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Un poco de cultura (libre): cómics gratis para el verano

Atajos, de Martí Riera

Rubén Lardín

Desde hace unos años, toda biblioteca digna de su nombre cuenta con una pequeña sección dedicada al cómic. Las ausencias son todavía escandalosas porque no se suelen incorporar publicaciones antiguas y la presencia de clásicos depende del capricho editorial, pero sería cuestión de otro artículo entrar a valorar cómo se deciden las adquisiciones, y confiamos en que todo se andará.

La certeza es que las bibliotecas públicas llevan toda la vida ofreciendo lo que en la red se dio en llamar un día 'cultura libre', que es, básicamente, leer lo que a uno le venga en gana sin pasar ni por caja ni por el tubo estrecho de la actualidad. Reflotemos una selección somera y casi azarosa de títulos avistados estos días.

Los garriris (Sins Entido), una de las mejores opciones de lectura estival que se nos pueda ocurrir, son una fauna de cronopios que Javier Mariscal, inspirado en el Krazy Kat de George Herriman, creó en los años 70 y prolongó durante las décadas siguientes en multitud de publicaciones. Son páginas que en su esquematismo lucen como un cascabeleo de huesos pero que contienen toda la luminosidad del mediterráneo. En ellas se desarrollan las aventuras litorales de Fermín, Piker y Julián, el perro pescador que un día se alzaría en sus patas traseras para derivar en Cobi, la mascota de Barcelona 92. El aliento de estas historietas, casi siempre mera anécdota sin más desarrollo, es en todo momento poético, rumbero y burlón, y como siempre en Mariscal, todo en ellas rezuma entusiasmo, picardía, amor por la realidad y apetito de vivir. Apoltronarse en el chiringuito e ir picoteando de esta edición definitiva que además de los cómics comprende ilustraciones y garabatos es un placer casi físico.

Con el paladar ya preparado para la gloria, El lobo solitario y su cachorro (Planeta de Agostini) sería lo que de manera grosera se llama una obra maestra y, sin margen de error, uno de los cómics más hermosos y conmovedores jamás dibujados. Ambientado en el Japón del siglo XVII, narra las vicisitudes de un antiguo asistente de samuráis y señores feudales en la tarea del seppuku, una suerte de verdugo diplomático que tras ver asesinada a su esposa tomará el camino de la venganza acompañado de su hijo Daigoro, apenas un bebé que en su entendimiento ha preferido la espada a la pelota. Como demonios errantes, la extraña pareja vagará a lo largo de casi nueve mil páginas (9.000, sí) donde se alternarán tormenta y calma chicha, además de un sinfín de momentos alegóricos para el recuerdo.

Modélico, de narrativa clásica, sin dobleces morales ni argumentales, ejemplar y ejemplarizante, El lobo solitario y su cachorro fue publicado por entregas durante la primera mitad de los años 70, con guión de Kazuo Koike y dibujo de Goseki Kojima, y la experiencia de leerlo es todavía muy parecida a beber de un caño natural o a caminar descalzo sobre la nieve. Si bien el verano hasta que no vence no está para sentimentalismos, sí debe recordarse que ningún padre primerizo podrá llamarse tal sin haber leído antes esta obra, cuyo único inconveniente es la dificultad que se manifestará tras su lectura para encontrar otra, de cualquier tipo, con semejante poder de infiltración en nuestra memoria.

Sensación térmica

La relación del lector corriente con Chris Ware suele ser contradictoria. Su trabajo de orfebre, casi barroco en la intención de agotarse en sí mismo, es apabullante. Su mirada tampoco es frecuente en el autor de cómics y tal vez está más próxima a la de aquel escritor apesadumbrado que no sólo atiende a lo que está mirando sino también a lo que está pensando al mirarlo, en un juego de espejos que bordea la locura. Sus historias particulares y cotidianas son de una levedad gravísima, en su diseño de página se aproxima a la señalética y al diagrama, sus dibujos tienen la precisión de las cifras y en el conjunto late siempre un enigma. El propio lenguaje es en Ware, en fin, razón de ser, lo cual le evita esa incidencia en la temática que suele vulgarizar los relatos realistas.

Fabricar historias (Mondadori) sienta muy bien degustarlo en las noches de verano que nos toque pasar en la urbe, pero para ello habrá que adquirirlo o sustraerlo porque el ejemplar bibliotecario está exento de préstamo, algo lógico si tenemos en cuenta la naturaleza de la obra, un artefacto que contiene catorce piezas e incluye tebeos, cuadernos de tiras, pequeños ensayos en viñetas, tabloides, álbumes y monografías. Todo ese material, que ha de leerse según antojo y sin itinerario, conforma un fastuoso relato con la tilde en lo femenino donde lo que ocurre no son más que pequeñas cosas, en ocasiones gestos minúsculos que parecen responder a los códigos de la novela psicológica en contraposición a la que llamaríamos de ideas. Y es justo ahí donde Ware se alza como lo que es, un maestro de la elipsis, un jefe del interlineado, un dibujante que no deja ver un día malo, un autor único y original que con su obsesión eleva la miseria existencial a categoría. Con la caja vacía, terminada la lectura (o tal vez es mejor decir la experiencia), nos invadirá un desamparo en el que la obra cobrará todo su sentido.

Si nuestro ánimo es muy otro y es turístico, son muy recomendables los cuatro volúmenes que recorren la vida de Picasso según guiones de Julie Birmant. Pablo (Norma Comics) no es de ningún modo un gran tebeo pero sí uno muy legible y muy bien pensado: a partir de la voz y la experiencia de Fernande Oliver, modelo en el París de aquellos inicios de siglo y primer amor del pintor, la obra se estructura alrededor de las figuras de Max Jacob, Apollinaire y Matisse, personalidades que por una u otra razón fueron capitales en el desarrollo del artista y su conquista de un timbre propio. El retrato de Picasso nos lo sabemos de memoria, pero Birmant es todavía capaz de señalar un pormenor o de trazar algún vínculo curioso, mientras el dibujo desahogado y radiante de Clément Oubrerie, que hace convivir el agua y el mineral, se esmera en la reconstrucción de ambientes y nos traslada al paisaje idealizado de Montmartre, que siempre es más sugerente que el Montmartre que hoy sobrevive. Guionista y dibujante logran juntos un trabajo impecable, ortodoxo y, sin embargo, fragante y de cierta altura erótica, muy grato.

Atajos (Ediciones La Cúpula) es otro cantar, y para ello bastará mencionar que se trata de una antología de historietas de Martí Riera, uno de los hombres que en su día cuajaron y distinguieron la revista El Víbora con páginas de un realismo tan sucio que, aunque era siempre en blanco y negro, destellaba en temibles iridiscencias de putrefacción. Porque en los relatos de Martí todo el mundo tiene miedo, todo el mundo tiene sed y todo el mundo está a punto de ser dos cosas, a menudo las dos a la vez: víctima y criminal. En las páginas de Atajos salen violadores de ancianas, asesinos pasionales, amantes que viven en pulmones de acero, psicópatas, toreros, terroristas internacionales, abortistas, satanistas, amas de casa e incluso policías.

Con el Dick Tracy de Chester Gould siempre presente, Martí, como Charles Burns, no parece tanto un dibujante natural como un pulcro diseñador que practicase una especie de dibujo semántico, neurótico y cegador. Nadie tensa la atmósfera como lo hace Martí, un señor con porte de Thomas Bernhard capaz de destilar la crónica negra para servirla en sus encarnaciones más tremendas y puras: la paranoia, el odio, el poder, el cinismo y la fatalidad de la verdad.

Para endulzar el surtido nos viene bien terminar con La mazmorra (Norma Editorial), una saga ligera que se cifra como aventura y que viene con la garantía de Joann Sfar y Lewis Trondheim, dos capitanes del cómic francés que aquí cuentan con un etcétera de colaboradores entre los que se cuentan talentos a su altura como Blutch o Christophe Blain. El proyecto es épico desde su ambición, que por otra parte jamás va a cumplirse ya que se quiere un total de quinientos álbumes, medio millar de entregas parceladas en varios segmentos temporales y en torno a una fortaleza donde todo cabe: monstruos, humor, romance, intriga palaciega, peripecia en los tejados. Puro folletín generándose sobre la marcha. La serie, que aunque boquea todavía está en funcionamiento, admite un orden de lectura aleatorio, donde cada álbum funciona con autonomía y va posándose en la almazuela de texturas, colores y naturalezas que define el total. A La mazmorra es muy recomendable acudir cuando se tiene lo lector descreído, saturado o tontorrón, pues entre sus primeras virtudes se encuentra una capacidad inaudita para reanimarnos el sentido de la maravilla, que es algo que a temperaturas altas tiende a la esclerosis.

Por el momento estas son nuestras sugerencias. Recuerden que para tirar de biblioteca basta con sacarse un carné, apagar el móvil y carraspear con moderación. A partir de ahí puede uno llevarse en préstamo todos los tebeos que le vengan en gana y pasar a leerlos con los pies en remojo, porque como no son tuyos hasta los puedes mojar.

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