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'Mi hija, mi hermana', thriller con alma de John Ford

Francesc Miró

En 1956, John Ford rodaba la historia de Ethan Edwards, eterno John Wayne, un hombre solitario para quien el rapto de su sobrina era la única razón para seguir viviendo. Encontrarla, y castigar a los comanches que la han raptado, se convertía en la única meta de su vida, su obsesión. Un empeño que le acabaría metiendo en el cuerpo a Martin, un muchacho mestizo adoptado por su familia.

En 2016, cuando se cumplen sesenta años del estreno de Centauros del desierto, Thomas Bidegain dirige una historia muy parecida. En el este de Francia, Alain sufre la desaparición de su hija en la celebración de un encuentro de amantes del Lejano Oeste americano. Desde ese momento, el padre de familia emprende una búsqueda sin tregua para encontrar a su hija, contra todo y contra todos. Los años pasan y la familia se desmorona, pero él arrastra a su hijo en esa búsqueda que parece no tener fin.

Se diría que lo que propone Bidegain con Mi hija, mi hermana, no es tanto un sentido homenaje a la obra maestra de John Ford como un canto a su universo narrativo. La comparación es demasiado obvia, así que su película decide recorrer caminos más propios del drama contemporáneo y el thriller funcional. Pero lo hace conscientemente y asumiendo como propio y actual todo lo que subyacía en el universo fordiano. Su película habla de la cuestión racial, los prejuicios étnicos, el progresivo desmoronamiento del significado de masculinidad o la obsesión como elemento transistor de nuestros miedos.

Pero con todo esto construye algo diferente; el western como marco narrativo para analizar los miedos de la sociedad occidental de hoy. Por eso, los comanches aquí son yihadistas, los años pasan entre el miedo instalado por las imágenes constantes del terrorismo internacional, y la verdadera lucha es conseguir una aceptación plena del diferente en nuestra propia casa, en nuestra familia.

Su actualización del espíritu fordiano tiene hoy más que ver con la convivencia cultural del drama social más cercano a propuestas como Cruce de caminos de Derek Cianfrance que a La conquista del Oeste, sublimación de su estilo. Como en la película de Cianfrance, los saltos temporales importan y se dan de repente. La vida es un giro de guión, una caja de bombones, que diría la sublimación de la estupidez hollywoodiense. Nunca sabes qué te va a tocar. Un día estás bailando con tu hija en una fiesta, y al siguiente te encuentras buscándola en Teherán. Y un mes después es tu hijo, su hermano, el que la busca incesantemente por medio mundo.

El terrorismo como telón de fondo

El argumento de Mi hija, mi hermana sorprende constantemente por lo que se lee, sus giros de guión, cada uno con un matiz diferente, cada uno más inesperado y revelador. Pero también sorprende por lo que se desprende del texto, pues desarrolla una visión del miedo al terrorismo que se significa en ese enemigo que el hombre occidental tiende a tener como parte de su naturaleza. Antes eran indios, hoy árabes, qué más da.

“Queríamos que de la trama principal surgiera otra más pequeña. Desde el principio pensamos en la introducción de los acontecimientos del 11 de septiembre, pues dieron al mundo una nueva perspectiva de lo que era el terrorismo. Cuando el personaje del niño ve el ataque al World Trade Center por televisión, en lugar de ver una catástrofe internacional, ve a su hermana desaparecida. Es en este punto en el que la historia pequeña se convierte en parte de un imagen de la más grande”, cuenta su director Thomas Bidegain.

El realizador francés se hizo un nombre de culto antes de pasar a ponerse detrás de las cámaras. Los guiones de Dheepan, Un profeta o De óxido y hueso llevan su firma, como colaborador habitual de Jacques Audiard. También son suyos libretos tan interesantes como el de Perder la razón o el de la entrañable La familia Bélier.

Aproximaciones a realidades muy distintas, pero con referentes claros, como los de Mi hija, mi hermana. “Con todos los referentes, quería que el espectador pudiera introducirse en ese ambiente de western a la francesa, que se pusiera al nivel de los personajes. Para mí, era crucial que empezáramos en el seno de una comunidad creíble”, asegura el director.

También es un viaje iniciático, dividido en diferentes fases. “Desde el principio, el proyecto consistió en narrar cuatro momentos, separados por ciclos de varios años. En la primera parte, una joven desaparece: este sería el período de investigación. Entonces profundizamos en la relación entre padre e hijo, que se fortalece durante el viaje al norte de Europa. Las cosas se descontrolan y poco a poco el hijo se convierte en el guardián del padre. Este es un período oscuro. La tercera parte es una aventura, una expedición a través del país a caballo y con turbante, en el que se produce un asesinato. Es un mundo en el que una mujer puede cambiarse por una pulsera. El último capítulo es el regreso a casa y la historia de amor”, cuenta Bidegain.

La posibilidad de redención se da en términos muy similares a los de la obra de Ford. La eterna puerta de la vieja casa del oeste, se transforma en la puerta de un todo a cien. Pero el contenido dramático es el mismo. Y el contenido cinematográfico transpira, de nuevo, respeto por los referentes.

El de Mi hija, mi hermana es el último ejemplo de películas absorbentes que albergan historias casi universales, aunque sus protagonistas monten a caballo y lleven sombrero tejano. Con sus fallos, derivados de la ambición de su premisa, es otra prueba de que el western sigue muy vivo. Vivo y actual.

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