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Sobre este blog

Contrapoder es una iniciativa que agrupa activistas, juristas críticos y especialistas de varias disciplinas comprometidos con los derechos humanos y la democracia radical. Escriben Gonzalo Boye (editor), Isabel Elbal y Sebastián Martín entre otros.

Qué vergüenza y ¡viva España!

Elpidio Silva

Querida lectora, resido en Cataluña, nací en Granada; y mi esposa es catalana, con igual ascendencia desde la noche de los tiempos. España es un país donde la pertenencia originaria al mismo se articula de muy diversas formas. Existen quienes se sienten españolas mirándose en su tierra. Es el caso de muchas andaluzas o canarias. Otras españolas, como las asturianas, castellanas o aragonesas, en su tierra son medularmente España. Al mismo tiempo, abundantes vascas o catalanas viven su hispanidad soportando a España. Tratándose de nuestro país, actualmente la nave carece de rumbo propio, y casi nadie encuentra acomodo satisfactorio. Otras personas no encontramos más pertenencia que a España, sin pasar por el filtro de otra nacionalidad o territorio. Soy español, mal que en ocasiones me pese o avergüence.

Durante los años 50, 60 y 70, Cataluña pasó a ser la tierra prometida de cientos de miles de andaluzas. Desde el inicio de este período fueron denominadas xarnegos, palabra cuyo origen en lengua española –lucharniego– se refiere a los perros de caza nocturna. Al principio migraron desde lo más oscuro de nuestra postguerra civil, y hallaron en Cataluña donde trabajar para sobrevivir. En el año 1974, un conocido político catalán –probablemente corrupto– se refirió a ellas como desarraigados, miserables, destruidos, hambrientos, anárquicos e inmaduros; un peligro para Cataluña ¿Por qué la descendencia de este inusitado éxodo andaluz engrosa hoy, en apreciable medida, las filas del secesionismo catalán? Hablo de gentes cuya familia abandonó el pueblo, la casa o las cuevas diseminadas por la pobreza andaluza. Habían dejado atrás una tierra de la que puedes marcharte por necesidad, como de cualquier otra, pero que es difícil de olvidar. Sin embargo, hoy parte de esa descendencia quiere separarse de España viviendo en una Cataluña independiente. ¿Cuál es la explicación de algo así?

Un sector de la catalanidad de estirpe andaluza rechaza que su origen les nacionalice. ¿Podemos comprender esta escisión? Cuando estas españolas pasaban unos días de visita o descanso en sus lugares de proveniencia, comenzarían a experimentar y darse cuenta del inmovilismo de poblaciones resignadas a la detención del tiempo. Pero, cuando se trataba de su descendencia, la experiencia, por insoportable, comenzó a fraguar el alma que se aparta de una tierra quemada, incapaz de reaccionar, perteneciente a España. Sin embargo, ¿cómo se explica que la catalanidad de estirpe originaria aceptara en sus filas a estas gentes provenientes de la Andalucía más precaria? ¿No existirá un canal de transferencia común, capaz de rendir cuenta de este lamentable proceso histórico? Sin duda, porque a estas andaluzas avergonzaba España, mirándose en su espejo de origen, Andalucía. Y a muchas catalanas avergüenza España mientras la padecen; no necesitan un espejo, porque la vivencia era y es más motora y flagrante, consciente e irresistible.

Ahora bien, no es difícil compartir esta turbación. Muchísimas personas nos avergonzamos de nuestro país, de un territorio peninsular privilegiado donde los haya, en el que, sin embargo, organizaciones políticas sucesivas han dado al traste con las mejores ocasiones que nos ha brindado la historia. No alcanzamos a comprender cómo es posible que hayan masacrado nuestras instituciones y al Estado español, convirtiéndolo en el faro de la peor ejemplaridad que uno pueda imaginarse dentro del marco europeo democrático. Quien teniendo poco no avanza provoca tristeza. Pero quien, gozando de las mejores oportunidades concebibles, las pisotea o desperdicia, se transforma en causa de rechazo e indignación. No es nada fácil explicar a un juez francés o británico la forma en que se controla a la judicatura española, con “el palo y la zanahoria”, según la expresión del actual Presidente del Tribunal Supremo español. Trabajadoras despedidas, ancianas abandonadas, estudiantes decepcionadas o sin medios para proseguir en la Universidad; millones de inversoras arruinadas o estafadas; el vapuleo diario, imparable y alarmante de noticias relacionadas con una corrupción que galopa por los fueros de su impunidad; instituciones locales, provinciales y estatales varadas en el denso fango del abuso, la ineficacia y la estolidez; millones de personas desahuciadas, a quien se les prestó dinero de forma desproporcionada, cuando no delincuencial; una Hacienda que no es Pública, porque se ceba en las de siempre, las clases medias, que van enflaqueciendo como los galgos abandonados, en la noche de un país sin rumbo de enmienda o de Justicia…

Este chapapote negro dimana de la oscuridad educativa, política y organizacional que viene martirizando secularmente a nuestra patria. Del mismo pozo provenían las más de 800.000 andaluzas que, durante unos treinta años de régimen franquista, fueron instalándose en lo que llegó a denominarse el oasis catalán. Sin embargo, el azote de la crisis ha eliminado cualquier refugio. Ya no existe tregua en España. Adonde vayas encontrarás la clave: corrupción y más corrupción. En esta tesitura histórica, gran parte de Cataluña –un país estrictamente quebrado por la crisis– apuesta por marcharse. Saben que quizá sea imposible, pero la desesperación, en circunstancias tan dramáticas, no deja ver los riesgos. Forma parte de nuestro ADN milenario. La protesta hispana suele revestirse de insurrección separatista: Ante el desolador Estado hispano, no parece que la nave tenga arreglo. Lo mejor es marcharse.

La derecha española defiende, por encima de todo, la Unidad de España. Al menos así se pronuncia machaconamente. Es verdad que, a veces, en la deformación de los afectos atávicos, quien más te quiere más te maltrata. De cualquier modo, la derecha, acostumbrada a manejar nuestro país a su antojo durante cientos de años, conoce muy bien la forja hispana, los embates que puede soportar la formidable estructura de la nave, pese a las embestidas que padezca. Nadie como el capitán advierte hasta qué extremo proceloso cabe forzar su barco. Igualmente nadie sabe más sobre estas maniobras de riesgo que la derecha mandante. Hablo de un conocimiento arquetípico, inconsciente, del que usualmente carecen las izquierdas, pues, al fin y al cabo, han mandado efectivamente poco –o realmente nunca– en España. Las debilidades y errores del socialismo se deben, en parte, a esa falta de noción básica y forjadora del país. La grandeza de un Estado le permite amalgamar, sin sufrir apenas fisuras, a los pueblos y circunstancias más diferentes y encontradas, y de esto pueden dar lecciones los Estados Unidos de América, pero mucho más España. La Hispanidad se vivencia surcando el ser asturiano, castellano, aragonés o navarro; catalán, vasco, andaluz o gallego; balear o valenciano; cántabro, extremeño, murciano o canario, o de la Rioja, Ceuta o Melilla. Todo cabe o se amasa –aunque casi nunca se armoniza– en nuestro país. Son formas muy diferentes de vivir en la nave donde nos rige el Estado. La Hispanidad, además, es tan expansiva que no necesita ninguna Commonwealth, para que al otro lado del Atlántico millones de personas hablen de la madre patria; ni tampoco una política seria sobre el idioma español, para que sea el segundo más hablado en Estados Unidos y globalmente en el mundo.

No obstante, hoy concurren circunstancias especiales que merecen reseñarse. En nuestro actual cuadrilátero partidista –PP, PSOE, Podemos y Ciudadanos–, Cataluña se ha desmarcado mediante grupos políticos hegemónicos diferentes.    Es decir, probablemente Esquerra Republicana, Convergència Dermocràtica y Candidatura de Unidad Popular consigan triangular una mayoría absoluta en el Parlamento catalán resultante de las próximas elecciones, convocadas para el 27 de septiembre. Estos tres partidos, frente al cuadrilátero dominante en el resto del Estado, pretenden declarar la independencia de Cataluña. Sus votantes no ven otra salida que abandonar el Estado español. Así, sin más, mediante una declaración anclada en el pretendido carácter plebiscitario de tal cita electoral. Para la derecha esto supone algo así como fortificar una mansión con dos perros caniches. No habrá ninguna independencia, porque tal pretensión es ilegal; y, además, caso de insumisión fiscal, la Agencia Tributaria machacaría el proceso barriendo el patrimonio de las catalanas. El imperturbable semblante de Rajoy refleja su conocimiento seguro de que no hay quien rompa España. Él lo sabe perfectamente, pues, como pocos, representa el alma de la derecha histórica, la esfinge sacra del poder y el inmovilismo de pantallazo. Al margen de las críticas que, desde luego, cabe formular contra los Gobiernos que nos han regido desde la llamada transición política, apenas cuatro años de Mariano Rajoy han bastado para generar una desmoralización ciudadana y un erial institucional quizá sin precedentes. Por primera vez, gran parte de la ciudadanía es muy consciente de ello, y se avergüenza de la calamitosa imagen que ofrece nuestro país.

La vergüenza es un sentimiento húmedo y turbador. Irrita. Paraliza. Cala muy hondo, y no suele encontrar respuesta interna, fuga o solución. Al avergonzarte profundamente, firmas una especie de finiquito con la realidad. Como el asunto no tiene arreglo, sólo resta avergonzarse. Pero la mayoría de las catalanas no están dispuestas a soportar condiciones de convivencia inaceptables. Probablemente el 27 de septiembre se suban a una esperanza que les han pintado como independencia. Ha sucedido varias veces a lo largo de nuestra historia. Pero, para esta clase de episodios, España es la misma nave de siempre y su estructura está especialmente dotada. Su quilla, roda y cuadernas han probado reiteradamente que, llegado el momento, el Estado español dispone de herramientas y personas motivadas para resistir cualquier inclemencia. Creo que no hace falta concretar el espectáculo doloroso que puede llegar a organizarse. Esto sí que es un asunto de Estado, porque su desenlace nos atañe a todas y a todos los españoles.

¿Sucederá lo de siempre? ¿Cabría, por el contrario, refundar un Estado armónico para todas las naciones, países y territorios que integran España? ¿Podemos?

 

 

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