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El bucle europeo

EFE

Diana Asín Olano

Abogada y politóloga   —

Hace ya seis años que los primeros refugiados sirios comenzaron a llegar a Europa huyendo de la guerra y la miseria. Pero hicieron falta unos cuantos años más hasta que, allá por el verano de 2015, la presión mediática estalló y los mandatarios europeos ya no pudieron zafarse de buscar soluciones.

Dos años después, el saldo de lo conseguido tras el boom de aquella crisis deja en entredicho tanto a los propios dirigentes como a la sociedad que entonces clamaba por acoger a los refugiados. Dos acuerdos nunca cumplidos y miles de personas a la espera.

A saber, la Comisión aprobó un acuerdo de reparto de personas refugiadas con los Estados Miembro, que a día de hoy prácticamente ningún país ha cumplido en su totalidad. También firmó un insólito acuerdo con Turquía en el que, a cambio de dinero contante y sonante- ese que decimos no tener para otras cosas-, el país se comprometía a recibir en su territorio a solicitantes de asilo y posteriormente gestionar su devolución a quién sabe dónde. Y cómo olvidar aquellas memorables declaraciones del Presidente del Consejo Europeo, Donald Tusk, en las que advertía a los refugiados de que ya no acudiesen a Europa buscando una vida mejor, ya que aquí no había más oportunidades para ellos.

Decía Hegel que la historia siempre se repite. La segunda vez, como mera farsa, añadió Marx. El panorama de la Europa contemporánea es buena muestra de ello. El rechazo a lo diferente, al otro por el mero hecho de ser OTRO, ya causó la mayor tragedia de la historia reciente. La violencia intrínseca del miedo a lo desconocido, del miedo a lo absurdo, está generando una oleada de xenofobia y resurgimiento de los nacionalismos patrios que creíamos haber erradicado hace décadas.

Una preocupante muestra de ello es que el perfil del electorado atraído por la extrema derecha ha cambiando notablemente. Por poner un ejemplo, los votantes de Marine Le Pen o Geert Wilders ya no son votantes de clase, provenientes de las capas más castigadas por la crisis o de tradicionales sectores temerosos del radicalismo de izquierda. Parte provienen ahora de los nichos del centro moderado, clases medias y altas ilustradas que de manera sorprendente han virado su voto a políticos de corte fascista.

Es preocupante, pero no nos engañemos; Le Pen puede representar la cara más visible de este fenómeno, pero lo cierto es que los efectos de esta involución ideológica ya se sienten entre nosotros. Porque, ¿alguien sabe cómo se ha gestionado el intercambio de seres humanos con Turquía? ¿Por qué no hablamos de que los países no cumplen sus obligaciones de integrar personas refugiadas en su territorio?

Y, por encima de todas las cosas, ¿acaso a alguien parece importarle ya?

Situándonos en el actual panorama: sabemos que algunos países incumplen sus obligaciones de reparto por pura desidia, como queriendo que alguien se olvide de que tienen que hacerlo. Y otros, un paso por delante, rechazan ya sin disimulo sus deberes. Es el ejemplo de Hungría, cuyo primer ministro, Viktor Orbán ha mostrado en todas y cada una de las ocasiones en las que ha podido su absoluta oposición a cumplir con el reparto de cuotas, quejándose de que la Unión Europea quiera crear una “Eurabia” dentro del continente europeo.

Tanto Orban como el Presidente Àder se aferran a su negativa de acatar las órdenes comunitarias, contra toda lealtad a las instituciones y contra cualquier resquicio de humanidad para con los refugiados. Por desgracia, Hungría no está sola en su motín contra el reparto; Polonia y la República Checa, entre otros, también han rechazado abiertamente la acogida y han criticado la política que la UE trata de imponer.

No es la primera vez que estos países muestran su descontento con las políticas migratorias de la UE. Pero su reiterada negativa a implantar las medias comunitarias sitúa a las instituciones ante una disyuntiva de gran trascendencia.

Algunos miembros llevan años desafiando la legalidad comunitaria con decisiones que rayan lo antidemocrático. La propia Hungría ya experimentó en sus carnes las sanciones comunitarias por adoptar medidas claramente antidemocráticas en el país, como la restricción de la libertad de prensa o sus indisimulados recortes al Estado de Derecho.

Las alertas también se dispararon con la deriva autoritaria del nuevo gobierno de Polonia, y sus reiterados intentos de prohibir cualquier resquicio de libertad de las mujeres, o el oscurantismo de sus prácticas parlamentarias.

Por no hablar de otros países, en los que el cumplimiento de los estándares más básicos de democracia y legalidad brilla por su ausencia, como en el caso de Rumania y Bulgaria, cuyos escasos índices de transparencia y legalidad ya suscitaron serias dudas allá por su incorporación en 2006.

Y es que cuando los propios miembros comunitarios incumplen reiteradamente sus obligaciones democráticas, ¿qué solución puede adoptar la Unión? ¿Meras sanciones? ¿La expulsión? La esencia misma del proyecto europeo lleva a rechazar directamente la idea de la expulsión. Una medida de ese calado acabaría además perjudicando en último término a la ciudadanía.

Pero lo cierto es que conviene reflexionar hasta qué punto resulta lógico mantener a determinados países en el ámbito comunitario cuando incumplen los estándares democráticos más esenciales. Si un Estado da muestras continuas de no ser ni querer ser democrático, ¿qué podemos hacer realmente?

Ante esta situación de riesgo, el nuevo Tratado de la Unión Europea ya habilitó un mecanismo de evaluación de incumplimientos de las obligaciones comunitarias, por el cual el Consejo pudiera actuar en caso de violación grave de los valores y principios comunitarios por parte de uno de los Estado Miembro.

Mediante él, Bruselas ya ha abierto un expediente sancionador contra Hungría y Polonia, y recientemente la Comisión planteó el uso de otros instrumentos de penalización, como recortes en la entrega de fondos.

Es un hecho que por esta vía los recursos destinados a los países incumplidores mermarían considerablemente, y con ello, no me cabe duda, su voluntad de rebelión. Pero me pregunto si el dinero es el instrumento más recomendable para doblegar la voluntad de los Estados Miembro en cuestiones morales.

El debate no debería girar en torno a los incentivos económicos. Resulta descorazonador intercambiar dinero por solidaridad. Basta con pensar en la situación de miles de personas que llevan ya años confinadas en centros de internamiento, o en descampados a las afueras de ciudades, sin saber cuál va a ser su destino.

La unión comunitaria es, o al menos intenta ser, el resultado de la integración de todas las culturas, idiomas y modelos de cada uno de sus países. La idea, al menos sobre el papel, es que la diversidad siempre suma. Mal vamos si permitimos que nuestros propios estados, que también han sido parte de esta integración, se nieguen ahora a acoger aquellas culturas con las que no comulgan.

La gran presunta es pues, ¿puede prevalecer la libertad de opinión y acción de un país en temas que inciden directamente en la defensa de los derechos humanos? En mi opinión, no. La base para que este modelo de convivencia tenga futuro es que todos sus integrantes tengan claro que el respeto por los derechos y las libertades de los demás es un principio ineludible e irrenunciable.

Por ello, es una buena noticia que, por fin, la Comisión haya tomado cartas en el asunto, puesto que de lo contrario no se entendería la permisividad frente a las políticas del país húngaro, mientras ponemos el grito en el cielo contra las acciones del presidente Trump.

Aunque nada de lo hecho hasta el momento creo que sea ya suficiente, cuando algunos medios han dejado de hacer noticia sobre la crisis humanitaria y los dirigentes ya no se sienten obligados a responder.

Hace poco ACNUR alertaba de las crueles artimañas de los barcos militares para evitar verse obligados a ayudar a los barcos de inmigrantes en altamar. Y lo peor es que la noticia apenas tuvo eco entre la ciudadanía. Poco parece ya importar que en estos momentos haya en Europa miles de seres humanos que sobreviven en condiciones miserables, separados de sus familias, sin futuro y en una situación de apatridia de facto que les condena a la invisibilidad.

Así sí, Europa ha entrado en bucle y la historia va camino de repetirse. Cuando ya la vida de los demás carece de interés, los países sólo cumplen con sus obligaciones por dinero, las televisiones rellenan las horas con fútbol y, tras seis años de crisis, apoyar a las personas refugiadas ya no está de moda. Hemos perdido todo atisbo de asombro frente a nuestra propia vileza y todo lo que nos pase será resultado de ello.

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