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Contrapoder es una iniciativa que agrupa activistas, juristas críticos y especialistas de varias disciplinas comprometidos con los derechos humanos y la democracia radical. Escriben Gonzalo Boye (editor), Isabel Elbal y Sebastián Martín entre otros.

La bendición constitucional de la austeridad

Gabriel Moreno González

Alexis Tsipras, en una reciente entrevista al diario británico Financial Times afirmaba que “la austeridad no forma parte de los Tratados europeos”. Quizá en sus deseos sinceros de ver que otra Europa es posible, suavizó la realidad de esta Europa, la del aquí y el ahora… la del mantra de la austeridad que sí figura en los Tratados.

Desde sus comienzos, la Unión muestra una profunda asimetría respecto de los Estados miembros. Si en estos aún perduran (o perduraban) los principios esenciales del Estado Social, como la propiedad estatal de ciertos sectores considerados estratégicos, la supeditación de lo económico a lo político o la garantía de los derechos sociales, en la Unión y en los Tratados que le sirven de soporte no hay atisbo alguno de tales elementos. Toda la arquitectura europea responde a la consecución de una “economía social de mercado altamente competitiva” (art. 3.3 Tratado de la Unión), concepto este que trata al Estado como un simple mínimo regulatorio indispensable para garantizar la libre competencia en un régimen de mercado abierto. Tenemos así ante nosotros unos Estados en los que se mantienen los principios propios del Estado Social, pero que a su vez están integrados en una organización en la que dichos principios no sólo están ausentes, sino que se ven directamente anulados por la reafirmación de sus contrarios.

Dados estos dos planos antagónicos, el de los Estados con un fuerte contenido social y el de la UE con una marcada naturaleza de libre mercado, con la irrupción de la crisis financiera, la Unión ahora sí parece haber conseguido dotarse de una firme correa de transmisión para que sus políticas se inoculen en los Estados Sociales, obstruyéndolos hasta su anulación.

El Tratado de Coordinación, Estabilidad y Gobernanza es el medio a través del cual la austeridad se traslada de manera directa desde la esfera de la Unión a la de los Estados, vaciando a estos de su contenido social a través de la sacrosanta “estabilidad presupuestaria”. El Tratado obliga, en efecto, a cumplir con un límite del 0,5% de déficit estructural sobre el PIB de cada Estad y un tanto de lo mismo con la imposición de un límite del 60% de deuda pública. El incumplimiento de estas restricciones implica, además, la activación automática de mecanismos de sanción.

Por si fuera poco, el Tratado exige a los Estados que tales limitaciones sean incorporadas a sus ordenamientos en normas de rango constitucional o con efecto similar. La estabilidad presupuestaria, eufemismo de la austeridad, queda así introducida en los Estados, que ven en el nuevo sistema la mejor oportunidad para achacar sus políticas impopulares a instancias superiores y “exteriores”. La UE se convierte de este modo en el sursuncorda de la austeridad.

Claro que, se dirá, el establecimiento de dichos límites al déficit y a la deuda pública no implica necesariamente recortes en el Estado Social, pues siempre cabe la opción de elevar la presión impositiva, subir los impuestos, para equilibrar las cuentas. Hay que recordar, no obstante, que los Estados europeos no operan fiscalmente en la soledad de sus territorios, sino que desde hace décadas vivimos en un mercado único donde es pieza clave la libertad de capitales. Libertad que convive con una ausencia total de impuestos supranacionales sobre sus beneficios, lo que provoca que el capital se mueva libremente por Europa en busca de mejores alicientes y propiciando una competición, a la baja, de todos los sistemas impositivos estatales.

Por tanto, la consagración de tales límites, sin la posibilidad de aumentar de manera notable la presión fiscal, implica el desarme de un Estado abrumado por la falta de recursos.

Pero esa correa de transmisión no se agota en el cumplimiento de las exigencias europeas de austeridad por parte de los Estados miembros, ya que estos, en su mayoría, responden a parámetros de Estados compuestos donde hay que contar también con regiones, Länder o comunidades autónomas. Como estas entidades podrían provocar resistencias en el cumplimiento de tales previsiones restrictivas, se ha hecho necesaria la constitucionalización de la austeridad para así sujetarlas a los nuevos parámetros presupuestarios.

En España, la reciente sentencia del Tribunal Constitucional de 19 de enero avala dicha sujeción de las Comunidades Autónomas a los mandatos europeos a través de la Ley Orgánica de Estabilidad Presupuestaria, el instrumento normativo que desarrolla la reforma del 135. La sentencia viene a consagrar constitucionalmente la cuña del derecho europeo en el seno del Estado de las Autonomías, erigiendo al Gobierno central en garante de todo el nuevo sistema de control presupuestario. Las exigencias económicas de la UE se trasladan de este modo desde los fríos edificios de Bruselas hasta el más ínfimo municipio de la España interior, pasando por el Gobierno central y las Comunidades Autónomas de diverso signo político.

La subordinación de todas las políticas públicas al dogma del equilibrio presupuestario queda garantizada, además, por la creación de una serie de mecanismos sancionadores automáticos que podrían conllevar, si se llegara al extremo, hasta a la propia intervención estatal de las autonomías y municipios incumplidores. La austeridad queda así juridificada en la ley. Ya no es política, sino norma, derecho. Norma y derecho conducentes a un único fin: el desmontaje del Estado Social a través del estrangulamiento de sus posibilidades de financiación.

Pero esta juridificación de la estabilidad presupuestaria o de la austeridad plantea una serie de problemas que han sido obviados por el TC. Y es que la Ley Orgánica no abarca la totalidad de la regulación que imponía la Constitución, dejando muchos puntos al albur del Gobierno de turno. Como apuntan con contundencia los votos particulares de varios magistrados, el Tribunal parece avalar la discrecionalidad plena del Gobierno en la concreción de varios conceptos esenciales. Por ejemplo, a la hora de definir qué es el déficit estructural, y ante la ausencia de una tipificación en la Ley Orgánica (que lo deja a la libertad del Gobierno), el TC apunta que el Gobierno no incurriría en discrecionalidad o arbitrariedad alguna ya que respondería su definición al criterio marcado por la UE.

Pero, “¿qué criterio de la UE?”, se preguntan los magistrados discrepantes. En efecto, el concepto de déficit estructural que tanto la reforma constitucional como la Ley Orgánica de desarrollo utilizan es completamente novedoso en el campo del derecho, y hasta de la economía, y no existe en la UE norma alguna que indique la metodología y los procedimientos exactos para calcularlo. El Alto Tribunal ha concedido al Gobierno central plenas potestades para interpretar, en consecuencia, las respectivas limitaciones presupuestarias (de déficit y de deuda), con lo que ello conlleva no sólo de inseguridad, sino de conflictividad política y tensiones en el seno de nuestro, ya de por sí, complejo Estado autonómico.

La austeridad sí figura en los Tratados, y ahora también, en el corazón de nuestros sistemas constitucionales, algo que en el caso español se acentúa por la profundidad de la reforma constitucional y por la más que discutible sentencia del Tribunal Constitucional sobre la Ley Orgánica de desarrollo, que permite amplias esferas de arbitrariedad y ampliaciones discrecionales de las exigencias presupuestarias por parte del Gobierno central. El Tribunal ha venido a bendecir, en definitiva, y en el último paso necesario para su consagración, la espada de austeridad que atraviesa desde Bruselas hasta el último pueblo de España, y que tiene por objetivo el desarme del Estado Social de ese pequeño rincón del mundo que llamamos Europa.

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