Quizá los que ahora están en la veintena no lo entiendan, pero algunos de los que venimos de más atrás estamos todavía tratando de digerir el triunfo de los llamados teléfonos inteligentes. Ya cuando los móviles eran simples teléfonos sin cable, los más espabilados huían de semejante artefacto porque rompía el pacto tácito que había respecto a algo por entonces sagrado llamado privacidad, y, específicamente, el derecho de cualquier individuo a hacer lo que le saliera de las gónadas cuando accedía a aquello que llamábamos «tiempo libre» según los convenios laborales, «salgo a tomar el aire» según los códigos familiares, o, a modo de chiste sin gracia, «libertad condicional». Solo los más incautos, los más pijos, o los que tenían asalariados a su cargo y se habían percatado del provecho que le podían sacar, alardeaban de poseer uno de aquellos trastos y contribuían a diseminarlos.
A día de hoy, cada uno de nosotros lleva en el bolsillo un tocapelotas que se hace pasar por amigo y no lo es, es un soplón que nos ha jodido la vida tanto o más como algunos dicen que nos la facilita. No abundaré en los perversos efectos que atentan contra la autonomía individual, reconocidos, aunque sin escándalo, incluso por los más jóvenes, los que antes venían con un pan bajo el brazo y ahora vienen con un móvil metidito en el pañal y son amamantados con las ondas del wifi. Porque lo más grave no es eso, no es que nos haya robado la libertad, tan preciada, por más condicional que fuera, es que ha causado un destrozo irreparable en la fibra social, ha roto su músculo y lo ha dejado como un steak tartare.
Los teléfonos móviles han trinchado la realidad con su invisible malla cortante, la han convertido en un puzle demencial. Mientras escribo esto, la mujer que, como yo, está de acompañante en una habitación de hospital, recibe y envía un mensaje tras otro y habla y habla junto a la persona yacente, ajena a ella, a mí, a la enfermera que acaba de entrar para tomar las constantes a los enfermos y a lo que dice la televisión, que esa es otra. El hospital, en estos momentos, no es un hospital, es la inmobiliaria con la que —según te enteras sin poder evitarlo— tiene esa mujer un trato pendiente de cerrar, es la playa donde ahora mismo están sus parientes pasándoselo pipa, es la salita de estar de su amiga, con la que intercambia confidencias al tiempo que las hace públicas. Ella está allí, en todos esos sitios, aunque la veas todo el tiempo aquí, sentada en la pequeña silla hospitalaria. En media hora ha interactuado con cinco o seis personas y ninguna de ellas está a su lado.
Sales al pasillo y ves como todos los que deambulan por él hacen igual. Sales a la calle y lo mismo. Todos mirando hacia abajo. ¿Qué ven, qué leen, qué oyen? No se sabe, pero desde luego no están donde parece. Los ves andar con una cierta precaución por el miedo instintivo a pisar una mierda de perro, pero ahí acaba su percepción del entorno. Tan solo se ven cabezas gachas, una posición que tiene inequívocas connotaciones de acatamiento. Están acatando la realidad, que está ya toda embutida en ese cacharro, no a nuestro alrededor. La posibilidad, la obligación, más bien, de estar en todas partes nos priva de estar en ninguna. Nos hemos vuelto ubicuos, pero estamos desubicados. Los teléfonos se meten como un insidioso parásito en cualquier lugar, el que sea, y lo desmantelan en un instante, nos arrancan de él, lo invisibilizan. Ya no estamos donde creemos estar. Ya no estamos donde seguramente deberíamos estar. Estamos allí donde el teléfono móvil, nuestro destino de bolsillo, nos lleva.
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