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Joann Sfar: de amor eterno, terrorismo islamista y sopa de caca

Joann Sfar

Rubén Lardín

Es una de las grandes voces de nuestro tiempo, aunque aquí se le escucha poco porque su territorio natural son los tebeos, un lenguaje que, gracias a Dios o a quien corresponda, sigue evolucionando libre y al margen de lo que se llama opinión pública.

Nació en Niza hace 45 años, se formó en Filosofía y Bellas Artes y ejerció de zapador y estandarte de la llamada nueva ola del cómic francés, que con el ejemplo predicó una liberación de las constricciones formales e industriales del medio. Hoy su obra ronda el centenar de libros de historietas, tres largometrajes y un cuarto en proceso, media docena de novelas y un sinfín de colaboraciones con otros autores.

El gato del rabino, La mazmorra, Klezmer, Pascin, La java bleue, Chagall en Rusia… Censar su bibliografía es una labor ingente y empieza a parecer misión imposible dada su productividad. En ella se cuentan varias series inacabadas que responden a una creatividad tornadiza, donde el disfrute de la confección y el entusiasmo de la novedad son mucho más importantes que la ingeniería de la obra o la culminación del proyecto. Toda una declaración de intenciones en tiempos de teleseries y manuales de guión.

Joann Sfar lleva media vida sin levantar el pie del pedal y su presencia es perpetua en la mesa de novedades de las librerías francesas. Estos días llega a las nuestras con un par de títulos que se sitúan en los dos extremos de su producción: el tebeo infantil y el diario íntimo.

Crónicas vampíricas

Toda la obra de Sfar podría decirse que es sentimental. Nada que ver con las emociones a las que hoy apelan todas las ficciones e incluso la realidad misma filtrada por las corrientes de manipulación adscritas al siniestro storytelling. Sfar no aspira a derrotar a sus lectores y sus intereses tienen más que ver con la fe y la teología, la familia y el temperamento artístico, la virilidad y lo femenino o la razón y la sangre, conceptos en contraste de cuyas combinatorias pretende extraer certezas.

Son temas que se tratan a fondo -y sin embargo con una levedad ejemplar- en ese bestiario amoroso que conforman las aventuras del vampiro Fernand, recogidas en su totalidad en sendos volúmenes, Vampir y L’amour, que con su clarividencia y su gracia tratando los asuntos del corazón han logrado abrirse a lectores ajenos a los misterios del cómic. La serie encuentra estos días su broche perfecto con la edición integral de Pequeño Vampir, la encarnación infantil del personaje, que nada tiene que ver, por cierto, con el homónimo de Angela Sommer-Bodenburg.

Pequeño Vampir, que llega en traducción espléndida y viva de Joana Carro y Regina López Muñoz, es una propuesta sensacional para niños y adultos intactos. Las aventuras del pequeño chupasangres, su perro volador Fantomate y su amigo humano Miguel, un trasunto del autor, fluyen trepidantes, ajenas a pedagogías y poniendo en juego todos los elementos que hacen de la lectura una actividad lujuriosa y trascendente.

El triunfo de Sfar es acometer un tebeo para niños sin abandonar ninguno de sus intereses habituales. Como cuando se dirige a los adultos, el autor ofrece aquí una obra tentacular permeada de poesía, manga, cine de terror, filosofía, videojuegos, erotismo y amor a los clásicos. Son páginas que en cuanto pueden apelan a la más flagrante humanidad, como prueba la aventura Pequeño Vampir y la sopa de caca, que en su momento mereció el premio Jeunesse en el Festival de Angoulême.

Pequeño Vampir transcurre lleno de traumas: la deontología del judaísmo, el estigma de la orfandad, la tiranía de la concupiscencia. Asuntos que a los niños no les interesan lo más mínimo según creemos nosotros pero que, abordados con la excitación de quien en todas partes intuye respuestas, resultarán aderezo para la identidad del lector. Así queda demostrado en este libro susceptible de convertirse en objeto recurrente en días de tedio o convalecencia, que además posee la capacidad -atención a esto- de fabricar lectores para los restos.

De un país en llamas

Sfar, como se pudo ver en el documental dirigido por su amigo el actor Mathieu Amalric, dibuja todos los días y en todas partes. Lo hace por orquestarse un poco el pensamiento y las preocupaciones, y desde 2002 va depositando esa incontinencia gráfica, entre el ensayo y el flujo de conciencia, en cuadernos personales donde se mezclan el comentario social, político, filosófico y siempre sentimental con las reflexiones sobre proyectos y vivencias en curso.

“No tengo nada que decir. No tengo un mensaje que transmitir, y tampoco una visión definitiva del mundo”, advierte en el prólogo a Si Dios existe, el primero de esos cuadernos publicado en castellano. Pero miente: para Sfar el dibujo es en sí mismo discurso. En Si Dios existe coinciden también varios traumas simultáneos: Sfar se separa de la madre de sus hijos, su padre fallece y varios amigos y colegas son asesinados en la redacción de Charlie Hebdo.

El dibujante se siente tan desorientado frente a los acontecimientos que vuelve a sus cuadernos para preguntarse sobre la pena de una Europa abatida, la desesperación del ciudadano francés y del musulmán en particular, y expone no tanto el duelo por los crímenes como las objeciones al “Yo soy Charlie”, las problemáticas de la consigna y el abandono de la fe como raíz de todo mal. “El museo de Hergé anula una exposición sobre Charlie Hebdo”, recoge en una página, y seguidamente anota: “En mis tiempos no te bajabas los pantalones. Mucho tupé y pocos cojones”.

Como quien garabatea imágenes en la arena con un palo para explicarse cosas, para comprender sus luces y sus tinieblas o al menos para trazarse un rumbo, Sfar imprime sus intuiciones más frescas en las páginas de sus cuadernos y, apelando a la voluptuosidad y al sentido dionisíaco que caracteriza su obra, se apunta a clases de capoeria como metáfora de una lucha limpia, un combate sin contacto y una dialéctica del gesto. Más tarde propone una primera respuesta a la sinrazón: “se necesitan grandes fiestas para poner el pensamiento en marcha”.

Joann Sfar no se tiene miedo como artista. Trabaja sin pautar, sin más objetivo aparente que el embriagarse de palabras e imágenes y con la digresión como credo, algo que hace que hasta la peor de sus obras contenga al menos una página incandescente encaminada a la gloria. “¿Por qué motivo las mejores cosas son sistemáticamente menos conocidas que las cosas que son menos buenas?”, se preguntará en un pasaje de Si Dios existe. “Eso, al menos, no cambia”, se responderá aliviado en la siguiente viñeta.

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