Don Ramón, vamos a llamarlo así, era el médico con el que mi familia tenía una iguala antes de que existiera lo que hoy se denomina asistencia primaria. Hasta bien entrada la adolescencia iba regularmente a su consulta para que me tratara las hipocondrías y algún que otro problemilla puntual con fundamento. Recuerdo la gran orla universitaria que estaba colgada en su sala de espera. Me pasé horas mirándola mientras me llegaba el turno. Allí estaban todos los de su promoción aglutinados por un aparatoso memento mori, un esqueleto de cuerpo entero que te venía a decir: «Esto es lo que hay». En el criterio realista de don Ramón ponía medio pueblo sus esperanzas cuando fallaban las jaculatorias a santa Rita. Es difícil describir mi estupor cuando, años más tarde, me enteré de que aquel médico padecía un cáncer incurable y había empezado a acudir a la consulta de un conocido curandero.
Mucha gente vota a los curanderos de la política no necesariamente por ignorancia. Hay quien lo achaca alegremente a la falta de entendederas y se niega a ver el trasfondo del asunto: la incertidumbre en lo económico, en lo político y en lo laboral; la ausencia de perspectivas y de asideros; el agobio y la irritación producidos por un exceso de estímulos que no se concretan en nada, que se desvanecen en el aire, lo enrarecen y lo vuelven irrespirable; el deterioro mismo de aquella sanidad que vino a sustituir a los esforzados médicos de pueblo como don Ramón —algo que durante tanto tiempo consideramos nuestro mayor éxito colectivo—; una burocracia cada vez más ciega, equívocamente tutelar y desprovista de empatía; la falta de objetivos, que se une a la progresiva pérdida de sentido de una civilización que parece haber llegado al límite de sus posibilidades y empieza a desintegrarse…
Frente a todo eso se levanta, únicamente, un ideario confuso y pretendidamente transformador, al menos en lo social, que apenas consigue arañar la superficie granítica del establishment. A la vista está que el poder sigue donde ha estado siempre y no tiene intención de mudarse. Unos y otros, con la sospechosa ayuda de los medios de comunicación, han convertido ese ideario en el eje de todas las polémicas. Se ha conseguido así crear la ilusión de que el discurso dominante lo hacen aquellos que no dominan nada, algo que comienza a ser demasiado evidente. Así las cosas, a nadie debería extrañar que algunos se pasen al bando de la abstención o comiencen a prestar oídos a los que parecen preocuparse de todo lo que ese discurso pasa por alto. Y no parece muy lúcido ni muy eficaz vituperar la inteligencia de quienes lo hacen, limitarse a llamarlos irresponsables o fachas y no afrontar el hecho de que la política efectiva, aquí y ahora, no les abre ninguna puerta al futuro y sí muchas que dan a un descampado. Posiblemente es por eso que unos ni se molestan ya en abrirlas y otros franquean las que les abren unos oportunistas para ver qué pasa, por ver si pasa algo.
Como hizo mi buen médico, aquel bastión de la racionalidad, que, ante las certezas de la ciencia que le llevaban directamente a la nada, se dejó caer en brazos de lo improbable, el único sitio donde parecía chispear alguna esperanza. Naturalmente, murió. Igual que los que se tragan falsos discursos prometedores acabarán siendo devorados por los demagogos que los hacen. Un banquete macabro que durará hasta que la historia dé otra vuelta completa y volvamos al punto de partida. Seguro que ese futuro será prometedor, estará lleno de expectativas. La lástima es que, por esperanzador que sea, no podrá borrar el triunfo de la sinrazón en el pasado. Tanto el que estamos viviendo ahora mismo como el que nos ha traído hasta aquí.
No sabemos muy bien adónde vamos, nunca lo hemos sabido, aunque a veces hemos creído que sí. Pero hasta aquí hemos llegado y desde aquí partimos cada día para intentar llegar a algún otro sitio, procurando no perder la memoria y utilizando el sentido crítico a modo de brújula. La historia —es decir, los que se apropien de ella— ya dirá la suya, pero mientras tanto nos negamos a cerrar los ojos y a dejar de usar la palabra para decir la nuestra. En legítima defensa.
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No sabem ben bé a on anem, mai no ho hem sabut, encara que de vegades hem cregut que sí. Però fins ací hem arribat i des d’ací partim cada dia per a intentar arribar a algun altre lloc, procurant no perdre la memòria i utilitzant el sentit crític a tall de brúixola. La història —és a dir, els que se n’apropiaran—ja dirà la seua, però mentrestant ens neguem a tancar els ulls i a deixar de fer servir la paraula per a dir la nostra. En legítima defensa.
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