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CRÍTICA

'En realidad, nunca estuviste aquí': cine depresivo para el espectador moderno

Fotograma de la película 'En realidad nunca estuviste aquí'. con Joaquín Phoenix

Rubén Lardín

Joe es un veterano de guerra que se gana la vida rescatando muchachas explotadas sexualmente. Su vida privada es de una austeridad patológica, intolerable, de una insuficiencia emocional que en la arena le lleva a ser arrollador. Sus métodos, en ambos ámbitos, son expeditivos y sentimentales. Un día recibirá un encargo desde altas esferas: la hija de un político ha sido secuestrada.

La británica Lynne Ramsay, que ya fondeó las razones y las consecuencias de la incomunicación en títulos anteriores, vuelve a emitir un estudio psicológico con maneras despiadadas de rapsodia mental.

Corredor sin retorno

Como ya hizo en Tenemos que hablar de Kevin, donde los fragmentos iban componiendo la cronología y las razones de la tragedia, Lynne Ramsay presenta otro thriller moroso, elíptico e interior con el que pretende ir perforando el ánimo del espectador.

La base esta vez es la novela homónima del siempre impúdico Jonathan Ames, un libro del desasosiego cuyo titulo ambiguo y se diría que poco inspirado señala las cualidades fantasmagóricas que van a gobernar la existencia de su protagonista, un mercenario de moral severa, un soldado de fortuna determinado a tareas incontestables como son la salvación de jovencitas explotadas.

Para justificar sus métodos, Ramsay toma recursos de escritor decadente, apela a la psicopatía del público y le entrega una película con alma de serie B donde el protagonista es también un demente, un asesino al que sin embargo se otorgan unas razones que el espectador contemporáneo no va a poder rechazar: Joe es un psicópata que ejecuta a proxenetas. Mejor aún, a pederastas.

Frente a la mención del lobo, el espectador se encontrará moralmente escindido, aturdido en la conciencia y en cualquier caso incapaz de ninguna objeción a la tarea criminal de Joe, cuya arma favorita, además, no es una blanca o de fuego sino una honesta herramienta de trabajo: un martillo. Un martillo que merece un flamante plano detalle que nos permite leer en su cabeza una inscripción tan prosaica como significativa: “Made in USA”.

Así, la película admitiría ser leída como cine fascistoide a la manera de Yo soy la justicia y otros títulos de justiciero urbano que proliferaron en la Era Reagan si no fuera porque hoy gran parte del cine comercial está protagonizado por psicópatas, héroes de acción con patente de corso para arrasar con todo en nombre de causas con buena carga simbólica o emocional.

Espacios mentales

Las menciones cinéfilas que envaran la película son muchas. Ramsay pretende dar un retrato de Nueva York con los modales de Samuel Fuller, emparenta a su protagonista con el Norman Bates de Psicosis y embellece la violencia a la manera de cierto cine asiático indolente donde los impulsos se presentan como rutinas, si bien su referencia más clara es el Taxi Driver de Scorsese, de la que por momentos parece una revisión hipster.

Con música de Jonny Greenwood, de Radiohead, y el barro esencial que es el físico de Joaquin Phoenix, minotauro desorientado en su propio laberinto, Ramsay confía su discurso a una plástica fuerte que no acaba de cuajar en retórica personal y que resulta muy tocada del inevitable cinismo posmoderno.

La película, un thriller brutalista que ocurre en el sistema límbico, la región cerebral donde se gestionan las emociones, se ve finalmente algo lastrada por su aspiración íntima de epatar y/o embelesar urbanitas, pero triunfa en su presentación de la vida moderna como lo que está siendo: puro estrés postraumático.

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