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Joan Miró, el curioso que abrió puertas al arte

Joan Miró, el curioso que abrió puertas al arte

EFE

París —

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Curioso empedernido, ávido de permanente experimentación, perfeccionista e independiente, Joan Miró creó un universo propio que abrió nuevos horizontes al arte del siglo XX, a la vista de una excelsa retrospectiva presentada hoy en el Grand Palais de París, y que abre sus puertas el próximo miércoles.

Son 150 obras, más del cinco por ciento de su minuciosa obra, procedentes de grandes museos y colecciones privadas, algunas de ellas poco habituadas al escrutinio del público.

Se expondrán hasta el 4 de febrero próximo, en lo que está llamado a convertirse en uno de los fenómenos de la temporada artística en la capital francesa.

“Miró se fijó en todas las escuelas, pero no quiso quedar atrapado por ninguna. De esa forma, abre las puertas de una esperanza nueva para la pintura”, explica el comisario de la muestra, Jean-Louis Prat, que combina los recuerdos del pintor, de quien fue amigo, con los comentarios artísticos del especialista que durante 35 años dirigió la Fundación Maeght.

Prat ha querido retratar en la muestra a un Miró pendiente de todo lo que pasaba a su alrededor, pero sobre todo deseoso de confrontarse con lo nuevo, de sorprenderse a sí mismo en un juego permanente con las formas, los colores y las materias.

Por eso, 44 años después de otra gran retrospectiva en el Grand Palais, ha reunido algunas de sus obras más representativas, procedentes de una treintena de museos de ocho países y de una quincena de colecciones particulares.

Así perfila a un artista obsesionado con ilustrar en sus cuadros su propio interior, que fue enriqueciéndose con los años, con el contacto con otros creadores, y que tuvo en París un punto de encuentro central en la trayectoria y la obra de un artista que vivió entre 1893 y 1983.

“Este es el color de mis sueños”, escribió junto a una nube azul pintada sobre un blanco reluciente, que recibe al visitante y sirve de hilo conductor de una muestra en permanente dialéctica entre el cielo y la tierra.

Ambos elementos predominan en sus primeras creaciones, fauvistas y cubistas, marcadas por la proliferación de detalles y por los temas que observaba en su Cataluña natal, que conforman cuadros realistas en los que ya asoma su peculiar universo interior.

De esa época es el autorretrato que durante años perteneció a su amigo Pablo Picasso o “La granja”, que Ernest Hemingway ganó en una partida de dados.

En 1917, en plena Primera Guerra Mundial, Barcelona acogió una exposición de arte francés que abrió los ojos al pintor, quien en 1920 viajó a un París donde triunfaba el surrealismo de André Breton.

Aunque tuvo buena relación con el poeta y es indudable su influjo en su obra, Miró guardó las distancias.

“Ya había roto con el academicismo en Barcelona, y no quiso ser prisionero de ninguna otra escuela”, asegura Prat frente a obras como “La mancha roja”, que muestran su particular interpretación de este movimiento.

Una relación similar a la que mantuvo con otras escuelas, de las que bebió, pero adaptándolas a su propia fuente.

En París vivió el ascenso del populismo y del fascismo en los años 30 y, como Picasso, sintió una enorme inquietud que se tradujo en la introducción en su obra de figuras monstruosas que anticipaban la barbarie que acechaba.

Miró contribuyó al pabellón de la República española en la Exposición Universal de París de 1937 con una monumental obra que estuvo expuesta junto al Gernica, pero que desapareció tras la misma.

En paralelo, el artista ahondó en la experimentación con nuevos materiales, pintó en madera, jugó hasta la obsesión con los colores y, ansioso por tocar la materia con sus manos, se dejó cautivar por la cerámica, donde trasladó su imaginario figurativo.

“El fin de las contiendas abre en su mente un nuevo periodo de esperanza para el hombre, que le permite proseguir con su permanente búsqueda”, señala Prat.

Sus cuadros son más monumentales, sus figuras más maduras, pero sus obsesiones similares, como demuestran los “Tres azules” de los años 60, de 270 por 355 centímetros, en los que invirtió meses para encontrar el tono que consideraba adecuado.

En la década siguiente comenzó a romper sus obras como nueva forma de experimentación y la obra recuerda a los grabados rupestres que conoció en su juventud.

En la última etapa de su vida, su fuerza evocadora alcanza su cenit, al tiempo que irrumpe el negro que concita la muerte, como en el tríptico “La esperanza del condenado a muerte”, que dedicó a Salvador Puig Antic.

“Lo trágico siempre va acompañado de esperanza”, asegura el comisario, convencido de que Miró nunca dejó de buscar.

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