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Sobre este blog

No sabemos muy bien adónde vamos, nunca lo hemos sabido, aunque a veces hemos creído que sí. Pero hasta aquí hemos llegado y desde aquí partimos cada día para intentar llegar a algún otro sitio, procurando no perder la memoria y utilizando el sentido crítico a modo de brújula. La historia —es decir, los que se apropien de ella— ya dirá la suya, pero mientras tanto nos negamos a cerrar los ojos y a dejar de usar la palabra para decir la nuestra. En legítima defensa.

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No sabem ben bé a on anem, mai no ho hem sabut, encara que de vegades hem cregut que sí. Però fins ací hem arribat i des d’ací partim cada dia per a intentar arribar a algun altre lloc, procurant no perdre la memòria i utilitzant el sentit crític a tall de brúixola. La història —és a dir, els que se n’apropiaran—ja dirà la seua, però mentrestant ens neguem a tancar els ulls i a deixar de fer servir la paraula per a dir la nostra. En legítima defensa.

Una copa en el Overlook

The Shining (Stanley Kubrick, 1980).

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Como el bloqueado y ocioso Jack Torrance, hay días en que me voy a la sala de baile del hotel Overlook a pegar la hebra con mis fantasmas, a quienes, por razones obvias, les da todo igual y suelen tener la lengua más suelta que yo. Allí me encuentro con frecuencia a uno con ganas de discutir, al que parece que le joda que la gente congenie. Cuando ve que hay consenso en algo, se pone hecho un basilisco, se aleja de todo lo que le resulta familiar y se interna en territorio enemigo, en territorio desconocido al menos, dispuesto a dar y recibir unas cuantas bofetadas. Dialécticas, se entiende. Luego vuelve reconfortado, en paz consigo mismo, como aquellos tipos duros de las películas de John Ford que para desfogarse se enzarzaban en una tumultuosa pelea de la que salían con un ojo a la funerala, pero encantados de la vida y con un par de nuevas amistades.

Se justifica arguyendo que ha desarrollado una aversión incontenible al apriorismo y a la contemporización. Los afines le aburren soberanamente. La endogamia intelectual, asegura, mata el espíritu, y cuando siente que va a caer en ella le entra una ansiedad irrefrenable. Dice que en los últimos tiempos todos nos hemos ido replegando más y más a nuestra zona de confort, esa en la que uno se siente seguro, y así se han ido creando enjambres de individuos análogos, o que pretenden serlo, incapaces de lidiar con el disenso y la diferencia. Esta última la aceptan, o eso dicen, pero de una forma pasiva, por principio, sin tratar de entenderla, lo que, según él, no es aceptar nada, tan solo es condescendencia. Dice que ya nadie discute, que conversar se está volviendo algo puramente formal, aparente, un intercambio de silogismos que empiezan con premisas reveladas y acaban mordiéndose la cola.

Y eso, según él, nos va convirtiendo poco a poco en unos mentecatos. Cuando algo no nos gusta, dice, hacemos aspavientos, nos instalamos en la indignación y la prolongamos todo lo que podemos sin atrevernos a dar el paso siguiente, que sería el de definir bien lo que nos indigna, analizarlo sin prejuicios y, si acaso, combatirlo dialécticamente. Lo ignoramos, nos desentendemos y con eso creemos haberlo vencido. Esa práctica repugnante —es él quien lo dice— se ha generalizado y conduce a la estulticia universal, como lo prueba el hecho de que ahora mismo ya se lleva indignarse con los indignados. Echa de menos la melé, el olor promiscuo de la discrepancia, del diálogo a calzón quitado y, sobre todo, el estimulante malestar de la duda. Dice que sobran convicciones y faltan incertidumbres, que sobran opiniones y faltan argumentos, y que intentando blindar nuestras posiciones de ese modo, nos volvemos cada vez más débiles, más ineficaces, más vulnerables, más manipulables, más tontos, más cobardes… Ahí se pone francamente faltón.

Entre trago y trago, me insiste en que hay que rechazar todo lo que entra con sospechosa suavidad y de manera placentera a través de nuestros esfínteres mentales. Está convencido de que hay que recelar de los entusiasmos colectivos, ponerse alerta ante ellos, no adherirse a ninguna causa sin haberla considerado debidamente —prevención que depende sobre todo de nuestra capacidad de discernimiento y no tanto del tiempo que le dedicamos—, huir de las modas y dejar pasar un tiempo prudencial antes de leer tal libro o a ver tal película, hasta que puedas juzgar si valen la pena tanto como dicen. Así es como ha llegado hasta hoy sin ver todavía Avatar, Ágora, Cuéntame o Juego de Tronos. Al menos eso dice, y he de reconocer que no le noto ninguna tara, parece estar en sus cabales y ser inofensivo. Así que me acabo tranquilamente la copa con él, me muestro de vez en cuando en desacuerdo, que es lo que espera de mí, dejo que se desahogue y vuelvo al papel en blanco, a ver qué se me ocurre mientras Wendy acaba de preparar la cena.

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No sabemos muy bien adónde vamos, nunca lo hemos sabido, aunque a veces hemos creído que sí. Pero hasta aquí hemos llegado y desde aquí partimos cada día para intentar llegar a algún otro sitio, procurando no perder la memoria y utilizando el sentido crítico a modo de brújula. La historia —es decir, los que se apropien de ella— ya dirá la suya, pero mientras tanto nos negamos a cerrar los ojos y a dejar de usar la palabra para decir la nuestra. En legítima defensa.

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No sabem ben bé a on anem, mai no ho hem sabut, encara que de vegades hem cregut que sí. Però fins ací hem arribat i des d’ací partim cada dia per a intentar arribar a algun altre lloc, procurant no perdre la memòria i utilitzant el sentit crític a tall de brúixola. La història —és a dir, els que se n’apropiaran—ja dirà la seua, però mentrestant ens neguem a tancar els ulls i a deixar de fer servir la paraula per a dir la nostra. En legítima defensa.

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