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Contrapoder es una iniciativa que agrupa activistas, juristas críticos y especialistas de varias disciplinas comprometidos con los derechos humanos y la democracia radical. Escriben Gonzalo Boye (editor), Isabel Elbal y Sebastián Martín entre otros.

Entre San Francisco y Helsinki

Àngel Ferrero

Moscú —

El pasado 26 de junio se cumplió el 70º aniversario de la firma de la Carta de las Naciones Unidas. El aniversario no tuvo absolutamente ninguna repercusión en la mayoría de los medios de comunicación, lo que en sí mismo resulta elocuente. El próximo 1 de agosto se celebrará el 40 aniversario de la Declaración de Helsinki, un aniversario al que probablemente le depara la misma fortuna.

El primer documento es, como es sabido, el tratado fundacional de la ONU. Con él las naciones firmantes se comprometían a crear las “condiciones bajo las cuales puedan mantenerse la justicia y el respeto a las obligaciones emanadas de los tratados y de otras fuentes del derecho internacional”, a “promover el progreso social y a elevar el nivel de vida” y a no usar “la fuerza armada sino en servicio del interés común”, así como “a emplear un mecanismo internacional para promover el progreso económico y social de todos los pueblos”.

El segundo, firmado en 1975 por 35 Estados europeos –sólo se autoexcluyó la Albania de Enver Hoxha–, EEUU, Canadá y la Unión Soviética, sirvió para reforzar el compromiso con el anterior de los países firmantes, particularmente entre los dos bloques rivales en la guerra fría. De la Declaración de Helsinki surgió por ejemplo la Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa (OSCE). El pasado mes de junio el presidente del Foro germano-ruso, Matthias Platzeck, reclamaba desde las páginas del semanario Der Spiegel “un segundo Helsinki” para evitar una colisión con Rusia. Significativamente, un día después, el mismo semanario calificaba las palabras de Platzeck de “gratuitas, banales e ingenuas”.

¿Qué queda hoy de aquellos tratados? Según el último barómetro de conflictos realizado por el Instituto para la Investigación de Conflictos de Heidelberg (HIIK), en 2014 se registraron unos 424 conflictos en el mundo, 46 de ellos marcados por una “violencia extrema”, y de éstos, 21 considerados como “guerra”. Se trata de la cifra más elevada desde 1945, superando el récord establecido por registros anteriores (414 conflictos en 2013; 405 conflictos en 2012). Cabe preguntarse si este aumento constante de los conflictos no tiene que ver precisamente con la actual debilidad de las organizaciones multilaterales creadas en San Francisco y Helsinki.

Conviene destacar que ésta no es resultado de ningún accidente histórico, sino consecuencia de un proyecto político con objetivos claramente definidos. En 1997 un destacado grupo de neoconservadores estadounidenses, encabezados por William Kristol y Robert Kagan, creó el think tank “Project for the New American Century” (PNAC) para promover “el liderazgo mundial americano” y defender los intereses nacionales de EEUU. El por qué del PNAC se entiende viendo otros sucesos en retrospectiva.

El 2 de febrero de 1999 Hugo Chávez asumía la presidencia de Venezuela. Además de recuperar el control estatal de los hidrocarburos, Chávez promovería durante los años siguientes varios procesos de integración regional en Latinoamérica como la Alba, Celac o Unasur, alejando de la órbita estadounidense a su tradicional “patio trasero”. El 31 de diciembre de ese mismo año Boris Yeltsin anunciaba su dimisión y el nombramiento de Vladímir Putin como presidente de Rusia. En los dos primeros mandatos de su presidencia, Putin puso en obra con éxito su estrategia de recuperar el control estatal de los inmensos recursos naturales del país, y con él, garantizar la entrada de divisa fuerte que permitió a Rusia estabilizar su precaria economía y comenzar el proceso de modernización de sus estructuras estatales. Todo ello coincidía con el auge pacífico de China como potencia económica. Y 1999 fue, sobre todo, el año en que la OTAN rompió la arquitectura de seguridad mundial nacida de la posguerra cuando utilizó la fuerza militar contra una nación soberana, Yugoslavia, sin la autorización del Consejo de Seguridad de la ONU, en una violación clara de la Carta de las Naciones Unidas. A esta acción unilateral le siguieron la invasión angloestadounidense de Irak en 2003 –después de que una intensa campaña mediática ridiculizase los esfuerzos del inspector jefe de la ONU, el sueco Hans Blix–, que volvió a obviar a las Naciones Unidas, y el abuso de la resolución 1973 del Consejo de Seguridad de la ONU durante la intervención contra Libia en 2011.

Como ha escrito el jurista Norman Paech en un reciente artículo para el diario junge Welt, el derecho a defenderse contra una agresión, recogido por el artículo 51º de la Carta, fue primero pervertido por la “guerra contra el terrorismo” y dejado después sin efecto por el concepto de “guerra preventiva”, mientras que el artículo 2º –por el que los miembros de la ONU “se abstendrán de recurrir a la amenaza o al uso de la fuerza contra la integridad territorial o la independencia política de cualquier Estado”– amenaza con convertirse en papel mojado por la doctrina de la “responsabilidad para proteger” (Responsibility to Protect o R2P). Paech recuerda que esta doctrina era, irónicamente, un proyecto del anterior secretario de la ONU, Kofi Annan, para evitar que la OTAN pudiese obviar de nuevo a la ONU como hizo en Yugoslavia, pero que en el transcurso de estos años ha sido instrumentalizada, como por otra parte ha denunciado en reiteradas ocasiones Jean Bricmont en sus críticas a la ideología del imperialismo humanitario.

Este intervencionismo, con el que Washington y Bruselas suman a sus objetivos incluso a una parte del centro-izquierda, es, según sus defensores, el último recurso o mal menor para defender los derechos humanos y la democracia y poner fin a la violencia en una situación dada. Y lo que han conseguido todos estos años, sin embargo, ha sido todo lo contrario: no más democracia, sino menos, y no menos violencia, sino más. Así, los bombardeos contra Yugoslavia no sólo no consiguieron poner fin a su objetivo declarado, que era la escalada de tensión en Kosovo, sino que la aumentaron, empujando al Ejército de Liberación de Kosovo (UÇK) a Macedonia, y cargaron de razones al nacionalismo serbio de los paramilitares, exacerbándolo. Gracias a aquella campaña de bombardeos se pudo consumar el despiece de Yugoslavia y convertir sus países herederos en periferia de la Unión Europea.

El bombardeo contra Yugoslavia –cuyo 15º aniversario en 2014 pasó sin pena ni gloria por los medios occidentales– fue el primer eslabón de una cadena de hechos que nos conduce hasta hoy. EEUU ha utilizado los Balcanes como cabeza de puente para promover sus intereses en Oriente Medio: en 2013, según informaciones de Der Spiegel, Croacia fue utilizada por la CIA como base para un puente aéreo para el transporte de armas procedentes de Arabia Saudí, Jordania y Qatar a los islamistas que luchan contra el régimen de Bachar al Assad en Siria, cuya desintegración, unida a la debilidad del Estado iraquí post-invasión, dejó como es notorio el camino expedito a la organización yihadista Estado Islámico (EI).

EEUU ha sido con toda probabilidad el país que más ha violado todos estos años el derecho internacional y, paradójicamente, el menos denunciado por los medios de comunicación. Además de los conflictos ya mencionados, EEUU se encuentra detrás de una larga campaña internacional de ataques con vehículos aéreos no tripulados ('drones'). Según datos recopilados por el Bureau of Investigative Journalism son los siguientes: 419 ataques en Pakistán entre 2004 y 2015 (368 de los cuales ordenados por Barack Obama), los cuales han causado al menos 2.467 muertos, 423 de ellos civiles, y de éstos, 172 niños, además de 1.152 heridos; 100 ataques en Yemen entre 2002 y 2015, con al menos 464 muertos, 65 de ellos civiles, 8 de ellos niños; 9 ataques en Somalia entre 2007 y 2015 que han causado al menos 23 muertos; y 26 ataques en Afganistán que han causado al menos 251 muertos, 14 de ellos civiles. Todos ellos se llevaron a cabo violando la integridad territorial de los países donde ocurrieron, como ha denunciado en varias ocasiones Pakistán.

En África, según reveló recientemente el periodista Nick Turse, EEUU llevó a cabo 647 operaciones militares el año pasado, un incremento de casi el 300% en el número de operaciones anuales, ejercicios y actividades de entrenamiento desde que el Mando de EEUU para África (AFRICOM) fue establecido. Para América Latina, el vicepresidente de EEUU, Joe Biden, señaló hace poco el Plan Colombia como modelo para crear un “corredor de seguridad” desde EEUU hasta Colombia, una “máquina de guerra perpetua” en América Central, según la ha descrito Greg Grandin. A todo ello aún convendría sumar las injerencias de EEUU en los asuntos internos de otros países a través de la financiación de actores de la “sociedad civil” -un término interesadamente vago- a través de la National Endowment for Democracy (NED). Este organismo fue creado en 1983 por Ronald Reagan para desestabilizar a los países socialistas financiando y ofreciendo instrucción a las fuerzas de la oposición.

El coronel retirado de las Fuerzas Aéreas de EEUU William J. Astore ha definido a su país como “adicto a la guerra”. “Lo que hace a las nuevas guerras de EEUU únicas es que nunca tienen un fin discernible”, escribe Astore. Efectivamente, EEUU y la UE están inmersos en un círculo vicioso de imperialismo y neoliberalismo. Todo este despliegue bélico no impide que un general estadounidense testifique ante un Comité del Senado que Rusia “es la mayor amenaza” a la seguridad nacional de EEUU, que el secretario general de la OTAN, Jens Stoltenberg, considere a Rusia uno de los principales retos de seguridad, ni que los medios de comunicación –también buena parte de los independientes, por una mezcla de inercia ideológica y falta de interés– hablen todas las semanas de la “agresividad rusa” y expresen su preocupación ante el “expansionismo chino”. EEUU y la UE recuerdan cada vez más al protagonista de Soy leyenda, donde el superviviente de una catástrofe apocalíptica, que durante todo el relato cree haber estado combatiendo monstruos, acaba descubriendo que el monstruo, en realidad, es él.

En tiempos en los que la vieja coalición occidental de la guerra fría, ahora transformada en G7, dirige la política internacional a un rumbo de colisión con Rusia y China, surgen las dudas incluso sobre si un sistema de seguridad colectivo basado en la Carta de la ONU será suficiente para garantizar la paz. En su postfacio a El minotauro global, Yanis Varoufakis presenta un pronóstico sombrío. Según Varoufakis, en el futuro inmediato Occidente será incapaz de estar a la altura de los enormes desafíos políticos, económicos y ecológicos del nuevo siglo, y frente a él “estarán las economías emergentes, repletas de gente dispuesta a ir más allá de los límites, a crear nuevas 'realidades', expandir los horizontes existentes”, un mundo de dos velocidades “altamente inflamable”, que planteará “un choque entre quienes presentan un veloz desarrollo económico y quienes se estancan económicamente mientras mantienen un monopolio virtual del poderío militar, la divisa de reserva mundial y las instituciones transnacionales del planeta (el Consejo de Seguridad de la ONU, la OTAN, la OCDE, el FMI y el Banco Mundial)”.

El futuro inmediato de entonces es hoy. Quizá tengá razón Platzeck y un segundo Helsinki no sea, a diferencia de lo que dice Der Spiegel, ni gratuito, ni banal ni ingenuo.

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