Aunque se produce y se consume sin tasa, existe ahora mismo un cierto acuerdo intergeneracional en considerar que el cine, en términos generales, es cada vez peor. El cine o más bien la experiencia cinematográfica, porque puede que el problema no radique exactamente, o no solo, en las películas. Un par de ellas, Oppenheimer de Christopher Nolan y Barbie de Greta Gerwig, campaña de marketing mediante, han sido celebradas hace poco por una gran masa de espectadores. Según unos, porque son dos obras excepcionales. Según otros, porque la industria del entretenimiento es capaz de inhibir la actividad cerebral de medio planeta —así como el escrúpulo moral de muchos críticos reputados— empaquetando con el mismo cordel una maniquea empanada que banaliza uno de los momentos más siniestros de la historia y una fábula sin pies ni cabeza en la que, más que cobrar vida unos muñecos estúpidos, los personajes supuestamente reales se convierten en muñecos sin seso. La masiva acogida de estos dos éxitos prefabricados demuestra que el viejo mecanismo en el que se basa el aserto de que se nos da lo que queremos —versión piadosa de aquel otro que dice que nos tragamos lo que nos echan— ha mejorado notablemente su eficacia. Esta crece a medida que el mundo deja de ser tangible y nos acercamos, si no estamos ya ahí, a ese futuro distópico del cual habla Byung-Chul Han en No-cosas, un futuro en el que desaparecerá por completo la brecha entre el mundo real y el imaginado. Ha terminado la era en que, como decía el guionista y director Ettore Scola, el cine era como un pequeño faro que iluminaba las cosas de la vida. Esa luz parece haberse apagado.
Sea como fuere, el del cine es uno de los pocos temas de conversación en los que ahora mismo puedes deslizar la idea de que cualquier tiempo pasado fue mejor sin que te escupan en la cara. El repudio está llegando a ser notorio en algunos círculos. Las razones no son las mismas por parte de unos que de otros, pero en general escandaliza las naderías que se cuentan utilizando presupuestos muchas veces obscenos, y repugna el uso abusivo de los efectos especiales y la artificiosidad de las imágenes que se nos sirven. Se nos da gato por liebre, y eso todavía remueve cierta necesidad de contacto con la realidad. Pero es una necesidad que irá desapareciendo, y no por el hecho de que los trucos mejoren. Antes eran peores y nos daba igual. Desaparecerá porque el cine hace tiempo que dejó de ser fotografía en movimiento. Ahora crea mundos virtuales desde cero y poco a poco dejaremos de echar en falta los materiales de los que están hechas nuestras vivencias. Sucederá a medida que estas se virtualicen y se vuelvan exclusivamente personales. Hubo un tiempo en que el cine era algo que requería ser consumido en grupo, un ritual colectivo de una fisicidad rotunda. Todos recordábamos la película —ahora las olvidamos con una facilidad pasmosa— y también dónde la habíamos visto, cuándo y con quién. Era un banquete grupal y todos salíamos del cine —del local y de la experiencia— digiriendo lo mismo. Y a veces, dependiendo de lo consumido, la digestión duraba mucho. Teníamos la sensación de que aquellas historias, que no escondían su mentira, estaban infiltradas por una cierta verdad, como el buen jamón lo está por la grasa, y sus nutrientes pasaban a formar parte de un cuerpo común.
Eso ha cambiado drásticamente. Ver cine —lo que se ha seguido llamando así— se ha convertido en una experiencia solitaria. Tribal, como mucho. Antes nos juntábamos en el cine sabiendo que íbamos a ver representado un nosotros heterogéneo. Hoy cada uno ve las películas enclaustrado, aislado, privado de esa experiencia participativa. No nos congregamos para verlas, son otros los que nos agrupan para que las veamos, y no en la sala de cine, sino en un clúster estadístico. Formamos parte de conjuntos rigurosamente homogéneos, pero sin tener conciencia de ello, conectados si acaso, de una manera superficial y engañosa, a través de unas redes que son más de caladero de pesca que de relaciones sociales. La antigua función socializadora del cine resistió incluso la llegada de la televisión, que en sus primeros años tenía solo uno o dos canales y cuya programación se ajustaba al horario laboral de la mayoría. Todos veíamos lo mismo, y al día siguiente teníamos algo en común que compartir y sobre lo que opinar, el país se convertía en un inmenso cineclub. La emisión de ciertas películas era un acontecimiento colectivo. Se televisaban solo tres o cuatro a la semana, que eran forzosamente antiguas porque su recorrido en las salas de reestreno era muy largo. Solo por eso la televisión, tan condenable por otras razones, cumplía una impagable función cultural, gracias a ella el presente convivía con el pasado, lo ensanchaba, lo enriquecía. Hasta que se encogieron las ventanas de exhibición y todo empezó a menguar y a acelerarse dentro de una simultaneidad sofocante.
Los cines eran puertas en el espacio-tiempo que se quedaban instaladas en la memoria. Se atesoraban visionados como quien atesora valiosos hitos biográficos. Perderse una película era perder la oportunidad de vivir una experiencia irrepetible, a menudo para siempre, porque se volvía inaccesible. Importaba poco lo buena o mala que realmente fuera. Lo importante era la huella que había dejado en ti y las vivencias a las que había quedado anclada. De un tiempo a esta parte hay cineastas que se han ocupado del asunto y se han volcado sin pudor en la nostalgia por el cine, desde la perspectiva de los que lo hacen, pero sobre todo desde la del espectador. Valgan como ejemplos algo antiguos La última película (1971) y Nickelodeon (1976), de Peter Bogdanovich, La rosa púrpura del Cairo (1985) de Woody Allen, Cinema Paradiso(1988) de Giuseppe Tornatore, o Splendor (1989) de Ettore Scola. Los últimos en hacerlo han sido Sam Mendes con Empire of light, Damien Chazelle con Babylon y Steven Spielberg con Los Fabelman, las tres, significativamente, de 2022. Todas esas obras, y otras similares, dan a entender, con mayor o menor acierto, que el cine se nutre de la vida y a la vez la enriquece. O debería hacerlo. Quien más quien menos conoce ese estado de gracia, esa feliz ingravidez que algunas películas nos hacen, o más bien nos hacían sentir al salir de la sala. Y quien no conozca esa plenitud no puede decir que haya ido al cine, no puede afirmar que haya visto nunca una película, sino otra cosa. Seguramente, eso que ahora fabrican mayormente a golpe de CGI (Computer Generated Imagery) y te dan con cucharita mientras estás sentado en tu salón.
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