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La resistencia del consumidor de series

La familia que consume unida...

Raúl Minchinela

En octubre de 2013, el actor Anthony Hopkins escribió un email a Bryan Cranston para felicitarle por su interpretación. El protagonista de El silencio de los corderos elogiaba el trabajo del protagonista de Breaking Bad y celebraba el recorrido argumental que había tejido su creador, Vince Gilligan. La carta se filtró a los medios para complementar el “éxito de público y crítica” y dar la visión de los profesionales. Pero no fue ninguno de esos adjetivos admirativos lo que caló entre los lectores, sino un detalle que el actor británico señalaba de pasada en el segundo párrafo: había visto la serie completa “en un maratón [de] dos semanas de consumo (adictivo)”.

Este zamparse series completas de una sentada es lo que los norteamericanos han denominado binge-watching, que según los diccionarios se traduce como “atracón” o “borrachera”. Un pecado de hogar que resulta que atrapaba también a los profesionales. El consumo de televisión que había superado lo recomendado y rozaba lo patológico recibía gracias a esa carta un respaldo formal y un marchamo de garantía.

El consumo al por mayor había tomado carta de naturaleza ese mismo año, cuando las plataformas de vídeo a la carta decidieron publicar nuevas cabeceras sin seriar los capítulos, es decir, entregando toda la temporada de una vez. Así se estrenó House of Cards en Netflix en febrero, así se publicó la cuarta temporada de Arrested Development en mayo. Estrenadas directamente para el consumo sin pausas. Con la normalidad establecida en la bulimia.

El tamaño importa

Esta nueva situación ha provocado la aparición de webs como tiii.me, donde uno puede averiguar el tiempo que ha consumido, invertido o malgastado delante del monitor delante de la ficción seriada. Tecleas el título, señalas cuántas temporadas, y aparece la suma total de la duración de los capítulos. Así vas añadiendo cabeceras y descubres que si te has recorrido Anatomía de Grey, Sexo en Nueva York, Cómo conocí a vuestra madre, Orange is the new black, Perdidos, Los hombres de Paco y un par más, el resultado final supera los quince días enteros, con sus noches.

El nuevo espectador tiene en esta calibración del tiempo una pátina de logro, como esos sonoros cierres que se oyen en la playa cuando una lectora consuma finalmente su best seller del verano. Lo que a un observador principiante le podría parecer un haragán de sofá resulta ser en realidad un erudito que cambia los lomos por cronos, un abad que tiene en el salón el claustro de su hermandad audiovisual de ora et valora. El paginado de los libros, que se aireaba como si fuera una marca deportiva, tiene ahora un paralelo en el minutado de las series, que separa al novato del apasionado y al zapeador del corredor de fondo. Antes verse treinta horas de audiovisual era una entelequia, ahora es pan comido y fan-subtitulado.

El fondista y el largo metraje

Curiosamente, en el audiovisual de vanguardia el metraje desmesurado ha sido un lenguaje en sí mismo. Hay un abismo entre los seriales cinematográficos que en la segunda década del siglo veinte elaboraba Louis Feuillade -como Les Vampires (1915), Fantômas (1913) o Judex (1916), que juntos presentan también una extensión imponente-, y los experimentos de Andy Warhol cuando decidió usar la pantalla como evolución del lienzo y proyectaba ocho horas de fachada de edificio para su película Empire (1964) o inmortalizaba cinco horas de siesta en su cinta Sleep (1963), todas sin asomo de aceleración ni de montaje para dolor de Eisenstein y de la escuela Kuleshov.

En los manuales del audiovisual aparecen cintas de ficción como la húngara Sátántangó (Béla Tarr, 1994), que tiene más de siete horas de duración, y documentales que superan las nueve horas, como Tiexi Qu (2003), la película sobre la China industrial del director Bing Wang, o Shoah (1985), la cinta sobre el Holocausto nazi que realizó Claude Lanzmann.

El actual espectador de series, ya habituado a las duraciones extensas y capaz de recorrer largos minutajes, no ha mostrado intención de asomarse por fin a estas películas que tienen, ahora, una envergadura manejable. No muestran el interés de los alpinistas, que se enfrentan al macizo más arisco “porque está ahí”. Curiosamente, las películas que tienen parte de su discurso en la propia longitud sí que han parecido darse cuenta de las nuevas marcas del espectador moderno, porque han disparado sus nuevas duraciones para vencer al fondista más resistente.

Modern Times Forever (Stora Enso Building, Helsinki) es una película danesa de 240 horas de duración creada por el colectivo artístico Superflex. Muestra la futura decrepitud del edificio a lo largo de los siglos. Arquitectura socavada por las condiciones medioambientales, acelerada como esos vídeos que levantan en dos parpadeos el andamiaje de los rascacielos, pero proyectada como decadencia-ficción. Sin un solo rostro humano, solo una fachada de edificio, como el impasible Empire de Warhol.

La película más larga con caras conocidas es todavía Cinématon, una cinta de 190 horas estrenada en 2006 por Gérard Courant y que en 2011 era aún el audiovisual más largo de la historia. Una secuencia de escenas independientes de 3 minutos y 25 segundos de duración separadas por una cartela en collage donde declara su condición de “le film le plus long” y donde podemos encontrar a Roberto Benigni, Julie Delpy, Jean-Luc Godard, Wim Wenders o Terry Gilliam.

El tiempo del espectador y el del vídeo invisionable se expanden en correspondencia, y ya está prevista para 2020 la aparición de Ambiancé, una película sueca dirigida por Anders Weberg que tendrá 720 horas de duración. De momento, ya se ha publicado un teaser de 74 minutos. Y se han anunciado otros dos avances: un trailer promocional en 2016 de 7 horas 20 minutos y otro en 2018 de 72 horas de duración. Todas muy cerca del videoarte ambiental y en las antípodas del ritmo frenético y la tensión argumental.

En su cómic Hervir un oso, Miguel Noguera y Jonathan Millán fantaseaban con la aceleración infinita del tiempo en la serie Cuéntame. Cuando los capítulos de TVE alcancen los años en los que se estrenó la serie, el Cuéntame dentro de Cuéntame irá más rápido que el tiempo real y alcanzará un tercer estreno anidado aún más veloz, hasta alcanzar lo que ellos denominaban Cuéntame a la velocidad de la luz.

El visionado de series mediante binge-watching, el consumo de ficción seriada a temporadas enteras de una sentada, también parece forzar el tiempo audiovisual hacia un infinito, pero en expansión en lugar de contraído. Más tiempo para la película invisionable en la era del espectador resistente. La obra inabarcable frente al consumidor imbatible. Una paradoja descarrilada para la que ya no tenemos botón de pausa.

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