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'Crónicas de Navidad': Kurt Russell siempre ha sido bueno

Kurt Russell en 'Crónicas de Navidad'

Lorenzo Ayuso

“Santa Claus es real. Hemos alcanzado el mutuo acuerdo de fingir que es real, la gente se disfraza de él, y se convierte en algo tan real como Elvis. No estoy seguro de cuán real es Elvis ahora, probablemente lo sea más que cuando estaba vivo, y Santa pertenece a esa misma categoría”, razonaba el escritor Grant Morrison al presentar en The Hollywood Reporter la tercera aventura de Klaus, donde se propone una visión pagana y hercúlea de San Nicolás, remodelando las orondas formas que le atribuyó el dibujante Thomas Nast y con las que se le reconoce en la cultura popular occidental.

La analogía con la Pelvis no es, desde luego, exagerada. Por más que el cantante habitara alguna vez este plano de existencia, con su canto de cisne en 1977 trascendió hasta adquirir un estatus mítico, fantasioso. Así lo prueban las fabulaciones en torno a su muerte y a unos avistamientos imposibles (que incluso lo situaban como un figurante fantasmal en Solo en casa) y al sinfín de alusiones y remedos que sus rasgos han venido inspirando hasta culminar en delirio. Valga citar la divertidísima novela de Joe R. Lansdale Bubba Ho-tep, popularizada gracias a su afortunada adaptación al cine a cargo de Don Coscarelli, donde un Presley septuagenario volvía a actuar contra una momia milenaria, para comprender el estatus ya inasible del rey del rock.

Elvis y Papá Noel, Papá Noel y Elvis. Estandartes de una American way of life, figuran sendas tradiciones inventadas de escala transnacional. Dos iconos a los que el tiempo ha acabado igualando en el imaginario. Tanto, que hasta comparten un vértice común con nombre distintivo: Kurt Russell. Con casi 40 años de diferencia, ambos han sido retratados por este, quizás uno de los actores que mejor representan un ideal de lo que ha, más bien había, de ser el hombre alumbrado a la sombra de la bandera de la independencia.

El actor como benefactor

En Crónicas de Navidad, su segundo largometraje netamente navideño si entendemos como tal la alegórica reunión a la mesa de Los odiosos ocho, el que tiempo ha fuera chico Disney se abriga con los ropajes de Noel con la misma entrega con la que se mimetizó con su ídolo en la tv-movie homónima que firmara John Carpenter en 1979. Con el mismo oficio al que ha acostumbrado durante su carrera.

Oficio se subraya como palabra clave al hablar de él y su eterno mullet. Forjado bajo el calor abrasante de los focos televisivos, hijo de otro currito de los escenarios (Bing Russell, que hizo carrera como ayudante de sheriff en Bonanza), idólatra de John Wayne, la concepción de la interpretación que ejemplifica en su currículo tiene poco del aire sacramental que le han conferido otros de su generación, y mucho de artesanía, de labor de campo. Es él quien se dispone al servicio de la empresa, no al revés.

Tal vez por eso su especialización, en buena medida, en forjar héroes salidos de la clase trabajadora. Papeles que asume con un sentido de la responsabilidad que podría decirse anticuado en tiempos descreídos como los que nos toca vivir. Es el caso de su Jimmy Harrell, el recto gerente de instalaciones de la Deepwater Horizon en Marea negra; del desesperado Jeff de Breakdown, del bombero Stephen McCaffrey en Llamaradas. Y también, por las mismas razones, su habilidad para la autoconsciencia, para la complicidad con el respetable. Ahí, claro, sobresale Jack Burton de Golpe en la pequeña China, donde asume con deportividad encomiable ejercer de patán cómico del auténtico protagonista de la función, Dennis Dun.

Para esta misión que le encomienda Netflix, la de terminar en tiempo el tradicional reparto de regalos tras un infortunado encuentro con dos hermanos fisgones (Darby Camp y Judah Lewis), el ya talludo galán timonea el trineo tomando ambas vías de actuación.

Envuelta su expresión en una patricia barba, con un empaque que lo emparenta antes con un aventurero inspirado en la prosa de Jack London que con la encarnación más sedentaria del mito, compone un Kris Kringle pragmático y divertido, acentuando su condición de ucrónico inventor sobre la mágica. Un Papá Noel consciente de su propia figura tanto como de la peripecia en que se ve involucrado, como prueban sus continuas objeciones a las suposiciones en torno a su apariencia, en especial a la gruesa silueta que se le presume. Porque Russell es un hombre de acción, aunque sea una tamizada para el disfrute de todas las edades.

La energía que infunde a un producto cuya mayor pretensión es la de servir de guirnalda dorada a la remesa de producciones expedidas por la multinacional de Los Gatos (California) para las Pascuas de 2018 resultaría digna de aplauso si no fuera una constante profesional.

La con(s)ciencia de los mitos

La didáctica de Chris Columbus, catequista del cine familiar de los noventa y aquí productor del asunto, se discierne en las órdenes tras la cámara de un aplicado Clay Kaytis (Angry Birds: La película), quien imprime una bienvenida ingenuidad a una historia del todo convencional (el abeto genealógico se ramifica en un padre fallecido en heroico acto de servicio, madre trabajadora y ausente, hijo mayor solo ligeramente descarriado y niña resabiada) y con deudas declaradas a Milagro en Navidad o Solo en casa. El diseño de producción con ramalazos steampunk del oscarizado Paul D. Austerberry, especialmente lustroso al ornamentar el universo del duende benefactor en el Polo Norte, contribuye a concederle una piruleta transigente y no un pedrusco a estas Crónicas de Navidad. Unas crónicas biempensantes aunque difícilmente perdurables de no ser por su bastión estelar. Eficaces pero efímeras.

En una de sus últimas líneas de diálogo, el hirsuto Russell reconoce haber sido “un poquito malo, pero en el buen sentido” durante el transcurso previo del minutado. El bien común siempre prima sobre el particular, sea este quien sea. Una premisa reduccionista pero transversal en su filmografía, no diferente de la que defendiera revólver en ristre en Tombstone. La leyenda de Wyatt Earp o más recientemente, y en circunstancias particularmente atroces, en Bone Tomahawk. Claus/Kurt cumplirá su cometido y desaparecerá, cual moribundo sheriff Hunt en el valle de los hombres hambrientos. Su arquetipo anacrónico apela al deber individual como llave al mantenimiento de un orden que avanza y al que acabará quedando ajeno, quedando su legado como un símbolo patrimonial, un signo identitario.

A estas alturas, Santa Claus es tan real como Elvis, o mejor dicho, Elvis es tan real como Santa Claus. Ambos, espectros míticos de algo que alguna vez pudo existir, se amalgaman en la secuencia a buen seguro más rescatada a posteriori de este filme. Una donde el protagonista, bien secundado por Little Steven & the Disciples of Soul, entona un contagioso blues para proclamar su vuelta a la ciudad. Tan contagioso que parece no cesar de resonar en lo que resta de película, tanto que incluso podría sustituir a todo lo demás.

Kurt Russell siempre ha sido bueno, tan bueno, que algún día será tan real como esos otros dos personajes. Si no lo es ya.

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