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Sobre este blog

Contrapoder es una iniciativa que agrupa activistas, juristas críticos y especialistas de varias disciplinas comprometidos con los derechos humanos y la democracia radical. Escriben Gonzalo Boye (editor), Isabel Elbal y Sebastián Martín entre otros.

Justicia con mayúsculas

Gonzalo Boye Tuset

Los nombres de Gonzáles Lluy, Velásquez Paiz, Ruano Torres o Maldonado Vargas y otros muchos más seguramente no nos dirán nada. Sin embargo, se trata de víctimas de brutales violaciones de derechos humanos cuyos casos ha revisado la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) en su 52 periodo extraordinario de sesiones celebrado la semana pasada en Cartagena de Indias. Un ejemplo de organización pero, sobre todo, de Justicia de aquella que se escribe con mayúsculas. Y lo digo antes de que se conozcan las correspondientes sentencias.

El funcionamiento de las vistas orales de la CIDH no deja de ser una demostración de que cuando se quiere la Justicia actúa como tal. Participar de tales actos procesales es siempre una experiencia enriquecedora porque se trata de Derecho en estado puro; el respeto hacia las partes en litigio, hacia las víctimas, hacia los testigos y peritos y hacia lo que son los derechos humanos me ha llenado de nuevas y renovadas energías para seguir pensando que una Justicia mejor es posible.

Cada vista comienza con la dación de cuenta por parte del secretario de la CIDH -en este caso, el chileno Pablo Saavedra- y luego la práctica de la prueba que se haya admitido para la ocasión, tanto testifical como pericial. Como no puede ser de otra forma, primero interroga quien ha propuesto dicha prueba, luego la parte contraria y, finalmente, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, que es quien propone a la Corte los casos a enjuiciar, actuando así como una suerte de cámara de admisión con capacidad de postulación.

Si bien todos los casos que se han enjuiciado en esta ocasión eran de una dureza fáctica tremenda y de una sensibilidad abrumadora, no puedo dejar de pensar en el caso de Maldonado Vargas y otros contra Chile. Básicamente es la historia de doce antiguos miembros de la Fuerza Aérea de Chile detenidos, torturados, encarcelados y severamente condenados por tribunales militares durante la dictadura de Pinochet. El único delito que habían cometido era mantenerse leales a la Constitución y al gobierno legítimamente elegido de Salvador Allende. La condena fue por “traición a la patria”, como si los traidores fuesen ellos y no los golpistas.

Después de la dación de cuenta, la sesión comenzó con la prueba testifical del comandante de Brigada Aérea Ernesto Galaz, de 87 años, que llegó apoyado en un bastón y del brazo de su hija, la misma que le acompañó al exilio y ahora a la búsqueda de la Justicia tanto tiempo denegada. Su relato fue escalofriante y a mi me cuesta permanecer escuchando cuando se habla de torturas, pero ahí aguanté su descripción de las infamias sufridas. El comandante Galaz tuvo un sentido recuerdo para los camaradas muertos, para los que en esta aventura judicial le acompañaban y para todos aquellos que sufrieron la tortura a manos de los secuaces de Pinochet. Con marcial serenidad contestó a todas las preguntas de su defensa.

El Estado de Chile estaba representado por un equipo de auténticos demócratas, todos ellos altamente cualificados y sensibilizados con lo sufrido por el comandante Galaz y sus compañeros. En un gesto que les honra se negaron a interrogar al testigo y demandante. Sí hubo, como en otras ocasiones, preguntas por parte de cada uno de los jueces de la CIDH, terminando con la más relevante por parte de su Presidente, el colombiano Humberto Sierra Porto, quien le dijo: “Comandante, ¿usted qué es lo que pide a la Corte?” La respuesta fue tan clara como rotunda: “quiero que se obligue a la Justicia chilena a reconocer que yo nunca he traicionado a mi patria, con eso me basta”.

Posteriormente testificó Jorge Correa Sutil, experto jurista y responsable de que hoy se conozca una parte fundamental de los crímenes de la dictadura. Su testimonio, solicitado por el Estado de Chile, sirvió para revisar la memoria histórica de este país y, sobre todo, para establecer sin lugar a dudas que el comandante Galaz y sus compañeros de armas habían sido víctimas de brutales torturas.

Terminada la práctica de la prueba, la defensa de los demandantes -a cargo del equipo dirigido por Ciro Colombara- realizó su alegato con un tiempo tasado, como ocurre en todos los tribunales internacionales. Luego correspondió el turno al Estado de Chile representado por eximios juristas como Rodrigo Quintana y Jaime Madariaga, dentro de un equipo liderado por Patricio Utreras. En su alegato el Estado chileno pidió públicas y oficiales disculpas por los crímenes cometidos en contra de los demandantes; disculpas que más bien correspondería que las pidiesen los torturadores y no los representantes de un Estado democrático que ha sabido revisar su memoria histórica con mayor o menor éxito.

Para finalizar correspondió fijar su postura a la Comisión Interamericana, que lo hizo por medio de su comisionada Rose-Marie Belle Antoine y de la abogada Silvia Serrano Guzmán. La Comisión concedió la máxima relevancia a este caso, acudiendo con dos de sus mejores juristas.

El debate fue jurídico, toda vez que nadie puso en duda los hechos, que ya son una verdad incontrastable. Cada una de las partes trató de convencer a la CIDH de sus respectivas posiciones. La esencia de dicho debate, aun cuando no se planteó abiertamente por razones que entiendo fueron de estrategia procesal, fue el control de convencionalidad que debió realizar el Tribunal Supremo de Chile, que es quien se negó a revisar las condenas de Galaz y sus compañeros de armas. Ninguna condena puede basarse en pruebas obtenidas bajo torturas por mucho que las mismas se hayan producido en un contexto asumido de guerra, que fue la forma jurídica utilizada en Chile tanto para reprimir a la democracia como para enjuiciar a los criminales del régimen de Pinochet.

Los militares siempre sostuvieron que sus actos fueron legítimos por realizarse en “tiempos de guerra” y aplicaron la “justicia militar” para el enjuiciamiento a todos los opositores. Con el retorno de la democracia se buscó la mejor forma de investigar y enjuiciar esos crímenes evitando, entre otras cosas, la prescripción de los mismos. Para ello, se acudió al mismo subterfugio utilizado por los militares: eran “tiempos de guerra”. Por tanto, debían ser aplicadas las Convenciones de Ginebra, con lo que nada de lo sucedido había prescrito y existía un marco jurídico que castigaba dichas conductas. En Derecho no existen limbos jurídicos, lo que no regula la norma nacional lo hace la internacional.

De las preguntas y precisiones que los jueces realizaron a las partes lo que queda claro, al menos para mí, es que Chile será condenado y tendrá que revisar la condena al comandante Galaz y sus compañeros codemandantes. La pregunta es si Chile perderá por goleada, con la consiguiente obligación de tener que revisar también las sentencias impuestas a otros varios miles de chilenos por tribunales militares durante el régimen dictatorial, o si, por el contrario, el fallo sólo afectará a los actuales demandantes.

El caso Maldonado Vargas y otros contra Chile resulta paradigmático, al menos desde la perspectiva española, porque a ninguna de las partes se les ocurrió siquiera mencionar la Ley de Amnistía promulgada por el gobierno de Pinochet. Eso habría sido un insulto al Derecho, una afrenta a la CIDH y un atentado a la lógica, toda vez que en el Derecho Internacional las autoamnistías carecen de cualquier valor jurídico, lo que en España sigue olvidándose en aras de una mal llamada transición.

Casos y vistas aparte, lo auténticamente relevante es lo mucho que se siente, se vive y se aprende de un sistema de Justicia que realmente funciona y que, con mayores o menores aciertos, termina imponiendo condenas a aquellos Estados que siguen sin entender que los derechos humanos y los convenios internacionales forman parte inescindible de los correspondientes ordenamientos jurídicos internos. La experiencia de compartir estas sesiones con tantos defensores de los derechos humanos ha sido enriquecedora y de estos días surgen esas nuevas amistades, de las cuales siempre habla en este mismo periódico mi amigo Wolfgang Kaleck.

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Contrapoder es una iniciativa que agrupa activistas, juristas críticos y especialistas de varias disciplinas comprometidos con los derechos humanos y la democracia radical. Escriben Gonzalo Boye (editor), Isabel Elbal y Sebastián Martín entre otros.

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