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Auge, muerte y resurrección de Renata Adler

Renata Adler por Richard Avedon Foundation

Marta Peirano

Estados Unidos tiene tres reinas vivas del ensayo: Joan Didion, Janet Malcolm y Renata Adler. La primera escribió sus mejores líneas en los 60 y 70, algunas de las cuales aparecen en la recopilación Los que sueñan el sueño dorado, recién publicada por Random House. Pero alcanzó fama mundial tres décadas después con sus dos libros autobiográficos sobre la muerte, casi simultánea, de su marido John Gregory Dunne (El año del pensamiento mágico, Random House 2012) y de su hija, Quintana Roo (Noches azules, Random House, 2012).

Janet Malcolm empezó hace cuarenta años escribiendo una columna en el New Yorker sobre decoración de interiores, a la que siguió otra de fotografía. En 1980 empezó a publicar libros, pero su leyenda se fue de madre con el cuarto, El periodista y el asesino (Gedisa, 2013) y su antibiografía de Sylvia Plath, La mujer silenciosa. El primer ensayo explora las responsabilidades morales de periodista con su fuente, en este caso acusada de asesinar a su mujer; el segundo, la relación de un biógrafo con los herederos del santo. Si fueran las tres hermanas en una fantasía de Raymond Chandler, Didion sería la hermana sensible, coqueta y melancólica, Malcolm la mayor, analítica y a menudo la más cruel y Renata Adler sería la hermana pequeña, iluminada y salvaje. Hubo un tiempo en el que también era la más famosa de las tres.

Dos novelas y dos patinazos

Además de escribir para el New Yorker cuando New Yorker era simplemente la mejor revista del mundo en lengua inglesa, Adler deslumbró al mundo anglosajón con dos novelas excepcionales: Speedboat (1976) y Pitch Dark (1983). Entre una y otra, era tan famosa como Susan Sontag, tenía el carisma mediático de una estrella de la Factory. El mismísimo Richard Avedon la fotografió en 1978, aunque no le gustó el resultado. Parezco una terrorista -llegó a decir en una entrevista al Guardian- Avedon se había pasado de la moda a los freaks. Creo que fui la primera de su serie de freaks. En otra foto del mismo año -de Jill Krementz, fotografo y viuda de Kurt Vonnegut- se la ve junto a Didion, una con flores en el pelo, la otra con su sempiterna trenza, las It Girls de la costa este y oeste.

Después se pegó -metafóricamente- dos tiros, uno en cada pie. El primero fue firmar una crítica devastadora del último libro de Pauline Kael, que era una recopilación de artículos publicados por la reina de la crítica cinematográfica, precisamente, en el New Yorker. Fue un encargo The New York Review of Books que Adler intentó esquivar, pero no pudo.

La segunda, nueve años más tarde, fue un libro titulado Gone: The Last Days of the New Yorker (Difunto: Los últimos días del New Yorker). Allí Adler declaraba la muerte de la publicación y se despachaba bien a gusto con sus colegas y muy especialmente con Robert Gottlieb, que había sustituido a su adorado William Shawn en la dirección de la revista dos años antes. El mundo literario se cerró como una almeja, no sin antes publicar docenas de artículos airados sobre su “pataleta”. La acusaron de mentirosa, celosa, rencorosa y manipuladora. Su estrella se apagó. Sus últimos artículos fueron un artículo sobre el escándalo Jayson Blair para American Spectator y un ensayo sobre el informe Starr en 1998 que fue rechazado por el New Yorker y acabó publicado en Vanity Fair.

“Bienvenida a casa, Renata”

Y así había sido hasta que, el pasado diciembre de 2012, un articulo suyo apareció por primera vez en diez años en -de todos los sitios- Town & Country, sobre la biografía de Saul Steinberg, el muy legendario dibujante de -lo adivinaron- el New Yorker. Típicamente, la pone a caldo: “Para leer una biografía genuina, acertada en los hechos y justa con el espíritu de este gran artista, todavía tendremos que esperar”.

Después, ocurrió algo sorprendente: la nueva generación literaria neoyorquina la reclamó como maestra y musa y sus dos novelas -hasta entonces libros de culto para ratones de biblioteca, completamente fuera de edición- han sido reeditados por la colección de clásicos del New York Review of Books. Fue una bomba. La entrevistaron en The Believer, la reclamaron en el Paris Review, en Slate y en el American Reader. Hasta el mismísimo New Yorker titula Bienvenida a casa, Renada Adler. Ahora llega a españa la edición española de Speedboat -Lancha rápida (Sexto piso 2015) con traducción de Javier Guerrero. David Shields asegura que ha leído esta novela 24 veces.

Una pequeña joya modernista

Lancha rápida es el relato fragmentario en primera persona de la periodista Jen Fain, que describe con ácida lucidez lo que significa ser una escritora en la escena literaria del Nueva York de los años 70, en plena efervescencia anti-Viernam y Watergate. El ritmo es no lineal, un collage de situaciones y personajes descritos con precisión de cirujano, como esas fiestas en las que “algunos invitados, en un delirio de antipatía y aburrimiento, bebían hasta el extremo de desear estar juntos”.

Intercambiaban números de teléfono, quedaban para comer, se proponían compartir un apartamento: las escaladas de compañerismo tenían el aire de una subasta terminal, una feroz versión adulta del juego de cartas del burro, un préstamo de una financiera para pagar facturas, un intento de comprar, mediante una fabulosa deuda de sociabilidad a liquidar en el futuro, una huida de la compañía que cada uno tenía en ese instante.

En su momento, Donald Barthelme lo describió como “una brillante serie de iluminaciones sobre las extrañezas y los nuevos terrores de la vida contemporánea”. Los fans de la Joan Didion de Los que sueñan el sueño dorado y Arrastrarse hacia Belén, encontrarán en Adler una alternativa brillante a la ensayista californiana y los que no hayan oído hablar nunca de Didion, de Adler o Janet Malcolm están de suerte. Por fin las tres grandes brujas de las letras norteamericanas han sido traducidas al español.

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