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La importancia del fútbol

Telecinco, líder de audiencia por tercer mes consecutivo

Gonzalo Gómez Montoro

La noche del pasado martes 29 de abril, coincidiendo con el transcurso del Real Madrid-Bayern de Múnich, me encontraba caminando a solas por una ciudad de calles desiertas, cuyos únicos signos de vida eran los televisores emitiendo el partido de fútbol que yo atisbaba a través de las ventanas, así como los bares atestados de gente mirando absorta una pantalla de plasma, y que cada cierto tiempo liberaba un alarido tan potente como una detonación.

Esta paralización de la actividad a causa de un partido de fútbol, este entusiasmo unánime por un mero evento deportivo, que debería ser excepcional en una sociedad supuestamente plural como la nuestra —y cuya variada oferta cultural se pregona a los cuatro vientos—, se ha ido convirtiendo sin embargo en algo cada vez más frecuente, y ya consideramos normal que un encuentro futbolístico congele la vida de todo un país como no podría hacerlo ningún otro acontecimiento.

La importancia excesiva que el fútbol tiene en la vida pública española viene de lejos, y se debe a una sobreexposición al espectáculo que no deja de aumentar desde hace décadas —cuando ya se utilizaba como narcótico, forjador de identidad nacional o válvula de escape de la represión—, hasta llegar a superar con creces, en la actualidad, los altos niveles alcanzados en la dictadura franquista.

En los últimos veinte o treinta años, el fútbol ha usurpado espacios antes ocupados por la cultura, el periodismo de investigación, el verdadero debate político, y otras manifestaciones que fomentan el pensamiento y los valores cívicos. La televisión y la radio públicas han contribuido significativamente en este proceso de infantilización social, de cuyos riesgos ya avisó el filósofo Ortega y Gasset y, más recientemente, el escritor Mario Vargas Llosa.

La fanatización de los aficionados ha ido, asimismo, creciendo en paralelo, y aquellas franjas de la sociedad hasta entonces situadas al margen del deporte rey han sido abducidas por esta versión moderna del “pan y circo”. El fútbol, como la muerte en el verso de Virgilio, ha llegado a la choza de los pobres y al palacio de los ricos. Las diferencias ideológicas han desaparecido igualmente en este proceso alienante, y muchos intelectuales —algunos intentan justificar en el fútbol una belleza estética de dudosa legitimidad—, en lugar de combatir el embrutecimiento colectivo, han cedido ante su poder hipnótico. Pero quizá no haya nada tan representativo de este cambio sociológico como el experimentado por la mujer, la cual ha asimilado el universo futbolístico con la furia propia del converso.

Nunca en la historia de España se ha televisado tanto fútbol ni este ha ocupado tanto espacio en los medios, por consiguiente, el negocio de su explotación nunca ha generado tantos ingresos como hoy. No deja de sorprender que los equipos muestren su condición de empresas multinacionales, que los jugadores cambien de conjunto según les convenga, como simples chaqueteros, y, aun así, los seguidores continúen defendiendo con apasionamiento una camiseta. Fríamente observados, los triunfos de un club no deberían alegrar más que los buenos resultados en bolsa de una empresa del Ibex 35.

El absurdo de la situación ha llegado al paroxismo en esta época de crisis económica. El fútbol profesional participa de la podredumbre que corroe todos los estratos de la sociedad española. Los sueldos desproporcionados, la evasión fiscal, las deudas privadas de los clubes pagadas con dinero público, o la indiferencia ante la pobreza generalizada son escándalos que el aficionado en paro, precarizado y desahuciado, acepta mientras celebra la victoria o maldice la derrota de su equipo. El fútbol, a diferencia de lo ocurrido con la clase financiera, política, sindical o eclesiástica, ha conseguido escapar del desapego ciudadano, e incluso ha resultado fortalecido y reivindicado como elemento de evasión.

Precisamente esta visión del fútbol como vía de escape, bendecida por no pocos sectores del país, es la que debemos refutar los ciudadanos desde una perspectiva responsable. Una sociedad adulta en situación de emergencia no puede seguir recurriendo al espectáculo como forma de olvidar sus problemas, igual que un niño se oculta bajo la manta para no ver al fantasma. La enorme cantidad de tiempo y esfuerzo malgastada en el fútbol debería emplearse en buscar soluciones a nuestras dificultades. El día que eso se hiciera quizá comenzaríamos a superarlas.

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