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El infierno del cielo digital

Johnny Depp y Rebeca Hall en 'Transcendence'

Raúl Minchinela

En Transcendence, Johnny Depp es un experto en inteligencia artificial que termina trasladando su conciencia al mundo digital. Se convierte en un intelecto sin cuerpo, que habla con su esposa sin necesidad de aliento, inmortal y omnisciente. La mística de alas y de halos convertida en una ascesis de ventiladores y pilotos luminosos. La inmortalidad en las nubes reformulada como inmortalidad en La Nube.

Visto el paralelo, cabría pensar que todo en la película serían alegrías, porque el cielo cristiano se suele retratar como un remanso de luz, paz y melodías de arpa. Pero la cinta plantea un futuro admonitorio que se debe evitar a toda costa. Suena a contradicción, pero se debe a una convicción central de la fe protestante. En ese cielo digital trascendido no hay Dios. Que es, casualmente, como la Reforma describió al mundo material, a las avenidas que nos rodean, al espacio donde debemos convivir con el vecino. El credo luterano en el que se construyen las películas de Hollywood hace una equivalencia directa: ese cielo digital es como la calle, como el espacio público: un lugar donde solo puede haber peligros.

El Mal está ahí fuera

En la fe del individualismo “el espíritu solo puede ser quien realmente es en la intimidad de su espacio privado”, y la calle es el lugar de las turbas. El antropólogo Manuel Delgado en su conferencia de de 2013 [Lo urbano y el Maligno, min 40:18] recordaba a Richard Sennet, que dejó escrito que en las ciudades norteamericanas las calles son perpendiculares “precisamente por eso; para vigilar las calles, puesto que si ahí no hay Dios, ¿quién nos preserva del maligno?”.

El mito de la trascendencia aplicado a lo digital encaja mal con la convicción individualista. Por eso es inevitable relacionar esta cinta con Her, el largometraje de Spike Jonze, donde un usuario se enamora de Siri, la voz femenina que contesta nuestras peticiones en el iPhone. El individualismo sólo deja espacio para la relación íntima del amor personal, como la viuda que transfiere a su marido vía upload a su trascendencia. La única acción colectiva que el guionista le permite, la única pensable en este contexto, es montar una secta. Que, por supuesto, sigue a un líder. Todo grupo es un grupo terrorista.

La trascendencia digital se proyecta como una doble mística que regresa a la permanente cuestión sobre la máquina que piensa. El premio Nobel Richard Feynman, en una conferencia sobre ordenadores en los ochenta [min. 53], respondía a un asistente que se preocupaba por si las máquinas podrían pensar como los hombres. Feynman señalaba que el animal más rápido es el guepardo y que hemos conseguido automóviles más rápidos precisamente porque no corren como el guepardo. La inteligencia artificial no requiere pensar como un humano, pero formularlo así ilumina la herejía de un sistema donde el individuo no es el centro.

De Ícaro a Terminator

Stephen Hawking recordaba este mismo mes en The Independent la obra de Irving Good, que aplicaba el mito individualista a la inteligencia artificial. Una máquina inteligente mejoraría infinitamente su propio diseño; lo que Vernor Vinge llamaba “La singularidad” y lo que Johnny Depp en la propia película llama Trascendencia. El individuo puede sublimar solo y por sí mismo, de espaldas a la calle, a salvo de la selva donde existe el riesgo de los demás, en un ascetismo maquinal donde la aceras se han de limpiar a porrazos porque lo bello está dentro de mí desde el principio.

El cielo de los angelitos es el infierno de los individuos que se agarran a sus teléfonos para interactuar sin salir. Para qué aventurarse ahí fuera si Meetic.com ya nos puede adjudicar novio, si podemos empatizar con la voz del sistema operativo, si podemos enamorarnos del propio smartphone. Con su cerrazón convertida en alarma, Transcendence recuerda a los tertulianos de radio que se alarmaban tarde tras tarde por las abreviaturas de los chavales que escribían por sms, una emergencia que hoy es agua pasada y mueble con polvo.

Hacerte una copia para la inmortalidad plantea preguntas más interesantes. ¿Quiere mi copia ser inmortal? ¿Sueña mi perfil de Facebook con vacaciones eléctricas? Precisamente esa exploración se deshilacha cuando la planteamos como una copia solitaria. Si es una condición esencial que en la inmortalidad seamos para siempre lo que somos ahora, no hacen falta tantas alforjas. Ser siempre el mismo es un aburrimiento, y vivir aburrido es vivir un tiempo infinito. Un cielo donde estás solo. Un infierno.

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