucinaciones y a sentir angustia, las reacciones son cada vez más duras, incluso algún espectador vive algún tipo de éxtasis.

Arte generando arte, una obra de arte dentro de otra. La pieza artística en sí no es el vídeo que en bucle se va reproduciendo hasta la extenuación, en el que un río sale de los ojos y la boca de una mujer dormida o muerta, sino el experimento que se ejerce sobre un grupo de personas. Arte destruyendo al hombre mismo y a la vez reconstruyéndolo. Todo es una gran metáfora del tiempo quieto, el tiempo que se destruye a sí mismo en la quietud del bucle. El viento del tiempo no mueve las hojas de los árboles dormidos, sólo las raíces en una tempestad telúrica.

En T., hombres caminando deprisa se cruzan con otros que caminan lentamente. En una imagen a cámara lenta de hombres caminando relámpagos a la velocidad de la luz, todo finalmente está solapado, dentro de algo hay algo distinto que le da sentido. Se solapan la lentitud y la velocidad hasta llegar a un mismo contiunuum hacia la nada. Los insomnes dando un paseo eterno dentro de un laberinto de cristal, viviendo el propio bucle de su existencia, dado vueltas alrededor de un eje. La música de la ciudad sería la del chirrido de estos ejes, miles de ejes chirriantes como fondo sonoro, sobre la sinfonía de las lamentaciones de Henryk Górecki. Lo sublime se llena de fealdad y miseria, pueden convivir, como la imagen del río en el río mismo, o la meta-imagen que genera la melancolía líquida. Es una música insoportable de cosas que giran y chirrían.

En T. uno construye su puzzle vital, el puzzle es endiabladamente oscuro, es el río en la noche con un castillo de piedra negra sumergido en las aguas, apenas hay algún matiz entre pieza y pieza, todas son negras, para entrelazarlas correctamente uno debería fijarse en la luz, en algún mínimo detalle que es imposible ver fácilmente. El puzzle siempre queda sobre la mesa con todas las piezas revueltas, con sus miles de piezas mezcladas. Nunca más podrá volverse a reconstruir la imagen de lo roto.

El ceramista Ángel Núñez hace girar su torno de derecha a izquierda, el levógiro de la conciencia, él quiere ir contra el tiempo, quiere modelar una especie de alma de barro donde meter la luz. Paseamos estos días de enero junto al río más allá de los pabellones de la universidad. Son paseos que conmueven, lo que te conmueve te hace ir un poco más allá de ti, hacia el otro, siempre intentamos ir un poco más allá. Conmover significa moverse hacia algo que te llama desde la belleza, que te conmueve. Estos paseos de media tarde nos conmueven, nos movemos hacia un allí del que no regresar. Las huertas dormidas junto al río están desplegadas con una racionalidad inusual.

Llevo un cuaderno para escribir un manual de malas hierbas, allí vemos un campo de maíz sin recoger y nos acercamos para arrancar unas mazorcas. En esa quietud que conmueve, los pensamientos aparecen en bucle. Pero ahora somos como árboles desnudos, entre las ramas de los álamos se ven los nidos vacíos. La absoluta desnudez, todo está quieto y es quebradizo. Es el tiempo del humus, de la fermentación, de lo muerto, el olor rancio del estiércol que exhala el aliento en los días fríos.

Frente a la imagen en bucle de nuestras vidas, el deseo de grabar junto a Ángel Núñez y al artista Antonio Portela, el otro ceramista del levógiro, cuarenta y cinco segundos cada día, siempre a las diez y media de la mañana, en el cruce de la Tropical, entre las calles Trinidad y San Francisco, exactamente entre las diez y media, y las diez y media y cuarenta y cinco segundos durante un año entero. A esto lo habría llamado 16.425 segundos. Todos los fragmentos unidos en un corpus, una película hecha con la suma de todos esos momentos a la que titularía La Nada. Un continuum de la nada ¿Un documento artístico? No exactamente. Como una vez escribió Walter Benjamín, un documento de cultura es a la vez un documento de barbarie. No exactamente, sino un documento sobre la quietud en bucle, sobre la nada. Todos estos tiempos sumados dan la única imagen posible de un tiempo eterno, de ese río humano en el cruce de esas calles. El único testimonio que ya se me ocurre. Todo está quieto y se mueve. Es irresoluble esta invocación. Pero en todos los fragmentos de esta película aparece el mismo hombre, todos los días y a la misma hora, el mismo que después de hundirse muchas veces en el río, ha conseguido finalmente caminar sobre las aguas y alcanzar la otra orilla.

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