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La musa de Virginia Woolf era un hombre

Virginia Woolf retratada por el pintor Roger Fry

Mónica Zas Marcos

Virginia Woolf no soportaba las biografías. Pensaba que era un género que excluía a las mujeres victorianas y solo servía para inflar la virilidad de los “grandes hombres”. La autora lo relacionaba con el carácter opresivo de su padre, el famoso biógrafo Leslie Stephen, a quien pese a todo disfrutaba leyendo. Pero nunca se planteó escribir sobre otras vidas porque lo consideraba un desperdicio de su frenética imaginación.

Solo hubo una persona capaz de hacerle sacrificar sus principios literarios: su amigo, el pintor y crítico de arte, Roger Fry. “Woolf no habría escrito la biografía de nadie más en el mundo, fue una decisión sorprendente”, dice Frances Spalding, historiadora de arte y primera ponente en el ciclo Ni ellas musas, ni ellos genios.

Este proyecto llega por tercera vez de la mano de la asociación Clásicas y Modernas, MAV (Mujeres de Artes Visuales) y la Obra Social La Caixa, con el objetivo de derribar el tópico de la mujer como “figura que inspira”.

La primera pareja protagonista está formada por Woolf y Fry porque invirtieron el género en la ecuación y él la empujó a explorar las posibilidades de su escritura. No era un maestro, porque el campo de Roger Fry era el arte, sino un muso. No es el primer nombre que surge cuando pensamos en el círculo personal de la escritora británica. A la cabeza estaría Vita Sackville-West, con la que mantuvo la mejor correspondencia erótica que nos ha dejado la literatura. También Katherine Mansfield, cuya narrativa ágil y elegante despertaba todo tipo de pasiones encontradas en Virginia, o su marido Leonard, más protector que inspirador.

Pero los expertos piensan que no hubo estímulo comparable al de Roger Fry. “Él lanzaba su energía a través del arte, no era un hombre de letras, y eso le descubrió a Woolf un ángulo distinto”, explica a eldiario.es Spalding, autora también de una monografía sobre el valor artístico de la obra de Virginia Woolf. Fry tenía las respuestas que Virginia buscaba para un momento de hastío con la prosa de su época y con sus propias palabras.

El arte de la salvación

La primera vez que se encontraron fue en una de las reuniones privadas del Grupo Bloomsbury. El artista entró en una sala donde no cabía un alfiler y al momento se convirtió en el centro de atención. Virginia encontró en su nuevo amigo un soplo de aire exterior que aligeraba el ambiente congelado de los intelectuales de siempre. Fry había viajado por todo el mundo, trabajó como comisario en el Museo Metropolitano de Arte de Nueva York y compartía teorías peculiares que animaban los debates.

“No podemos olvidar que los miembros de Bloomsbury vivían confinados en una sala de descanso y aislados del mundo exterior”, cuenta Frances Spalding. Woolf escribió en Roger Fry: A Biography (Roger Fry: una biografía) que, si sus críticas de arte eran persuasivas, como conferenciante era absolutamente cautivador. “Parecía tener más experiencia y conocimiento de la vida que todos nosotros juntos”, concedió la autora en su homenaje póstumo.

A Roger Fry también le fascinaba la relación enigmática de Woolf con las palabras. La artífice de La señora Dalloway pertenecía a esa hornada de pensadoras británicas que buscaban la androginia en su obra y la ruptura de los códigos domésticos. El veterano artista le recomendó ir un paso más allá y despojar a la lengua inglesa de su significado social, así mataba de un tiro el pájaro del aburrimiento literario y el de la herencia patriarcal del lenguaje.

“Como Gertrude Stein, Virginia hacía que las palabras tuviesen una existencia y un sentimiento independientes, sin tener en cuenta su significado”, explica Spalding. Captar este proceso intermedio entre la experiencia y la sensación se convirtió en la razón última de sentarse al escritorio. Woolf encontró en las exposiciones de arte moderno y otros círculos más gráficos la inspiración que echaba de menos en la literatura. “Al principio experimentó con historietas cortas y se fue dando cuenta de que podía escaparse de los calificativos y las descripciones”, cuenta la historiadora.

La bomba posimpresionista

Al mismo tiempo que debatía y seducía con su labia en Bloomsbury, Roger Fry organizaba una exposición que haría saltar por los aires la armonía artística de Londres. Durante sus viajes por Europa, Fry descubrió que un buen número de artistas reconocidos en el Impresionismo había empezado a experimentar con trazos y colores nunca vistos. Así pues, en 1910 montó en la capital británica una exposición llamada Monet y los posimpresionistas.

Fry unió bajo un mismo estilo inventado a estos pintores que nunca se habían identificado como un grupo homogéneo. Gauguin, Cézanne, Van Gogh, Matisse o Seurat compartían una visión muy subjetiva de la realidad acentuada con una paleta de colores provocadora y texturas irreconocibles. Roger Fry siempre le decía a Virginia Woolf que el arte no era un reflejo de la realidad. No reproducía la belleza, sino que la creaba, y la literatura debía hacer lo mismo.

El término Posimpresionista fue, más que una marca registrada, la fórmula que encontró Roger Fry para tranquilizar el ambiente. Estaba lo suficientemente cerca del Impresionismo para ser reconocible, pero a la vez ponía tierra de por medio para no hacer rabiar a los puristas.

Pero, incluso con este shock gradual, la crítica clamó por el “mal gusto” y afirmó que era parte de un “complot que pretendía destruir todo el legado de la pintura europea”. Virginia lo describió después como un momento en el que el público alcanzó “un paroxismo de rabia y risa”. Tras la muestra, Roger Fry empezó a despertar agresivos debates públicos y el grupo Bloomsbury le cerró la puerta de su torre de marfil.

Pero Virginia mantuvo la relación asistiendo a sus conferencias de arte y poniendo en práctica sus consejos. Cuando terminó de escribir Al Faro, le mandó una carta: “Creo que tú me has mantenido en el buen camino, en lo que respecta a la escritura, más que nadie. Si es que existe el buen camino”. Roger falleció en 1934, siete años antes de que el desasosiego que sentía su amiga le arrastrara hasta el río.

Por toda la deuda profesional y el afecto que le profería, Woolf no pudo negarse a escribir la biografía de su querido colega. Así, Roger Fry: A Biography no es una redacción de acontecimientos, es un ensayo sobre el hombre que la inspiró sin aleccionarla, que la admiró sin condescendencia, sobre el muso de la genia.

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