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CV Opinión cintillo

Por qué lo que sufren Pablo Iglesias e Irene Montero no es un escrache sino algo peor

Irene Montero observa desde su escaño a Pablo Iglesias en el Congreso.

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Los escraches son polémicos y nada recomendables como acciones de denuncia ciudadana contra figuras del ámbito público llevadas a cabo ante sus domicilios particulares o en lugares con los que se las identifica. Mantener las discrepancias y las reivindicaciones en la esfera pública y preservar el ámbito personal es fundamental, entre otras cosas porque una conquista importante de la modernidad es la libertad individual que la vida urbana garantiza a los ciudadanos gracias al anonimato y la privacidad. Pero lo que sufren Pablo Iglesias e Irene Montero y su familia es otra cosa mucho más alarmante y siniestra.

En 2017, cuando elementos de la extrema derecha se plantaron de noche, megáfono en mano, con caretas, banderas españolas y pancartas, a la puerta del domicilio de la vicepresidenta valenciana Mónica Oltra, ya lo expliqué. Hacía pocos días que los ultras habían agredido a participantes en una manifestación del Día del País Valenciano, y aseguré entonces que lo que había sufrido la dirigente de Compromís no era un escrache sino algo peor. Porque no había tenido a la puerta de su casa la protesta de un colectivo indignado por alguna decisión de su Gobierno, sino a una turba enmascarada que no protestaba por nada concreto sino que la señalaba y amenazaba en nombre de la “unidad de España” por ser lo que es, mujer, demócrata, de izquierdas y valencianista.

Que elementos de la extrema derecha lleven meses insultando de forma organizada a Iglesias y Montero ante su casa, y este mes de agosto también les amenacen en un retiro de vacaciones que se han visto en el trance de abandonar por su seguridad, nada tiene que ver con los escraches. No hay protesta específica alguna o manifestación de discrepancia legítima en ese acoso permanente. Se trata de una persecución, de una cacería, por ser lo que son, por ser de izquierdas, por formar parte de un Gobierno que sus acosadores detestan, por representar a un sector del país, por existir. Si no es una manifestación de odio ideológico, ya me explicarán qué es.

Y resulta de lo más escandalosa la actitud condescendiente, cuando no justificativa, de buena parte de la clase política y los medios de comunicación ante una práctica que dura ya muchos meses. Como en su día justificaron los escraches de la PAH contra los desahucios y ciertas acciones estudiantiles de boicot en la universidad, el vicepresidente y la ministra no se pueden quejar, vienen a sostener incluso algunos sectores de la opinión pública cuyo supuesto celo en la defensa de las libertades individuales se ha convertido, para este episodio en concreto, en miserable parsimonia o culpable pasividad.

Escribí en 2017 y reitero aquí que nada puede ser peor que “normalizar” las partidas de caza de la extrema derecha contra los demócratas como un escrache, por polémica que resulte esa forma de protesta. El fascismo está aquí y es vital no confundir a quienes defienden más o menos acertadamente un punto de vista con los totalitarios que quieren acabar con los “otros”, que quieren callarlos a cualquier precio, sean estos negros, judíos, “moros”, rojos, “maricones”, feministas, catalanistas, comunistas o de Podemos.

Hace solo tres años, y parece más tiempo, que aquel grito de “¡A por ellos!” levantó en pie al extremismo nacionalista español como reacción a la muy desafortunada operación de ruptura del independentismo en Catalunya. Del armario de la historia se rescataron consignas que olían a falangismo, a prepotencia autoritaria, a franquismo, y las asumió la derecha parlamentaria y una parte de la izquierda como expresiones legítimas, o comprensibles, del malestar de la sociedad. Los valencianos sabemos muy bien cómo funciona eso porque vivimos en una larga y polémica Transición la agresividad callejera y mediática de una ultraderecha cuyo fundamento movilizador era la supuesta existencia entre nosotros de “traidores” a las señas de identidad.

Hace solo tres años, la entrada de la extrema derecha en el Congreso y en los parlamentos autonómicos, en los ayuntamientos y diputaciones, era solo una preocupante posibilidad. Hoy es una lamentable realidad. Se ha “institucionalizado” con ello mucha de la parafernalia ideológica de rechazo y exclusión de los ultras, convertidos de la noche a la mañana en su encarnación neofranquista en agentes potencialmente válidos para ciertas versiones de la gobernabilidad. Aunque no hubiese ocurrido, pero así con más razón para no dar más pasos atrás, cabría esperar contra el fascismo una respuesta democrática menos vergonzosa y sectaria, de más talla moral, en quienes se proclaman guardianes de la libertad.

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