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Sobre este blog

Contrapoder es una iniciativa que agrupa activistas, juristas críticos y especialistas de varias disciplinas comprometidos con los derechos humanos y la democracia radical. Escriben Gonzalo Boye (editor), Isabel Elbal y Sebastián Martín entre otros.

Enaltecer y odiar: nueva peligrosidad social

Un usuario de la red social Twitter

Isabel Elbal

El Código Penal se creó para castigar conductas que atacaban los bienes más preciados de las personas: la vida, la integridad física y moral, la libertad y la propiedad. A una acción lesiva, por tanto, le corresponde un castigo proporcionado, previamente descrito en la ley.

Con el paso del tiempo, se percibió que otras conductas que favorecían el crimen debían ser igualmente castigadas, por el potencial peligro que encerraban de cara a prevenir futuras acciones: la conspiración es un ejemplo de este tipo de comportamientos. Se trata de castigar, con anticipación a que se produzca el delito, la predisposición útil e idónea para ello. Si bien, no siempre se castiga la conspiración para delinquir, sino en los casos expresamente previstos en el Código Penal. Lo mismo ocurre con la provocación directa y con la proposición para delinquir.

Para prevenir crímenes futuros también se incluyó la organización criminal: el Código Penal se anticipa a los posibles delitos que un grupo organizado de personas pueda cometer, con la facilidad de medios materiales y estructura adecuados en su perpetración futura.

Sin embargo, la realidad es muy tozuda: los crímenes no se evitan mediante el endurecimiento del Código Penal ni ampliando conductas que aún no constituyen delito. Es cierto que sólo una pequeña parte de los delitos cometidos se persiguen y se castigan. El Código Penal ha de ser la herramienta herrumbrosa de marginal aplicación –última ratio–, cuando todos los demás mecanismos han fallado: la educación y la prevención social. Fiar a un elenco de normas sancionadoras la seguridad de una sociedad es reconocer que todo ha fallado y que sólo nos queda la represión penal: ni hay debate democrático, ni confianza en lograr una sociedad igualitaria ni hay ilusión por lograr una mejor y pacífica convivencia social, fuera de los márgenes del castigo penal.

De ahí que, en nuestro país, el legislador constantemente ha venido modificando y endureciendo nuestro Código Penal: parece que la gente reclama como única solución, el castigo para mejorar su situación cotidiana.

Y, claro, como ya no queda mucho más camino por hollar, no hay nada mejor que centrarse en un terreno terriblemente prolífico: el ideológico.

Nuestro legislador ha debido pensar que no hay nada más anticipatorio a la comisión del delito que la opinión favorable a éste, un ámbito tan extenso, ambiguo e indeterminado, como amplia y multicolor la jurisprudencia que provoca, no sin grandes dosis de inventiva.

El enaltecimiento terrorista es un delito de opinión que castiga la justificación o la defensa de los valores contrarios a la pacífica convivencia: exalta públicamente los actos terroristas o a los autores de delitos de terrorismo. Es decir, quien enaltece actúa con posterioridad al hecho terrorista, creando un riesgo de que su opinión favorable sea seguida, sume voluntades y de que éstas puedan llegar a ser multitud y que, al calor de este clima favorable, de entre esta multitud se cometan nuevos hechos terroristas.

Díganme si no hay nada más ambiguo, indefinido y futurible que esta “definición”. Y como todo lo que en Derecho Penal es indeterminado, al final ocurre lo que todo Estado democrático tiende a conjurar: la inseguridad jurídica que provoca el hecho de que la ciudadanía ya no sepa qué es lo que está prohibido. ¿Se puede ser subversivo? ¿hasta dónde y hasta cuándo? ¿se puede bromear con las instituciones más queridas y respetadas de nuestro sistema? ¿hay que ser militante del sistema? ¿hasta dónde se puede dejar de ser militante con la democracia vigente? Las respuestas son conocidas: la libertad de expresión ampara todas estas actitudes, no se exige la militancia al sistema ni ser políticamente correcto, pues este derecho fundamental no ampara la opinión acomodaticia, sino la que resultaría desabrida e incómoda en el marco cultural imperante.

Para evitar ese continuo estado de desconcierto, los jueces deberían tener una intervención mínima, residual, en este tipo de delitos de opinión: ante la indefinición del delito, los jueces no deben complicarse en terrenos interpretativos más allá de la voluntad del legislador. Y, tal vez, debieran seguir el curso que marca el Tribunal Europeo de Derechos Humanos: para no irrumpir en el derecho a la libertad de expresión, el deber de cautela exige, en primer lugar, que se contextualicen los mensajes emitidos y las circunstancias concomitantes.

Se requiere, así mismo, una mínima valoración sobre el autor de los mensajes enjuiciados, así como si podría o no compartir los fines de una concreta organización terrorista.

Finalmente, habrá que estudiar en el caso concreto si el peligro creado por la emisión de esos mensajes en las redes sociales es concreto o real, no abstracto o hipotético. Para abordar este estudio, será necesario averiguar si las manifestaciones tildadas como enaltecedoras del terrorismo son contemporáneas a actos terroristas de las organizaciones concretas que han sido enaltecidas.

Por el contrario, el Tribunal Supremo ya dictó en febrero de este año la doctrina Strawberry, por la que ya no es necesario ni contextualizar ni valorar otras importantes circunstancias, como, por ejemplo, que el emisor del mensaje sea totalmente contrario a la violencia terrorista. Dará igual que esto se pruebe, pues con esta doctrina lo importante es la literalidad del mensaje, lo demás será superfluo.

El siguiente paso para adentrarnos en el peligroso ámbito de criminalizar la opinión, lo ha constituido la reciente sentencia del Tribunal Supremo –STS de 27 de octubre de 2017– que establece que es indiferente que el mensaje emitido sea propio o no, lo importante es su reproducción –el acto de retuitear–. Y añade este Tribunal: lo que se castiga es la “ideología patógena, ensalzando a los terroristas y a sus acciones”.

Incluso, es indiferente que el autor de estos tuits tuviera 121 seguidores y no hubiera quedado acreditado cuántos de ellos leyeron finalmente sus mensajes porque lo que se castiga no es tanto la difusión como el hecho de tener una “ideología patógena”.

Así mismo, en cuanto a los mal denominados “delitos de odio”, la fiscalía debería atender a la finalidad del legislador: se castigan los actos o expresiones tendentes a crear un ambiente hostil contra personas que, por su pertenencia a un colectivo, su ideología, su identidad sexual, su pertenencia a una minoría étnica o su religión pudieran estar en peligro. Se trata de una anticipación a la comisión de delitos violentos contra colectivos y personas tradicionalmente vulnerables. Desde esta perspectiva, ¿es correcto perseguir penalmente a quienes realizaron escraches contra los policías nacionales y guardias civiles desplazados a Catalunya para reprimir la jornada del 1 de octubre? No nos cabe duda de que después de esta violenta carga policial las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado son muy odiados en Catalunya, pero ¿esto es delito?

Este tesón de la Fiscalía en perseguir “ideologías patógenas” y a quienes odian aquello que simboliza la ley y el orden nos confirma que estamos ante una suerte de peligrosidad social, encarnada por los usuarios de las redes sociales, todos ellos disidentes en el actual marco democrático.

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