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Kim Ki-duk, un cineasta aplaudido, rompedor y también vilipendiado

Muere por complicaciones de covid el director surcoreano Kim Ki-Duk
Seúl —

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Seúl, 11 dic (EFE).- Kim Ki-duk, director, guionista y productor surcoreano que se convirtió en referente del cine de autor más osado en su país en la primera década de este siglo, acabó por ser una figura aplaudida y vilipendiada a partes iguales tanto dentro como fuera de la pantalla.

Fallecido a diez días de cumplir los 60 años en Riga (Letonia) debido a la covid-19, las acusaciones contra él por abuso sexual en los últimos años marcaron el final de una carrera que, habiéndose desarrollado siempre en los márgenes de la industria, transitaba ya en los últimos tiempos por sendas aún más heterodoxas si cabe.

Los tribunales lo acabaron condenando solo por abusos físicos, pero en todo caso las acusaciones espolearon la visión de que su filmografía, a ojos de muchos críticos, estaba salpicada de una misoginia latente.

Nacido en el montañoso condado de Bonghwa (este del país) en 1960, se mudó a los ocho años con su familia a la periferia de Seúl donde, tras terminar la escuela primaria, paso a formarse en una escuela vocacional y a trabajar en una de esas draconianas fábricas de electrónica donde se cimentó en los setenta el milagro económico surcoreano.

Cumplidos los 20, Kim realizó el servicio militar obligatorio y acabó siendo sargento del cuerpo de marines, donde sirvió un lustro, antes de volcarse en la pintura y en formarse como pastor protestante, aunque nunca terminó los estudios.

La violencia más cruda, la fe religiosa y los rincones más retorcidos de la sexualidad acabarían dándose la mano repetidamente en su cine, por el cual se apasionó aparentemente durante su breve estancia en París como estudiante de Bellas Artes a principios de los noventa.

De vuelta en su país, comenzó a escribir guiones para proyectos fílmicos por los que resultó premiado y poco después se lanzó a dirigir uno de ellos y a estrenar en 1996 el trabajo resultante, su ópera prima “A go” (“Crocodile”), perturbador relato protagonizado por su actor fetiche, Cho Jae-hyun.

El filme con el que Kim pasaría a ser el nuevo “enfant terrible” del cine surcoreano en la escena internacional y una refrescante respuesta en el circuito de festivales al trabajo -más convencional- de viejos conocidos como Im Kwon-taek o Hong Sang-soo fue “Seom” (“La isla”), estrenada en 2000.

“Oscura”, “fascinante”, “deprimente”, “enérgica”, “retorcida” o hasta “repulsiva” se entrecruzaron en el repertorio de calificativos que recibió la cinta tras estrenarse.

A partir de ahí, y siempre bajo su inconfundible sello de autor, Kim comenzó a dirigir una y hasta dos producciones al año, cimentando la brecha entre aquellos críticos y espectadores que lo consideraban un cineasta atrevido e hipnótico y los que lo veían como una figura pretenciosa, tediosa o banalmente provocadora.

A ese periodo corresponden sus películas más reconocidas, desde “Suchuiin bulmyeon” (“Domicilio desconocido”), “Samaria” (“Samaritan girl”) o “Hwal” (“El arco”) a las más benévolas “Binjip” (“Hierro 3”), “Sigan” (“Time”) o “Bom, yeoreum, gaeul, gyeoul keurigo bom” (“Primavera, verano, otoño, invierno... y primavera”).

Después llegaría la inclasificable, exorcizante y egocéntrica “Arirang”, que amplió aún más si cabe el cisma entre la crítica y se llevó el “Un certain regarde” en Cannes.

Igualmente polémico fue el León de Oro de Venecia que logró en 2012 por “Pietà”, filme en el que se entremezclan violencia, imaginería religiosa, impulsos incestuosos y redención.

Al año siguiente estrenó “Moebius”, originalmente prohibida en Corea del Sur por sus escenas -esta vez sí- abiertamente incestuosas, y que originaría las primeras acusaciones por abusos contra el cineasta.

En 2017, al calor del movimiento #metoo, una actriz que fue despedida de ese rodaje demandó a Kim -que admitió haberla abofeteado durante la producción- por agredirla y ganó el juicio.

A esa intérprete, que aseguró que el director la presionó para intentar mantener relaciones sexuales, le siguieron varias mujeres que lo llevaron ante los tribunales por abusos e incluso una supuesta violación perpetrada en compañía de su amigo íntimo, el actor Cho Jae-hyun, presuntos delitos que ningún tribunal logró certificar.

Sus últimos años estuvieron marcados por continuas demandas cruzadas con estas mujeres y con asociaciones feministas y por cintas tan surrealistas y brutales como “Inkan, gongkan, sikan keurigo inkan” (“Human, space, time and human”), un largometraje plagado de escenas de violaciones en el que la mayoría vio un mensaje deliberadamente provocador.

Su último filme estrenado, “Dissolve” (2019), fue rodado en Kazajistán con actores locales y proyectado solo para compradores potenciales en el mercado del Festival de Cannes, brindando una idea del perfil cada vez más bajo que venía manteniendo Kim, que aparentemente tenía intención de comprar una casa para retirarse a vivir en Letonia cuando contrajo la covid-19.

Por Andrés Sánchez Braun

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