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Martín Gaite y la libertad, 15 años después

La escritora salmantina Carmen Martín Gaite. Foto: EFE

Enrique G. Llamas

“Y en eso andamos, Carmen, en la catástrofe, porque se nos perdió el secreto, y están siendo duros estos días, por falta de honestidad y de valor y también, sí, 'por falta de secreto'”. Belén Gopegui se dirigía así a su amiga en la clausura del congreso Un lugar llamado Carmen Martín Gaite, en la primavera de 2013. Sólo hemos visto pasar otras dos –las hemos visto pasar entre correos electrónicos fugaces, entre mensajes breves y perentorios de WhatsApp que también han hecho que se nos pierda el secreto– y tenemos ya un pie en la barrera que nos indicará, a los que la conocieron y a los que no, que llevamos quince años faltos de Martín Gaite.

La escritora salmantina se fue más o menos rápido, pronto, de forma parecida a como los personajes comparsa de sus novelas se esfumaban tras dejarnos entrever que quizá ellos podrían haber sido los protagonistas. Se fue y, como Gopegui dice, quedó desperdigada en sus novelas, sus versos y sus ensayos, pero también en sus amigos y en sus relaciones con ellos, que perviven aún hoy en forma de cartas, de conferencias.

Por ejemplo, queda en la imagen de los dos ordenadores que regaló a Marcos Giralt Torrente cuando éste empezaba a escribir; en los interlocutores que se pierden y reflotan, como un Juan Benet que ya sólo habita en la región de la memoria de Martín Gaite, en los bares donde ella se mezclaba con jóvenes para leer poesía. Quizá eso también se ha perdido en gran medida: el mezcle, el cabello blanco, las conferencias donde no se deja de mencionar a los pasos de minué, los bares de la plaza del Dos de mayo, donde todo se ve como en blanco y negro, las jovencitas que en la plaza mayor de Salamanca calculaban el momento en el que se cruzarían con el enamorado para levantar la mirada.

Vista desde ahora, cuando todo es fugaz y contingente, su vida puede parecer ir siempre en borrador. Como si a ella no le hubiera dado tiempo –por mucho que viviera no lo hubiera hecho– a pasarla a limpio: sus Cuadernos de todo, donde se entrevén las semillas de sus novelas, buena prueba son de ello. De entre los sucesos vitales que jalonan el tiempo de su vida encontramos mezclas un tanto desbaratadas: unas fiebres que rozaron lo mortal, las cantigas galaicoportuguesas, una estancia en Lisboa, la terrible pérdida de su hija Marta o el hotel Blackstone en el helado lago Michigan. Aunque, claro está, la puerta giratoria de ese hotel, que ella referencia en alguno de sus escritos,nada tiene que ver con aquellas a las que tan acostumbrados estamos hoy en día. De todo esto era ella puro azogue: huía a la biblioteca del Ateneo para dejar de reflejarse:era esa época en la que se dejaban los números de las bibliotecas apuntados en casa por si alguien quería localizarte.

Nos quedan algunas de las papelerías que tanto le gustaban, sus libros poblando las estanterías de no todas las librerías: su comienzo con El balneario donde realidad, alucinación y sueño se confunden (mucho antes de que hiciera lo propio Luis Martín Santos con Tiempo de silencio), su gran infravalorada Ritmo lento (para muchos su obra maestra, para ella una novela que nunca obtuvo el reconocimiento necesario). También su relanzamiento en los noventa de la mano del hoy ya casi combustionado Jorge Herralde gracias a La reina de las nieves, novela de una estructura tan bien hilada como complicado y azaroso fue su proceso de escritura, en el que distintos avatares y ficciones se entremezclaron postergando décadas la llegada de la novela resultante.

En medio quedan labores muy alejadas del conocimiento popular: El proceso de Macanaz (más que una biografía, una crónica política de los reinados de Felipe V y Fernando VI) o el guión para la serie de TVE sobre Teresa de Jesús, donde la salmantina desterró a la antipática santa de Ávila para convertirla en “más escritora”, según palabras de Ana Garriga Espino, de la Universidad Autónoma de Madrid, estudiosa de la mística renacentista por excelencia.

Y así, juntando escritos como los fragmentos de un espejo que nunca llegan a reflejarnos por completo, Martín Gaite nos ha ido enseñando a muchos que los lobos pueden ser rubios, que da mala espina que tantas películas acaben con el “Sí, quiero” y no se nos diga qué viene detrás, qué es el entrerrock, que lo más ingenioso para escapar del infierno es utilizar las escaleras que nos da el propio diablo, que la mentira y el deterioro se suelen colar a través de los adverbios de tiempo y que vivir y morir vienen a ser como la cara y la cruz de la misma moneda echada al aire.

Pero, sobre todo, su literatura sigue dándonos lecciones sobre la libertad: “Quien pierde la libertad por una pasión es que no conoce la pasión por la libertad en sí misma”. Esa libertad que, mirada de cerca, da miedo. La que, como a su personaje Sara Allen, da susto cuando nos quedamos solos en el Metro: el metro, que son las tuberías de nuestra vida, y en la vida-ya se sabe- todo es cuestión de tuberías. La libertad que a veces perdemos y que recuperamos observando las formas variables de la nubosidad en el cielo. También leyendo a Carmen Martín Gaite.

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