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Wellington, Nueva Zelanda, capital de los vampiros

Retrato de una familia (no muerta) tradicional

Pedro Moral Martín

Fondo de armario para película de vampiros: estacas que se clavan en el corazón, racimos de ajos, ausencia de reflejo en el espejo, los mordiscos, la sangre, la inmortalidad. Coppola subió la temperatura al original de Bram Stoker con tórridas secuencias entre Gary Oldman y Winona Ryder; Neil Jordan le hizo el psicoanálisis en Entrevista con el vampiro, un proceso de humanización encarnado en Brad Pitt y Kristen Dunst. Crepúsculo lo convirtió en un asunto adolescente con triángulos amorosos, con el añadido de la rivalidad entre especies (los hombres lobo y los chupasangres no se aguantan). Entre todos han normalizado el deseo de ser mordido para pertenecer a este selecto club de afortunados -y atractivos- no muertos. Lo que antes eran criaturas espeluznantes se convirtieron en los más cool.

En los últimos años, el género vampírico había abandonado el terror para acomodarse en un lugar entre los culebrones y el cine de acción. La taquillera fórmula alcanzó su cumbre con Cazadores de sombras: Ciudad de hueso, una película adolescente con vampiros, licántropos y magos basada en una saga literaria teen y con la hija de Phill Collins como protagonista. El fenómeno tenía que volver de entre los muertos (sic) con algo que oxigenara las viciadas fórmulas narrativas. Algo un poco más centrado, menos Robert Pattinson y más Gary Oldman.

El tratamiento ha sido testado: El jovencito Frankenstein para las películas de terror de Universal de los años 30, la quijotesca Kingsman para la saga 007, o  Zoombieland y Shawn of the death para la invasión de zombies (o infectados) de la pasada década. Al cine de vampiros le hacía falta una película divertida y excéntrica. Justo la especialidad de Nueva Zelanda, que por fin estrena Lo que hacemos en las sombras más de un año después de triunfar en la Commonwealth.

Compartir piso con Drácula

Los platos sin fregar, el salón sin recoger o el sillón lleno de fluidos son algunos inconvenientes de compartir piso. ¿Cómo sería la cosa si los compañeros fueran vampiros?  Según Taika Waititi y Jemaine Clement, sería una experiencia sexy y decididamente cochina. Aunque los vampiros tienen toda la eternidad por delante, no encuentran el momento de limpiar la sangre, ni de la vajilla ni del sofá. Y siempre se olvidan de poner toallas cuando van a beberse a una víctima.

Este planteamiento, que ya invita a las situaciones extremas, ridículas, tronchantes y perfectamente plausibles, encuentra su marco ideal en el formato del falso documental. En este caso, un reality protagonizado por Viago, Deacon, Vladislav y Petyr, cuatro literalmente eternos postadolescentes que intentan llevar una vida lo más convencional posible en Wellington.

Antes de que salga el título del filme en pantalla, el estirado Viago (Taika Waititi) convoca en una reunión de piso para discutir las tareas domésticas. Las réplicas disparatadas de estos vampiros y esas miradas incómodas a cámara que se inventó Ricky Gervais para The Office hacen que el espectador entre en la habitación. Al veterano vampiro de 8.000 años de edad que se parece demasiado a Nosferatu se une el que luchó para Adolf Hitler, percha de una analogía muy negra entre monstruos y nazis.

Al principio las situaciones no son descabelladas. Los chicos de Lo que hacemos en las sombras salen por la noche, visitan los garitos de moda, hacen juegos de hipnosis con sus víctimas, intentan no clavar los colmillos en la carótida de su comida para no dejarlo todo perdido. Tienen sirvientes a los que prometen la vida eterna, van a fiestas de disfraces y, por su puesto, se llevan fatal con los hombres lobo. En esta película conviven absolutamente todos los tópicos del cine de vampiros y alguno más. Y todos caen en el ridículo de manera natural gracias a las risas. Muchas risas.

El otro cine de vampiros

Desde Let the Right One In (2008), un melodrama atípico sobre la violencia infantil aliñado con densas capas de nostalgia escandinava, no había pasado mucho. Hasta que el año pasado se estrenan dos aberraciones maravillosas. La primera fue A girl walks home alone at night, un western vampírico ambientado en Irán. Terrorífico, perturbador y también fascinante, la vampiresa con burka vagando en la ciudad de Bab City en busca de sangre es una imagen insólita en el cine asiático y también en el de vampiros.

La otra película fue Lo que hacemos en las sombras. No sólo porque sus actores son lo mejorcito de Nueva Zelanda y sus efectos especiales son efectivos y sensatos. La clave está en los diálogos, un registro inteligente y entrañable, oscuro pero extrañamente exento de cinismo, que caracteriza el humor neozelandés. Es el mismo que Clement y Bret Mckenzie cultivaron en Flight of the Conchords, una atípica serie musical y de comedia de HBO sobre la vida diaria en Nueva York de una banda humorística-folk neozelandesa llamada Flight of the Conchords. La serie se canceló después de dos temporadas porque a sus dos creadores y protagonista se les acabaron las canciones. Pero dejaron para la eternidad gags tan brillantes como el de la chica más guapa de la habitación que es modelo a tiempo parcial.

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