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Ruido y silencio

Un acordeón que mata fascistas

Pedro Lópeh, acordeonista y flamenco.

Montero Glez

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De todos los folclores musicales que enriquecen nuestra península, el flamenco es el más dinámico. La prueba de ello es su relación, siempre abierta, con otras músicas. En los últimos años, los aficionados hemos sido testigos de cómo el flamenco se ha fusionado sin perder su origen.

Por ejemplo, el grupo Pata Negra ha conseguido mestizar el flamenco con el blues de manera original, tomando el patrón rítmico de la negritud para conjugarlo con la raíz más festera de la gitanería, es decir, con la bulería, dando lugar a lo que Raimundo Amador ha bautizado como “blueserías”. Tampoco el grupo Ketama se quedó atrás en lo que a relación musical con otras músicas se refiere. En su caso, la conjugación armónica ha sido con la salsa, dando lugar a la “bulesalsa”.

Pata Negra y Ketama son dos ejemplos que nos explican cómo el flamenco actual ha puesto a hervir sus juegos de compás en el caldero primigenio, aderezándolo con otras músicas, pero sin perder el fondo de aquellos sonidos negros de los que hablaba el cantaor Manuel Torre. Porque el flamenco llegó un lejano día desde el oriente nómada, dispuesto a quedarse en nuestra tierra para siempre, y abriéndose a todas las músicas posibles.

En estos tiempos de pandemia y confinamiento, viene a bien recomendar el estudio de las raíces del flamenco, tal y como hizo el acordeonista extremeño Pedro Lópeh un buen día, o una buena tarde. En su trabajo titulado Ramo de coplas y caminos (Akal), el bueno de Pedro Lópeh nos cuenta cómo empezó todo para él, confinado en una pequeña habitación a la hora de la siesta, condenado a guardar silencio para no despertar a sus mayores. Fue durante aquellas horas de encierro, cuando empezó a escribir siguiendo el ejemplo de unas soleares primitivas que dicen así:

Mira que tengo talento

que he puesto una escribanía

dentro de mi pensamiento.

Con el tiempo, Pedro Lópeh seguiría el compás de la tierra libertaria y fue entonces, en aquel camino, cuando se puso a desmenuzar cada palo. Lo hizo con intención humilde, dispuesto a aprender de todos los giros posibles de cada copla, dejándose seducir por el hechizo de una música demasiado bella para ser ignorada. Lópeh diseccionó el cuerpo flamenco hasta llegar al esqueleto de cada cante. Asunto difícil, pues, para volver a componerlo de nuevo, se hace necesaria la presencia de un duende que no admite geometrías.

Con todo, en su libro, Pedro Lópeh se atreve a desmenuzar el patrón rítmico y sus acentos llevados a la velocidad frenética de las bulerías; conducidos hasta su pesadumbre en las soleares y conservando su serenidad en las alegrías.

Pedro Lopeh va descifrando cada cante de manera didáctica, haciendo fácil lo difícil. Desde las soleares, donde artistas como el Agujetas o Fernanda de Utrera ponen voz “a todo el dolor y belleza que la música encierra” hasta ese batiburrillo de cancioncillas aflamencadas que conforman el mirabrás. Con este método, Pedro Lópeh va desgajando todos y cada uno de los palos flamencos sin olvidar que el pueblo, desde donde surge el arte, siempre ha sido, es y será sujeto político.

Porque Pedro Lópeh es un libertario de raíz, un artista de los que dejan huella allá por donde pasean. Siempre armado con su acordeón, lo luce como algo más que un instrumento; una herramienta de conciencia que parece decir lo mismo que apuntó Woody Guthrie en su maltrecha guitarra: “Esta máquina mata fascistas”. Por lo dicho, no pierdan de vista, ni de oído, al bueno de Pedro Lópeh. Lo agradecerán.

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