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Opinión - Vivir sobre un polvorín. Por Rosa María Artal

El comunista que vivió el sueño americano

Slava Fetisov en su etapa en el equipo nacional de la URSS

Pedro Moral Martín

Slava Fetisov es un hombre importante en Rusia. Un tipo ocupado que a mitad de la entrevista que nutre este documental titulado Red Army le dice a Gabe Polsky, el director, que espere, que tiene una llamada que hacer. La cámara sigue grabando a este ruso que mide casi dos metros. Infunde respeto. En la habitación manda él. Y con el rostro sereno, comienza a mover los labios para relatar con un insuperable sentido del dramatismo y del ritmo cinematográfico –eso será cosa de Polsky– cómo nació y se crio en la URSS en un piso minúsculo en el que comía pescado una vez a la semana.

El hockey era el deporte rey del Estado comunista. Todos los niños querían ser jugadores de hockey sobre hielo, Fetisov también. No solo consiguió jugar de forma profesional sino que además fue el mejor. El inteligente realizador ha sabido ver en la historia del deportista un espejo perfecto para contar, de paso, el auge y caída de la URSS.

Estamos en la era dorada del documental (entiéndase era dorada por la nueva accesibilidad del género para el público masivo) y Red Army como Senna, The Sugar Man o como la escalofriante The Act of Killing se colocará en el salón de la fama de los documentales. Polsky es un norteamericano que viene a contarnos la historia de la Unión Soviética. Vaya, norteamericano tenía que ser. Pero no, no ha hecho una película maniquea, fácil y patriota. El astuto realizador ha elegido la historia del mejor jugador de hockey del mundo y de sus cuatro compañeros –denominados todos como el Ejército Rojo– para hablar de patriotismo, dinero, política, amistad, traición y la épica del deporte.

Polsky se funde con la historia que cuenta (se ve que le apasiona) y claro, confunde: “Muy majo este chico californiano”, dice Fetisov refiriéndose a su director en un momento muerto del rodaje. A lo que él contesta: “Soy de Chicago”.

Hijo de Chicago y descendiente de inmigrantes soviéticos, Polsky está viviendo su sueño americano gracias a una película sobre un ruso que fue héroe nacional primero y repudiado nacional después y que además también vivió el sueño americano. Pero esto es el final, y lo que gusta es empezar por el principio. En esta película se habla de la derrota moral del comunismo sin dejar de recordar la grandeza de alguno de sus dogmas. Aunque lo más bonito del filme es descubrir cómo el modo de vida de unos y de otros se veía reflejado en un deporte heroico. Y cómo el hockey norteamericano fagocitó al ruso antes de que el capitalismo hiciera lo propio con el comunismo. 

Las leyendas comienzan con una derrota

Una derrota marca el punto de giro de este documental. En 1980 las dos potencias se enseñaban los dientes, había carreras espaciales y de armamento. Los Juegos Olímpicos de invierno disputados en Lake Placid (Nueva York) era el lugar perfecto para demostrar poder. Los norteamericanos eran inferiores. Los rusos, que habían sido educados por un entrenador y pensador llamado Anatoli Tarasov -que utilizó las técnicas del ajedrez o del ballet para enseñar a sus chicos-, eran los mejores. El resultado era una certeza, pero no, el equipo más grande de la historia de este deporte cayó derrotado frente a su peor enemigo.

La culpa, dicen, fue del sucesor de Tarasov, un odiado y recto monaguillo del régimen llamado Viktor Tikhonov. Y sin embargo, desde ese día fatídico, y durante tres años, el equipo nacional de Rusia no perdió ni un solo partido. Otra cosa eran los métodos. Los jugadores entrenaban durante 11 meses al año y apenas veían a sus familias. Eran los mejores, sí, una leyenda viva, sí, pero jugar para un tipo como Tikhonov estaba destruyendo poco a poco a estos cinco superdotados: Makarov, Lorionov, Krutov, Kasatonov y el ya nombrado Fetisov.

Entonces es cuando comienza el drama de Fetisov, su deserción, el repudio de todo un país a un tipo que había sido héroe nacional. Como si fuera fácil, Polsky recurre al thriller y la película parece entrar en el terreno de El caballero oscuro, de Christopher Nolan. Fetisov es Batman, se entiende, el héroe que Rusia se merecía aunque no el que necesitaba. El deportista acaba jugando en Estados Unidos, un buen revés para la URSS que tiene que aceptar su salida, y la de todas las figuras del Ejército Rojo si no quiere que la prensa mundial dilapide al régimen por no dejar salir a sus jugadores.

El pez grande se come al pez grande

Los jugadores rusos no cuajan en un sistema individualista como el estadounidense. Un equipo que había triunfado gracias a valores como el compañerismo: “El que lleva el disco es un siervo del otro”, decían (si lo oyera Bale). Con dogmas así era imposible triunfar entre tiburones, los campos de hielo se teñían de sangre demasiado a menudo. Pero entonces llegaron los Detroit Red Wings, y ficharon a los cinco. El ballet ruso volvió a funcionar y ganaron dos Stanley Cup. Estados Unidos se apoderó de cinco de los héroes rusos en el mismo momento en el que Mijaíl Gorbachov da por concluida la Guerra Fría y la URSS desaparece como sistema político y económico.

El tono de este documental juguetea entre la ironía y el amargo sabor de la nostalgia, el tiempo pasado que llenó de lágrimas a todos esos políticos que fueron a ver un pase de prensa celebrado en Rusia. El país que ahora dirige Vladímir Putin, que a pesar de los odios entiende mejor que nadie que siempre, siempre hay que rescatar a los héroes. Por eso un día de 2002 cogió el teléfono para llamar a Fetisov, anterior ministro de Deportes y actual senador de Rusia. Uno de los pocos hombres que ha conseguido ser un héroe en la URRS y en los Estados Unidos en mitad de la Guerra Fría.

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