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CV Opinión cintillo

El PP, Vox y el autoritarismo endémico

Carlos Mazón, con Vicente Barrera y Carlos Flores, el día que el PP y Vox llegaron a un acuerdo en València.

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En una versión que Donald Trump ha exportado desde Estados Unidos al mundo, el neofascismo se presenta beligerante contra la “izquierda globalista” (como si no fuera globalista el neoliberalismo que tanto inspira a las derechas en materia económica), practica un extremo nacionalismo identitario (la patria primero), promueve un agresivo antiabortismo (a costa de la libertad de las mujeres) y rechaza a los inmigrantes (en una expresión de su racismo visceral). Encaja en aquella descripción que hizo Umberto Eco del fascismo moderno, cuando lo caracterizó como un “totalitarismo confuso”, cuya acción se basa en el culto a la tradición, el miedo a la diferencia, el populismo y el machismo.

De la mano del PP llegan a las instituciones locales y autonómicas, en un ambiente de excitación partidista, los admiradores de Trump, de Giorgia Meloni, de Víktor Orbán y de Marine Le Pen, con la expectativa de alcanzar también dentro de un mes, tras las elecciones generales, el acceso al Gobierno de España. La derecha española ha puesto fácil la ocupación de las instituciones a los ultras allí donde los necesita para llegar al poder, y lo ha hecho sin ningún recelo a la hora de recoger por escrito en sus pactos la “nebulosa de instintos oscuros”, como la denominaría Eco, de la nueva ola fascista. Solo hay que leer las 50 medidas del documento firmado en València. El neofranquismo, que es la forma concreta que este movimiento político en auge en Europa adquiere en España, se ha asimilado sin mayor conflicto en los acuerdos para gobernar ayuntamientos y comunidades y han empezado a elegirse candidatos de Vox para presidir parlamentos autonómicos (este lunes toca en las Corts Valencianes), personajes a cual más extremista, más negacionista o más reaccionario... Hasta que la dirigente del PP en Extremadura, en un reflejo imprevisto, ha hecho saltar en pedazos la impresionante inercia en la que se había embarcado la gente de Alberto Núñez Feijóo sin que los poderes mediáticos que le prestan apoyo incondicional, ni dirigente alguno de la formación conservadora, hubieran mostrado la menor preocupación por la involución democrática que todo esto representa.

En efecto, María Guardiola ha hecho en Extremadura, y veremos cuánto recorrido acaba teniendo su “rebelión”, al romper la baraja y proclamar que “no se puede tragar con todo”, exactamente lo contrario que Carlos Mazón en la Comunidad Valenciana, donde encarriló sin despeinarse un gobierno fundado en un acuerdo inspirado por ese autoritarismo endémico que la evolución democrática parecía haber arrinconado en España, no sin esfuerzo, desde los tiempos de la transición. Un autoritarismo que se ceba, como todos los fascismos, con los grupos más indefensos: las mujeres que sufren la violencia machista, los homosexuales, las lesbianas, las personas trans, los inmigrantes, los familiares de asesinados por el régimen dictatorial de Franco, los usuarios urbanos de la bicicleta, las gentes comprometidas en la lucha contra el cambio climático y, por supuesto, los disidentes... Ya sabíamos que también se ceba con las minorías que aspiran a una normalidad en el uso de su lengua propia y en el desarrollo de su cultura. Los valencianos tenemos experiencia en el discurso de odio hacia ese tipo de diversidad, plasmado en el más intolerante anticatalanismo. Pero venía camuflado bajo un ropaje autonomista que el PP llevó a extremos tan curiosos como la introducción del término “nacionalidad histórica” para referirse a la Comunitat Valenciana en el Estatut d'Autonomía bajo la presidencia de Francisco Camps, con mayoría absoluta de la derecha en las Corts Valencianes.

El marco ideológico en el que ha inscrito Carlos Mazón su pacto con la extrema derecha para ser investido presidente de la Generalitat Valenciana implica un retroceso inquietante. Con un vicepresidente abiertamente neofranquista como el extorero Vicente Barrera, el retorno de la derecha al poder en las instituciones valencianas tiene un aire de revanchismo frente a ocho años de políticas del progresista Pacto del Botánico presidido por Ximo Puig, en los que, entre otras cosas en absoluto intrascendentes, la corrupción ha dejado de ser el estigma reputacional de una sociedad que el PP dejó enfangada con todo tipo de escándalos. Alegan a modo de excusa los dirigentes del PP valenciano que el pacto con Vox es “lo que han querido los ciudadanos con su voto”. Como si el potencial retroceso en libertades y derechos costosamente conseguidos y las “pulsiones insondables” frente a la igualdad, la ciencia, la memoria histórica y la transición ecológica pudieran plantearse en términos tan irresponsables. El experimento pinta mal para la convivencia.

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