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Sobre este blog

Contrapoder es una iniciativa que agrupa activistas, juristas críticos y especialistas de varias disciplinas comprometidos con los derechos humanos y la democracia radical. Escriben Gonzalo Boye (editor), Isabel Elbal y Sebastián Martín entre otros.

Una segunda 'pinza' ya no cuela

Sebastián Martín

No solo está en juego la titularidad del ejecutivo. También se encuentra en disputa la representación mayoritaria de la izquierda social de este país, según ha mostrado el debate de investidura. Es algo que ya hemos vivido quienes sumamos cierta edad. Ocurrió durante los últimos gobiernos de Felipe González, con la Izquierda Unida liderada por Julio Anguita. Fue el ciclo en el que despertó al uso de la razón política la generación nacida en la Transición. Y constituyó también una fase decisiva en la construcción mediática de insólitas identidades políticas.

El Mundo de Pedro Jota fue entonces capaz de aglutinar a la oposición derechista e izquierdista al felipismo. Firmas como las de Francisco Umbral, Javier Ortiz, Gabriel Albiac, Carlos Boyero o Ignacio Camacho cubrían el flanco de opiniones críticas contra el PSOE formuladas desde la izquierda. El periodismo de investigación de unos jovencísimos Fernando Garea y Juan Carlos Escudier sacaba al gobierno las vergüenzas terroristas y corruptas. La habilidad de aquel proyecto conservador consistió en lograr que una parte considerable de su instrumentalizada ala izquierda se hiciese de derechas, hasta terminar incluso más a la derecha que el propio PP. Abundaron los ejemplos, algunos por haber conquistado en aquel chiringuito un puesto bajo el sol, otros por puro adocenamiento cultural. Y es que hay fidelidades más intensas que la conyugal, y una de ellas, al parecer, se tributa al signo del periódico con el que uno se desayuna.

Algo paralelo ocurría entre los consumidores netos del grupo PRISA, factoría entonces central para los sectores medios ilustrados del país. En este lado se sacó la artillería pesada para prevenir cualquier desbordamiento intrusivo por la izquierda. No faltaban, desde luego, causas internas que fracturasen a la IU de Anguita. La más controvertida y cargada de futuro, la referida a la posición de la coalición ante Maastricht, escenificó su división práctica en dos mitades y provocó la pérdida de numerosos activos intelectuales. Pero también se concentraron energías mediáticas con el fin de socavarla e impedir su crecimiento. Hubo periodistas, como Rodolfo Serrano, viñetistas, como Peridis, y hasta muñecos de trapo, como en los guiñoles, con la misión cultural explícita de construir un determinado perfil público del líder comunista: iluminado, dogmático, autoritario, maniqueo y, sobre todo, cómplice en última instancia del ascenso de la derecha franquista.

Fueron los años de la “pinza”, del “pacto a la griega” y de aquella guinda del “Anguita y Aznar, la misma mierda son”. El río no es que sonase; es que en Andalucía se ensayó la colusión contra el PSOE a impulsos de Javier Arenas y Luis Carlos Rejón. Basado en evidencias incontestables como esta, el relato de la pinza se sublimó hasta convertirse en clave interpretativa general. Construido sobre la divisoria izquierda/derecha, asignaba a PSOE y PP la representación dominante de una y otra. La alternativa izquierdista resultaba así neutralizada: en este marco, su única opción legítima era la de servir como apéndice a los gobiernos socialistas sin mayoría absoluta, con independencia de sus políticas. De hecho, la oposición frontal a ellas, en vez de acreditar su identidad de izquierdas, le hacía caer de inmediato en el extremo derecho del espectro. Tal era el propósito de aquella estrategia narrativa.

Su éxito en influyentes y numerosos sectores progresistas consiguió empañar datos decisivos. La oposición no era, naturalmente, a los principios de la izquierda. La confrontación con las reformas laborales, la desindustrialización, la iniquidad fiscal, el europeísmo mercantilista y la cultura del pelotazo procuraban, por el contrario, revelar la inclinación derechista de nuestra socialdemocracia. Se atacaba al felipismo y a toda la degeneración que lo acompañó, no a la izquierda, en ninguna de sus expresiones. Además, la coincidencia de los actores de la oposición de radio estatal en su crítica al Gobierno por los casos de corrupción y terrorismo, más que una convergencia política real, expresaba una concordancia natural. El relato de la pinza sirvió hasta para velar el acuerdo constitutivo de los dos grandes partidos en los puntos neurálgicos de la construcción europea, el mercado de trabajo y la disciplina económica. Por eso se recurrió a aquella tesis de “las dos orillas”.

Se trató de un error con graves consecuencias. Se descuidó entonces la división latente entre la dirigencia socialista, plenamente integrada en el bloque de poder, y su base electoral, la mayor parte de la cual era sensible a los propósitos de la izquierda. En lugar de intensificarla, se minimizó con una severidad poco atenta a esta discriminación. Tampoco se calculó el precio que tenía la aproximación al Partido Popular, por más superficial y simbólica que resultase. Y, sobre todo, no se calibró con precisión el coste de esta cercanía estratégica una vez descodificada por los medios.

Sin la mediación de aquel relato prefabricado, en el mundo externo a PRISA, las cosas eran vistas de otro modo. En aquel tiempo, el PP era una formación disfrazada de centrismo democristiano, con lo que no existía razón ontológica que impidiese un entendimiento puntual. Había antecedentes en la historia europea bien significativos que lo avalaban. De hecho, no se alumbró por casualidad aquello de “programa, programa, programa”: indicaba que lo decisivo era la tendencia de las políticas, no su agente promotor. Por eso cabía pactarlas con el centro democristiano si permitían frenar la escalada regresiva del PSOE. Desechar esta posibilidad podía ser un apriorismo contraproducente, que lograba aquello que se quería evitar: la concesión al felipismo de la patente exclusiva de la izquierda. Como muestra, llegaron a darse desalojos locales del socialismo clientelar por aquellos pactos llamados “anti-natura” que sirvieron para desarrollar políticas más progresistas de las que se habrían atrevido a impulsar consistorios socialdemócratas.

Fueron muy pocos los que no se llamaron a engaño. Los que supieron desde el primer momento que lo del centrismo reformista era una impostura, los que lograron oponerse con firmeza a los desafueros del felipismo sin caer en la tentación del cerco conjunto. Fueron, sin embargo, muchos más los que sucumbieron en aquella escaramuza cultural, los que se indigestaban con tan solo ver a Anguita, los que soportaban con resignación las políticas de derechas de la socialdemocracia pero no toleraban pacto alguno con democristianos ni para realizar políticas progresistas. Se forjó así una identidad bien visible hasta el día de hoy, que consiguió entonces cerrar prietas las filas en el PSOE y salvar la contradicción entre dirigencia y base electoral. Inoculando la culpa por haber contribuido a alzar al derechismo español tradicional, lograron incluso una IU funcional a los designios del PSOE, que lograría los peores resultados de su historia con el pacto entre Frutos y Almunia, agravados todavía más por la docilidad de Llamazares.

La colisión entre PSOE y Podemos, evidente desde hace semanas y exhibida en el debate de ayer, ha vuelto a encender la maquinaria discursiva de la pinza, pero es muy posible que no funcione como antes. El propio campo mediático, gracias a diarios digitales y redes sociales, se ha diversificado tanto, que impide la construcción oligopólica de identidades políticas, como sucediera en los noventa. Frente a las suspicacias fundamentalistas, se entiende ahora por qué era capital corroer en lo posible la división simbólica del campo político en izquierda y derecha, solo útil al bipartidismo. En el mismo terreno político-representativo, las fuerzas a la izquierda del PSOE le superan holgadamente en votos; solo las torpezas generosamente repartidas en el fracasado proceso de las confluencias impide visibilizar de golpe la relativa superioridad. No existe el más mínimo indicio de complacencia táctica de Podemos respecto del PP, ni duda de que su aspiración fundamental es precisamente deshacer los funestos efectos de su última legislación autoritaria, algo que el PSOE se muestra incapaz siquiera de tantear con seriedad. Y, sobre todo, el ya larguísimo historial de políticas regresivas en materia económica, fiscal y laboral, es decir, en lo capital, del que puede hacer gala nuestra socialdemocracia la inhabilitan de facto como representante hegemónico de la izquierda de este país y permiten volver a censurarla con dureza desde posiciones progresistas.

La excelente intervención de Pablo Iglesias en el debate de investidura es probable que haya venido a certificarlo. Y es la que sitúa a su formación (con las confluencias e IU) en el único bloque de oposición real frente al orden de cosas vigente. Que haya o no gobierno, que se convoquen o no nuevas elecciones, dependerá, en suma, de una sola variable: de las expectativas de voto que Podemos (y fuerzas afines) vaya acumulando en las próximas semanas. Si el rechazo sin contemplaciones al neoliberalismo de PSOE y C’s le permite continuar recabando apoyos, tendremos ejecutivo en dos meses con alguna variante que englobe PP, PSOE y C’s; quizá hasta con las cabezas de Sánchez y de Rajoy como ofrendas de regeneración. Si, por el contrario, la rotundidad de Pablo Iglesias, la centralidad inducida de la discordia entre Podemos y PSOE y su presentación mediática en términos de 'pinza' logran desgastarlos, tendremos elecciones que institucionalicen su descenso.

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