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'Del natural ': un homenaje a la relación del artista con la naturaleza

Martí Domínguez.

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A la naturaleza se le atribuye lo esencial, lo primario, lo normal, aquello que obedece a leyes no escritas de forma constante, algo contra lo que no se puede luchar porque siempre se impone. Si pensamos en la naturaleza pensamos en imágenes bucólicas, en instinto de supervivencia, en principios y en finales. Pensamos en lo bello de un paisaje floral o en lo desolador de un incendio; en lo asombroso de la creación de la vida o en la capacidad destructiva de un tsunami.

“En la naturaleza no hay contradicciones”, dice el escritor Martí Domínguez, haciendo suya la cita de Vauvenargues, en la primera frase de su último libro, pero sí las hay en las miradas que durante los siglos han buscado analizarla. El ser humano ha tratado de interpretar la naturaleza desde múltiples perspectivas: la mirada religiosa, la científica, la filosófica o la artística han arrojado distintas miradas, a menudo idealizadas o enfrentadas entre sí. El escritor valenciano se centra en esta última en su ensayo Del Natural (Edicions 62), galardonado con el III Premi Bones Lletres d'Assaig Humanístic, un libro que define como un homenaje a la relación del artista con la naturaleza.

El ensayo, la segunda obra premiada del escritor, surca escenarios desde el descubrimiento de Giotto por su mentor hasta las pinturas de Gaugin, de los hombres de Goya al narciso de Lavinia Fontana. “No pretende ser un recorrido ortodoxo por las diferentes escuelas pictóricas, sino exponer algunos ejemplos elocuentes de como la naturaleza ha estado presente en la pintura, y como esta relación, en general, ha variado en función de las circunstancias culturales de su tiempo”, dice el autor en el prólogo.

El concepto de naturaleza incorpora el humano, con apuntes sobre el cuerpo, la sexualidad y los tabús, además de sus interpretaciones en la tradición religiosa. Aborda la vida, los paisajes y la relación con las personas. “En la pintura hay un lenguaje interno, cargado de símbolos y referencias ocultas, que a menudo pasa desapercibido al espectador (...) que a menudo dotan [a la obra] de una vida y un interés insospechado”, señala Domínguez.

El libro arranca con el descubrimiento de Giotto por su maestro Giovanni Cimabue, un hecho que, según narra el historiador Giorgio Vasari, se debe a la fascinación de Cimabue por la forma en la que copiaba al natural uno de sus corderos. “La pintura era más bien «cosa mentale», un ejercicio de erudición y de oficio artístico que se realizaba en la penumbra de los talleres y que poco tenía que ver con la cotidianidad”, apunta el autor. No se buscaba la representación de algo, sino de la idea de ese algo, que la imagen trascendiera el trazo; hacer lo sobrenatural, lo místico, identificable.

La anécdota sirve para manifestar cómo a partir del trecento algo cambia en la forma de hacer arte, en la práctica artística y artesana, que precede a un periodo de inconmesurable producción de obras. La forma de pintar madonas del arte bizantino, influyente en la primera etapa del Renacimiento, es de cuerpos hieráticos y ausentes, una forma de hacerlos inaccesibles, marcar la distancia entre lo humano y lo divino. Hay un abismo entre esas pinturas y las que se elaborarían en Florencia doscientos años más tarde: voluminosas, cercanas, humanas. “La distancia entre una de estas madonas de Cimabue o de su precedente Berlinghiero y una de Filippo Lippi o Botticelli es casi antropológica: es cómo si pertenecieron a dos especies biológicas diferentes”, apunta Domínguez. También es persistente el uso de los iconos, de las representaciones de escenas tradicionales cristianas con los mismos símbolos, una suerte de fórmula para aportar veracidad a la historia que se repite siglo tras siglo, de sellar con acta notarial un elemento. Hasta que llega Giotto, y copia el cordero, y lo hace real, lo aterriza. Lo dibuja al natural.

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