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Pongámonos serios: 12 tebeos de humor para combatirlo todo

Todos los hijos de puta del mundo

Rubén Lardín

Si eres español, tu vida es un drama, así que atiende: si algún mérito tiene este país es que da risa. Para despejar cualquier duda basta con asomarse a Todos los hijos de puta del mundo, una recopilación de las páginas que Antonio González Vázquez ha ido entregando a revistas como Orgullo y Satisfacción. Lo suyo es un humor cínico y misántropo, propenso a los desenlaces de choque y adictivo en cuanto se entra en él, algo que ocurre se quiera o no ya que en lo gráfico está imantado como los folletos de seguridad de los aviones, con un diseño diáfano y distante, presagio de la catástrofe, que en sus diálogos se desbocará en sátira refrescante y brutal. El autor, que es también responsable de las piezas cortas que oxigenan El Intermedio en televisión, hace justicia con la cochambre política en un puñado de historietas delirantes que devuelven a los gualtrapas de turno, todos con su nombre y su apellido, a su condición natural de monigotes. La propuesta suena arriesgada porque en su anclaje a la más rabiosa actualidad podría vencer en la próxima vuelta electoral, pero comprobado que si aquí algo cambia es para que siga todo igual, Todos los hijos de puta del mundo se alza como una reluciente ración de píldoras atemporales sobre nuestra condición social.

Los personajes de Mauro Entrialgo son más de estar por casa y a menudo se están tomando un quintillo para quitarle hierro a sus observaciones, pero la clarividencia de bar nunca debe ser menospreciada. La décima entrega de Ángel Sefija, personaje que el autor lleva años desarrollando en El Jueves, no pierde comba y con su astucia dialéctica desenmascara misterios que atañen a la cultura, el urbanismo, la publicidad engañosa o la prensa misma. Relaciones entre clientes y empresas, al fin y al cabo, que en esta parte del mundo se suelen regir por un principio de picaresca propenso a la delincuencia y el hijoputismo. Ángel Sefija es un lince y cada álbum suyo es un nuevo caudal de observaciones al servicio del ciudadano, que en la lectura se irá viendo reflejado unas veces como atónita víctima y otras como botarate.

De Mauro Entrialgo se encuentra también otro cómic reciente en las librerías, Lo contrario, una antología menos reglada y sin embargo más sedosa en la que conviven acuarelas eventuales, piezas creadas para exposiciones, páginas de historieta hasta ahora dispersas en prensa o fanzines y un sinnúmero de sorpresas gráficas que estimularán al aficionado y que a un lector curioso tal vez le descubran el trabajo de este autor que, si fuera por frutos y logros y no lo impidieran su deje procaz y el hecho de que el humor nunca haya contado con el beneplácito del poder (estaríamos buenos), debería ser premio nacional de un momento a otro.

Otro veterano de enorme talento bien conocido por los lectores es Manel Fontdevila, que con su serie La Parejita lleva años reflexionando con hache de humor en torno al mayor cataclismo que puede darse entre hombres, mujeres y viceversa: la suma de dos. En Las nuevas aventuras de Emilia y Mauricio, donde la parejita ha replicado sus genes y ya son tres, el autor se infiltra en la médula de las situaciones domésticas, desgrana pactos y alianzas y hace crónica de la rutina para recoger el pálpito de la vida domesticada. Con su dibujo de alto linaje y una querencia por esa tradición tan nuestra e iluminadora del miserabilismo, del reírse a veces por no llorar, Fontdevila enfrenta los momentos más destacables de la vida arrejuntados: ver series, hacerse cargo de las tareas domésticas, ver series, mantener operativo el lecho conyugal, enfrentar la asechanza de los churumbeles o, bueno… ver series. El montante es un costumbrismo dulzón y cómico en su aflicción del que se deduce que el ministerio del matrimonio, policía del amor, es una ciencia que opera en contra de la felicidad, si es que la felicidad era esto. Todo ello regado, eso sí, por los destellos de afecto y complicidad que sostienen el invento.

Paco Alcázar lleva también mucho tiempo con el espinazo doblado sobre el tablero, dando un dibujo estertóreo y una obra donde parece emboscarse algo turbio que no es más que guasa pura sintetizada. Esas cualidades suyas se aprecian muy bien en el segundo volumen de La industria de los sueños, donde recopila las tiras creadas mensualmente para la revista Cinemanía. ¡Pura fórmula!, que así se subtitula el librito, es un nuevo y brillante surtido de hipótesis, conjeturas y valoraciones alrededor del mundo del cine, sus lugares comunes, sus inercias y su star system. ¿Cómo hubiera sido El Hobbit dirigida por Julie Delpy? ¿Sabía usted que en La casa de la pradera había malos tratos y abusos sexuales? ¿Qué dieta sigue M. Night Shyamalan? ¿Está el espectador nacional preparado para ver sonreír a Luis Tosar? Con los aperos de un viejo tebeo de quiosco donde cada viñeta es una guinda para caerse patitieso de espaldas, Alcázar nos descubre que la magia del cine también se localiza en sus sinsentidos.

Prologado, precisamente, por Paco Alcázar, quien nos previene de que las historietas que vamos a leer a continuación tienen la lógica de las pesadillas, el joven Joaquín Guirao se encomienda en No tiene gracia al puro y espontáneo descojono, que no deja de ser una de las encarnaciones más saludables de la risa. Chistes de caca, pollas en vinagre, vejaciones a manta, una inclinación kamikaze hacia lo pueril y un dibujo desatendido, atropellado y hasta impertinente que juega en favor de la chufla más bruta, que en lo geopolítico es una de la que nos corresponde. No es tan fácil, hay que tener arte para no salir escaldado y Guirao mantiene el tipo en su acumulación, a la que no se puede responder más que con carcajadas desquiciadas.

En una línea igualmente desopilada y con un prólogo venido del trasmundo a cargo del profesor Jiménez del Oso, Los ángeles de María destaca entre las publicaciones afectas a la mitología de los años 80 porque a diferencia de la mayoría no llega desgastada por su propia propuesta. Lo consigue alternando la documentación de época (recortes de prensa, publicidad psicotrónica o fragmentos de novelas juveniles) con unas historietas protagonizadas por el jesuita padre Pilón, exorcista y parapsicólogo comisionado para constatar la aparición de la Virgen a tres niños de Morata de Tajuña que, tras la visita mariana, habrían desarrollado poderes de utilidad en la misión de recuperar el brazo incorrupto de santa Teresa, una reliquia que Hitler sustrajo a Franco sustituyendo la original por un salchichón. La referencia más a la vista para esta aventura anticlerical sería la irreverencia de South Park y su fijación por desmantelar la realidad para mostrarla al desnudo, en la burla, algo para lo que los autores Roberto Bartual y Julián Almazán se revelan sobradamente preparados, amén de cultos y documentados en las citas y referencias.

El tríptico de los encantados (una pantomima bosquiana) no es un tebeo de risa pero encarta aquí porque es una fiesta. Se trata del primer cómic editado por el Museo Nacional del Prado y en él Max se trae al Bosco al ahora. No elige dialogar con él sino que toma su timbre, lo incorpora a su voz y llega a comprenderlo a partir de tres anécdotas que imponen cordura e insuflan vida nueva a la obra del pintor, que en todo momento se celebra. Max está en el tercer apogeo de sus recursos y en él no hay costumbre. Su gran triunfo es seguir seduciendo a lectores jóvenes y su afán, como siempre, es llegar a expresarlo todo con nada, ir despojándose de lo accesorio para dar páginas blancas e iluminadoras, espacios que en este cruce de caminos se hacen resonancia frente a la recarga del flamenco. Salvo en algunos momentos algo embargados por la búsqueda en los que Max parecía plantearse el dibujo como problema, el humor ha sido el eje y la entraña de una carrera de cuarenta años a los lápices que no por verse ahora legitimada por las altas instituciones culturales va a descartar una herramienta tan valiosa. Así, aquí le vemos manejarla cuando, por ejemplo, hace del corro del jardín de las delicias una insistente tira cómica con anhelos de partitura. Max dibuja tan bonito que parece ambidiestro. Su firma son tres letras interrumpidas, sesgada cada una por una cicatriz que las aleja un poco del lenguaje y hace de ellas otro tipo de signo, y así, como ha venido ocurriendo en los mejores momentos de su bibliografía, El tríptico de los encantados es una obra de trance, tan honda como ligera, que es difícil transmitir en palabras. Mejor leerla.

Para ir terminando, algunas traducciones recomendables. Sidetrack City es una recuperación de trabajos realizados durante los primeros años 90 por el francotirador norteamericano Kaz, en buena parte inducidos por la ingestión de drogas. Su terreno de juego es Sidetrack City, una ciudad viviente sacudida por tornados urbanos y de la que todos seríamos engranajes, sinapsis, tuercas perdidas, personajillos lamentables. Generar narración bajo el efecto de alucinógenos es la prueba del algodón para certificar un artista de raza, y Kaz se demuestra uno de ellos en muchos pasajes de este libro en el que podríamos advertir trazas experimentales si el cómic underground de su tiempo no estuviera ya tan asimilado como género en sí mismo. Un tebeo escrito desde los suburbios de la mente, inspirado en el humor, meticuloso en el dibujo y estimulante en su poética, que oscila entre la estupefacción filosófica y el cartoon ancestral.

Una vida en familia tan agradable es un libro apaisado de tiras cómicas de las de tentempié, de ir picoteando. Vienen todas firmadas por el francés Antoine Marchalot, un fistro que en su temario propone tontuna, sandez y un goloso abandono verbal que lo hace tan extraño como familiar. Esgrime unos desacatos propios de la juventud despierta y a la vez, según el ánimo, se menosprecia o incurre en el bochorno con un chiste de pronto muy malo. Pero hasta los chistes malos hay que saber contarlos bien para que surtan su efecto. Una lectura retozona, disparatada y muy conveniente para relajar los músculos y sacudirse las problemáticas.

Y cerramos con un clásico moderno. Quien esté leyendo esto conocerá más o menos el trabajo del estadounidense Peter Bagge, que tiene su obra maestra en Odio, la serie que mejor ha explicado qué fue ser joven en los noventa, que a grandes rasgos fue lo mismo que ser joven en cualquier momento. Prolongada a lo largo de dos décadas y protagonizada por Buddy Bradley, un rebelde de salón cuyos intereses principales son ir tirando, disfrutar sus discos y tomarse unas birras sin perder de vista su egoísmo adolescente, Odio es sitcom, vodevil, culebrón y material sarcástico de primer orden. De dibujo feísta, histérico y alborotado hasta la juerga, cualquiera que se haya asomado alguna vez a sus páginas podrá garantizar la alegría que proporcionan. Ahora vuelve a las librerías La juventud de Buddy, el volumen cero de los siete que conforman la colección integral de este tesoro de la comedia generacional. Buddy todavía acude al instituto y vive con la familia: un padre haragán, una madre meapilas, un hermano fascistoide y una hermana poco menos que imbécil. Bagge aún no había alcanzado su madurez en estas páginas pero sus personajes ya estaban vivos, se les percibe trascendiendo el papel para quedarse por siempre en nosotros. No sé cómo ser más entusiasta, pero si alguien se acerca a Odio a partir de estas líneas y no sale convencido le devuelvo yo el dinero. Y hasta aquí nuestra docena, que en realidad son once para que el lector haga su aporte. Si aun así hay quien se ve perdido, lo mejor es que pida consejo a su librero de confianza, que es un animal mitológico que siempre suele estar un poco preocupado.

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