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Anjelica Huston: memorias de una pobre niña bien

Anjelica Huston

Rubén Lardín

Mírame bien, el volumen que acaba de editar Lumen recogiendo los dos libros de memorias de Anjelica Huston (Santa Mónica, California, 1951), transcurre en sus primeras 100 páginas con modos de revista de interiores. La actriz parece entregada a un precalentamiento en el que recrea con precisión asombrosa paisajes de infancia en la campiña irlandesa, recuerdos de cacerías, la temperatura del entorno familiar, el color y la textura de los cortinajes, el sonido de las cajas de música, el pulso de los purasangre que tanto le gusta montar. Y que si una pérgola, un golden retriever, la marroquinería y el menaje del hogar. Ah, y mucha anémona. Anémonas, caléndulas, rosas blancas y hortensias regadas con sulfato de cobre.

Todo ello salpimentado con las minucias que se esperan, como que de niña perdió un pedacito de meñique intentando rescatar una margarita de las fauces de un cortacésped o que sus libros favoritos eran The Death of Manolete, las historietas de Charles Addams y la tremenda fábula de Pedro Melenas.

Anjelica Huston ha emitido siempre una imagen de alcance unisexual. Para los hombres tuvo el atractivo desafiante (doble, por tanto) de la mujer que sin ser guapa era mucho más que eso, se sobreponía a los cánones. Las mujeres, entretanto, le otorgaban la credibilidad de la semejante que, sin presentar amenaza, supo rutilar y mostrarse determinada, al menos en pantalla. Fue la conquista de esa belleza particular, el anhelo por hacerse mirar, lo que le hizo acercarse primero al mundo tan obvio y vulgar de la moda, donde hizo pareja, también turbia y sentimental, con el fotógrafo Bob Richardson, catorce años mayor que ella, una constante en su vida amorosa.

Trabajó para el objetivo de otros como David Bailey, Helmut Newton o Richard Avedon, amigo de la familia que en su primer contacto le diagnosticó unos hombros demasiado anchos como para ser modelo. Y cuando el maquillador y creador de perfumes Serte Lutens le descubrió el corte de pelo a lo Louise Brooks, su vida como modelo cambió. Eso cuenta. El caso es que, antes de cumplir los veinte, la hija del director de La reina de África, El halcón maltés, Vidas rebeldes o La noche de la iguana estaba posando para Vogue.

La hija de su padre

“Era sorprendente la facilidad con que me llegaba todo. En cada generación, un grupo de chicas bonitas salía a la sociedad, con la colaboración de las madres, a través de las páginas de las revistas glamurosas. Lucían las brillantes galas de las recién iniciadas, y los adornos de sus antepasados solo servían para resaltar su juventud. A menudo eran el fruto de buenas estirpes: hombres ricos, inteligentes y famosos, y las mujeres hermosas con que se habían casado. Yo no era una excepción a esa regla afortunada, pero ahora recuerdo que hubiera deseado tener algo por lo que luchar. Ese fue el origen de mi costumbre de ponerme las cosas más difíciles de lo que era necesario”.

Mírame bien no es un libro en torno a los oficios cinematográficos sino el testimonio de alguien marcado por su ascendencia, una aristocracia de lujos y privilegios que dificultaba cualquier decisión individual. Anjelica fue probando. Antes de subirse a la pasarela se había iniciado en el teatro, como Ofelia suplente de Marianne Faithfull en un Hamlet que montó Tony Richardson. Fue un inicio por omisión porque nunca tuvo que salir a escena.

Frente a la cámara de cine se apostó siendo adolescente para interpretar a una doncella enamorada en Paseo por el amor y la muerte (1969), una película de su padre en la que cosechó críticas devastadoras que le alejarían de los platós hasta mediados de los 70, cuando intervino en trabajos de Elia Kazan o Rob Reiner como El último magnate (1976) o This Is Spinal Tap (1984).

Fueron títulos previos a la consagración, de nuevo de la mano de John Huston, con El honor de los Prizzi (1985), con la que le llegó el Oscar, la fama y la oportunidad de los personajes memorables que incorporaría en Los timadores (Stephen Frears, 1990), Dublineses (John Huston, 1987), Delitos y faltas (Woody Allen, 1989) o La familia Addams (Barry Sonnenfeld, 1991).

Aunque se muestra poco dada a la rumorología, el entorno peliculero le sonsacará a la actriz las anécdotas más atractivas del libro, nunca muy jugosas pero estimulantes en pormenores para complementar hechos ya conocidos por los cinéfilos. Ahí está, de primera mano, el famoso encuentro con Roman Polanski en casa de Jack Nicholson que iba a suponer el exilio del cineasta, la imagen del personal doméstico del hogar familiar echándose zumo de naranja en los ojos para que les brille la mirada ante la visita inminente de Marlon Brando, o instantes de gloria como aquel en que Gene Hackman, en un momento de crisis durante el rodaje de Los Tenenbaums, se dirigió al director y definió en una frase la esencia del cine de Wes Anderson: “Súbete esos pantalones y compórtate como un hombre”.

Secretos del corazón

El peso de toda estructura en movimiento recae sobre sus ejes, que en el caso de la vida que aquí se nos cuenta no son las películas sino los hombres. La amplia sonrisa simiesca de su padre, de cuya biografía estas memorias funcionan como apéndice de andar por casa, sobrevuela todo el libro, y es a las trescientas páginas de lectura cuando asoma la de lunático, la fabulosa expresión de Jack Nicholson, con quien Anjelica habría de mantener una relación de 17 años que puede resumirse en la aparición momentánea de una Gwyneth Paltrow de 12 añitos: “Ese hombre me da miedo”, le dijo un día señalando a Jack Nicholson. “Y con razón. A mí también”, le respondió Anjelica.

El libro alza un poco el vuelo en la relación con la superestrella pero lo hace en la mitología previa, en los datos que ya hay sembrados en nosotros, porque Anjelica no deja de sonar siempre como una invitada en su propia existencia. Entremedio, desvíos eventuales hacia gualdrapas como Ryan O'Neal, con quien mantuvo un romance muy carnal pero que se intuye de poco fuste, y parada y fonda, a principios de los 90, en la serenidad final, que llegaba representada por un hombre a priori tan poco carismático como el escultor Robert Graham.

De él, la actriz confecciona un retrato que se pretende idílico pero resulta irremediablemente gris, tanto en las rutinas de un artista apócrifo como en lo significativo de esa elección sentimental que le otorgaría a la señorita Huston la deferencia del matrimonio, algo que Nicholson siempre le había negado. Cuando Anjelica toma las riendas de esa montura mansa, pierde fuelle una narración que antes había sido festoneada por figuras de varones audaces e indomables.

El ser en los demás

Escribir la propia vida es un ejercicio casi siempre condenado a la frustración. Otra cosa es el autorretrato utilitario, que en su ejecución admite una aproximación menos procelosa y atenúa el compromiso. Así, el libro irá fluyendo en instantes recobrados que en su conjunto, según se elija en el proceso volver a enfrentar o ir sorteando los obstáculos del pasado, bañará de luz la figura completa o la servirá en respeto a sus claroscuros.

La hija de John Huston ha entregado unas leves y elegantes memorias donde no aguardan sorpresas, traumas ni aprendizaje. La agenda contable de una mujer sumando fragmentos en un libro que nos escatima literatura y peligro, cuyos destellos de mayor compromiso se manifestarán entre líneas al lector que conozca versiones paralelas de algunos hechos o circunstancias.

Mírame bien son casi 700 páginas que en su primera parte parecen escritas con una flor detrás de la oreja, tal vez una orquídea inerte como la escritura impecable de que se sirve la actriz para darse a conocer, nunca para conocerse. Se trata de un bodegón franco pero impávido, de belleza estéril a lo Vogue, que en su segundo tramo dará paso a los afectos cuando la protagonista tome la sartén por el mango y se embarque en los cuidados hospitalarios de su padre y su marido agonizantes. Un volteado de la tortilla que nos certifica a la mujer siempre dependiente de los hombres de su vida.

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