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Alzaga dice que su donación al Museo del Prado obedece a un “deber ético”

Alzaga dice que su donación al Museo del Prado obedece a un "deber ético"

EFE

Madrid —

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Óscar Alzaga decidió ceder sus mejores pinturas al Museo del Prado, una donación que obedece a un cierto “deber ético”, según ha dicho hoy en la presentación de la exposición de las siete obras que la componen, una muestra que abarca del siglo XVI a mediados del XIX.

Bajo el título de “La donación de Óscar Alzaga”, el Museo del Prado ha reunido seis cuadros donados por el expolítico, catedrático, abogado y coleccionista de arte y una séptima obra que fue adquirida con una dotación económica que dio a la pinacoteca para la adquisición de otra obra.

Así, a los cuadros de Jacopo Ligozzi, Sánchez Cotán, Herrera el Viejo, Antonio del Castillo, Eugenio Lucas Velázquez y Antón Rafael Mengs que componían la colección de Óscar Alzaga se ha unido la obra “Retrato de Manuela Isidra Téllez-Girón”, de Esteve.

Las seis obras que proceden de su colección han sido para el donante y su mujer “miembros de la familia”, ha dicho Alzaga Villaamil, que ha indicado que, no obstante, “una obra de arte en un domicilio particular no está en estado de plenitud”.

Tanto el presidente del Patronato del Museo del Prado, José Pedro Pérez Llorca, como el director de la pinacoteca, Miguel Falomir, han destacado la generosidad de Alzaga por esta donación, que permite completar el perfil de los autores de las obras.

Así, el Prado no contaba con ninguna pintura figurativa de Juan Sánchez Cotán hasta la llegada de “La imposición de la casulla a San Ildefonso”, un óleo de iconografía religiosa que data de 1600, ni tampoco tenía en sus fondos obras de pequeño formato del artista bohemio Antón Rafael Mengs, del que ahora contará con “San Juan Bautista joven en el desierto”, de 1753-54.

De Antonio del Castillo, se ha incorporado a la colección del Museo del Prado “La Inmaculada Concepción” (hacia 1650), una de las obras más tempranas y de mayor calidad que pintó el maestro de Córdoba.

“San Jerónimo” de Francisco de Herrera el Viejo (hacia 1640-45), “Alegoría de la Redención” de Jacopo Ligozzi (1587), y “Paisaje” (1852), de Eugenio Lucas Velázquez, una de las más monumentales pinturas de este autor, son otras de las obras que conforman la muestra.

Mientras, “Retrato de Manuela Isidra Téllez-Girón, futura marquesa de Adrantes”, de Agustín Esteve y Marqués, adquirida por el museo con fondos cedidos por Alzaga, de 1797, está considerado el mejor retrato de la producción de este pintor que trabajó para los duques de Osuna.

Todos los cuadros fueron pintados en España a excepción del Ligozzi, y comprados en subasta, cuatro de ellos en el extranjero, por lo que su entrada en el Museo del Prado supone un importante acrecentamiento del patrimonio artístico nacional, han explicado sus responsables.

Los responsables del Museo del Prado han destacado, además de la elevada calidad de las piezas que integran la colección, su buen estado de conservación, ya que a excepción de una no han necesitado ninguna intervención pues se encontraban “en perfecto estado de revista”.

El coleccionista ha destacado también el rigor con el que ha actuado la pinacoteca para el estudio de la colección y ha indicado que no cree que haya otra en el mundo que “ante una donación tan modesta dedique el esfuerzo que ha empleado el Museo del Prado”.

Alzaga ha señalado que la capacidad de una obra de arte para ser expuesta es “mínima” en un domicilio: “cuando te ven mayor, las pinturas muy finamente te dicen, a ver qué va a pasar con nosotras” y sus cuadros querían “acercarse al paraíso, que en Madrid es el Museo del Prado”.

“La relación del coleccionista de obras de arte no es la de un propietario ordinario” ha considerado Alzaga, que ha dicho que el dueño se convierte en un “cuidador de sus obras de arte” y tiene “obligaciones” porque de alguna forma “pertenecen a la comunidad”.

En este sentido, ha recordado que el Estado de Baviera se define como un Estado de Derecho Cultural y cómo esta circunstancia le llevó a pensar que él podía poner al servicio del interés cultural del Estado algunas obras de arte que tenía en su domicilio “no cumpliendo una obligación jurídica, sino un cierto deber ético”.

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