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Palabras Clave es el espacio de opinión, análisis y reflexión de eldiario.es Castilla-La Mancha, un punto de encuentro y participación colectiva.

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Ruido

'Vista de Toledo', del Greco

Miguel Ángel Curiel

“Lo que se deja expresar debe ser dicho de manera clara, sobre lo que no se puede hablar, es mejor callar”, escribió Ludwig Wittgenstein. ¿Podríamos imaginarnos ahora un mundo silencioso, un mundo de silentes que solo escriben, y cuyo único ruido sería el de su respiración y el del lápiz en el papel? ¿Imaginarnos un mundo donde incluso los sonidos de la naturaleza, que de alguna manera forman un habla, un lenguaje eterno, incorruptible y lineal se hubieran callado para dejarnos oír las órbitas de lo lejano, y el corazón de los dioses que agonizan en las fuentes del mal de este tiempo?

Todas las utopías posibles son hijas de una sola, que es la utopía del silencio. El ruido está allí, lejano, pero no lo oímos, intentamos verlo, agudizamos la vista para de alguna manera verlo, pero no lo oímos. Pero esa utopía de la descodificación tenía sus peligros en cuanto dejaba a lo humano por debajo de ella misma, y volvía de alguna manera a someternos a lo extraño del silencio de los dioses que agonizan en su deriva. Un aplastamiento de lo humano por el silencio. Después de un tiempo el hombre habría olvidado la mayoría de las palabras, pocas se habrían salvado de esa hecatombe silenciosa y muda, utópica, pero no deseable.

Echa un vistazo al mundo ahora, tú, lector. Desde donde estés echa un vistazo y penetra allí donde te gustaría estar. Siempre estamos en un aquí pensado en un allí, y alguien querría intercambiarse por ti, una donación del yo, un yo por un él, lo más deseado era un él y no un tú, al él lo podías pensar en el allí. El tú estaba siempre más cerca, casi te rozaba. Habrías cogido un taxi volador, de color platino y silencioso, para llegar al punto más lejano de la ciudad donde tienes los negocios, aunque lo habrías hecho solo por el placer de moverte por el aire. Desde el aire se veía Toledo como un erizo ocre con sus púas abiertas a la eternidad.  Hacía más de dos semanas que no habías hablado con alguien, no era necesario hacerlo, a veces no habías hablado con alguien en tres meses, pero de alguna manera habías hablado con un nadie, que era la forma de hablar que teníamos en esta época extraña del fin del mundo.

La voz se nos había secado y cuando masticábamos el alimento de oro pensábamos que estábamos masticando viejas palabras de un valor incalculable, pero que ya no sabíamos lo que querían decir, ni siquiera que hubiesen sido útiles en algún momento de la existencia. Era difícil hablar, para todos era difícil decir, las bocas de casi todos se habían secado, las gargantas atrofiado, decir algo suponía dolor, hablar un acto doloroso, y en ocasiones inútil, pues lo más probable era que nadie te entendiera solo con las veinte o treinta palabras que habrían sobrevivido en ti.  Pero mirar, todo era mirado desde arriba, el suelo por donde pisabas era una pantalla de cristal negro y ponías la mano allí donde querías ver. Había hombres pantalla, y si tocabas su pecho podías ver el mar o un jardín dentro de una nube. Las miradas hablaban, las personas se comunicaban en un silencio abisal solo porque sus miradas eran abisales. Los ojos decían tengo hambre y sed, te amo, me duele el brazo, estoy cansado, se ha muerto mi madre, mi perro aprendió a hablar ayer, y ya sabe decir ‘Amén’. Los ojos lo decían todo y entendían todo. Para hablar con los ojos a alguien había que mirar sus ojos.

Había trenes que se deslizaban a media altura por encima de la ciudad, y su silbido era como el de las culebras en época de apareamiento, una onda amarilla tendida, un aviso extraño de que todo era venenoso. Los discursos de los políticos eran de un silencio que daba miedo, cuanto más hondo y abisal fuera el silencio que podíamos ver en sus ojos, más había que temerles. El poder tenía por toda la ciudad grandes pantallas de color azul y nosotros vivíamos en ellas como dentro de un agua que no era agua, a eso lo llamaban el líquido, pero ya nadie sabía lo que significaba aquella palabra. Quien la escribía, reía; había muchas personas que pasaban la tarde escribiendo esa palabra solo para reír. Todo parecía muy limpio, pero acaso todo estaba muerto. Nadie moría, pues esa palabra había dejado de existir hacía ya mucho. Había un túnel en cada ciudad por el que se iban los que eran llamados por otros de esos silbidos extraños y amarillos, quien se adentraba en esa boca negra decía adiós al mundo con sus ojos al embajador, el embajador cerraba los suyos y le hacía un gesto con la mano, pero nadie sabía lo que significaba esa palabra, el adiós.

“Lanzar mil palabras al viento de la ciudad”

Esta historia podría continuar así, en silencio total, con palabras cada vez más extrañas y perdidas entre nosotros, pero escribo para un periódico y el periódico me exige que hable, que diga, que llene el silencio cuanto antes y lance mil palabras al viento de la ciudad, y eso es lo que tengo que hacer. El hombre del taxi volador pidió volver a sobrevolar Toledo, a esa altura la ciudad era como un erizo ocre y amarillo con sus púas abiertas protegiéndose del ocaso. El hombre sintió la belleza de un mundo que se acaba y quiso acariciar con la mano la chepa punzante de la ciudad solo para sentir un dolor verdadero, el dolor de un pinchazo en la conciencia y hablar, hablar de manera tendida con las viejas palabras, siempre escupiendo con ellas al poder que lo devora todo.

Ante sus ojos apareció como una visión a media altura, en la claridad de los dos soles de Toledo, ‘El entierro del Conde de Orgaz’ del Greco. Los colores fuertes se diluían unos en otros, los rostros de aquellos hombres quedaban desfigurados por el corrimiento de la pintura, y mientras esto ocurría parecían que querían decirnos algo, pero todo resultaba sordo y extraño de comprender. De esa manera sintió como una verdad o revelación que el destino del hombre a pesar de las  palabras de Wittgenstein, era hablar, testificar la existencia, nombrar y renombrar, recordar a través de las palabras los sueños humillados del hombre, e interpelar con ellas al futuro. No había otra posibilidad de lenguaje total más humano que el de las palabras, y que de aquello que no se podía hablar era mejor seguir diciendo y jamás callar.

Quizás Wittgenstein ya habría pensado en esta posibilidad, y quiero pensar que el silencio al que él se refería, al callar o al no decir, no era más que un silencio inútil, yermo y demasiado agraz para el hombre cuya alma se teje gracias a la palabra descodificada, a la palabra re-humanizada, y si no, ¿cómo podría haber cantado alguna vez el Quijote entre el silencio de las páginas en las que vivía? Ese momento entre página y página en el que hombre descansa y oye el eco de sí mismo y el personaje ama de manera humana, canta y se lava con las palabras de los otros. O cuando oigo el torno del amigo ceramista Ángel Núñez de Talavera, y siento que así debe sonar el eje de la tierra, el mundo en el que las cosas giran para repetirse en un intento de eternidad alrededor de un eje perenne. Solo teníamos eso, cantos y palabras que re-humanizar y con las re-humanizarnos aquí y ahora, sólo con ellas podríamos enfrentarnos al poder que busca nuestro silencio, dejarnos mudos y callados frente a la nada. Él también dijo “nada es tan difícil como no engañarse”.

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