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“Nada hay más odioso que alguien que te corrija cuando hablas”

El escritor Luis Magrinyà

Paula Corroto

¿Cómo hablar con sencillez sin caer en la vulgaridad? ¿Qué es exactamente el habla vulgar? ¿Cómo podemos evitar la redundancia y la cursilería cuando hablamos y escribimos? ¿Por qué nos parece que está mejor dicho “permanece en silencio” que “está callado”? A varias de estas preguntas ha intentado contestar el escritor, traductor y editor Luis Magrinyà en Estilo rico, estilo pobre (Debate) siguiendo los pasos que ya dio en su blog L&L. No es un manual de reglas ortográficas o sintácticas, sino más bien un texto que nos ayuda a no caer en la pedantería, de la que también se tiende a abusar. En esta entrevista Magrinyà nos explica cómo escribimos y hablamos, y no es tan mal como creemos (tampoco los más jóvenes: eso sólo es un tópico).

Dice que este libro es una ‘guía para expresarnos mejor’. ¿Ahora no lo hacemos bien? ¿En qué fallamos?

Seamos optimistas. El subtítulo es en efecto «para expresarse y escribir mejor», así que partimos de la idea de que ya lo hacemos «bien» y, sobre todo, de que queremos hacerlo bien. Esta voluntad es loable y se da en todos los campos: quereremos «escribir bien» tanto una novela como un aviso que colgamos en el portal de la comunidad de vecinos. De lo que trata gran parte del libro es de lo que entendemos por «bien» y de si a veces no nos dejamos guiar por consignas y recetas que aceptamos de oídas pero que de hecho no nos guían nada. De lo que se trataría es de pensar esas consignas.

Esta es la típica pregunta que muchos criticarían: ¿nos expresamos ahora peor que hace algunas décadas?

No, no, ni mejor ni peor. Los casos que se describen y ejemplifican en el libro se daban en su mayoría también hace algunas décadas y quizá algunos siglos. El ideal de «escribir bonito» en la tradición hispánica no ha cambiado tanto, lo que no deja de ser significativo. Por otro lado, seguro que en el léxico prestigioso o molón, al que tanto aspiramos, ha habido cambios y novedades, porque esa aspiración exige precisamente constante renovación, pero los presupuestos siguen siendo, creo, los mismos. La expansión de palabras como «transversalidad» o como «emplatar», por ejemplo, es reciente pero responde al muy antiguo propósito de dar prestigio a la propia expresión con un vocabulario pretendidamente más preciso, más técnico, más «revelador», etc.

¿En qué nos diferenciamos a la hora de hablar y a la de escribir? ¿Manejamos mejor los recursos orales que los escritos (o al contrario)?

Nada hay más odioso que alguien que te corrija cuando hablas. Eso solo pueden hacerlo los padres con los hijos pequeños. En la vida cotidiana siempre se habla bien aunque se cometan incorrecciones y disparates que luego, en un nivel más formal, es aconsejable evitar. Pero hay mucho mito en eso de que hay una especie de abismo entre la lengua de todos los días y la lengua literaria o formal. Una de las cosas que se tratan en el libro es la falsedad de esta oposición: muchas, muchísimas de las expresiones que decimos todos los días no son coloquiales ni vulgares, son simplemente neutras, y valen perfectamente para todas las situaciones y todos los ámbitos. No hay ninguna necesidad, por ejemplo, de cambiar «está callado» por «permanece en silencio»; además es una cursilería.

La matraca de la tecnología. ¿Han hecho daño los 140 caracteres o hemos mejorado nuestra capacidad de síntesis? Y en cuanto con la mensajería instantánea, whastapp y ese tipo de aplicaciones: ¿podemos entender los “xq”, “tb” etc como abreviaturas de los tiempos actuales tal y como se usaban en latín?

Los nuevos canales para formular mensajes son muy interesantes. Creo, por ejemplo, que el e-mail ha recuperado el viejo vicio de escribir cartas, que es siempre un acicate para plantearse problemas de lengua y estilo y, por tanto, para escribir bien o mejor. En Twitter soy de esos obsesos –no el único, ¿eh?− que borran el mensaje y lo vuelven a escribir si se dan cuenta de que han cometido una errata o un error… y de los que lamentan que no haya cursivas ni negritas ni versalitas. Ya sé que eso parece que va en contra de la pretendida «rapidez» y «espontaneidad» del medio, pero lo cierto es que Twitter permite perfectamente un tipo de escritura y expresión digamos «clásicas». Como cualquier otro medio, Twitter puede ser lo que cada uno quiere que sea. Hay combinaciones o caprichos muy graciosos y a veces muy inventivos, que me gustan mucho, como uno que leí el otro día, «aibalahostia», donde es maravilloso el respeto a la «h».

En cuanto a las abreviaturas y también a las siglas, su profusión a mí personalmente me cansa, aunque está claro que se han convertido en una bulliciosa marca territorial, que es una de las cosas para las que se ha utilizado siempre la lengua. Ya sabes: «¡Cómo! ¿No sabes lo que significa LMAO? ¡No molas!». Y me dicen que poner «k» en vez de «q» o «c» en algunos ámbitos se desprecia por «cani». Te puedes imaginar que yo soy partidario de escribir con todas las letras: desde luego, si pones «pq» o «x» porque no te cabe «porque» o «por», piensa mejor el tuit, o escribe dos… Y ya sé que pensar bien el tuit o escribir dos atenta contra «las esencias» de Twitter, pero está muy bien atentar.

Con respecto al discurso político. ¿Cómo observa la oratoria política actual, la exposición de ideas? Porque últimamente hemos escuchado algunas expresiones… (repera patatera, por ejemplo)

No sé muy bien qué responder a esto porque no sigo demasiado a los oradores políticos. Pero te puedo citar un pasaje de un libro (Las marionetas de André) escrito por un autista funcional (Kamran Nazeer) que se dedica profesionalmente a escribir discursos para políticos. En él cuenta que tanto él como un colega suyo, también escritor de discursos y autista, tienen el «problema» de que «solo sabemos desarrollar argumentos. Carecemos de los requisitos para crear afinidad y mantenerla. Cuando escribimos un discurso, buscamos argumentos. Necesitamos que haya un hilo de razonamiento entre los párrafos. Necesitamos una estructura». Habría que ver si en nuestros oradores predomina la búsqueda de «afinidad» o de «argumentos»: me da la impresión de que andan algo cojos en ambas cosas.

Un asunto interesante de la guía es que incide en que hay que dar libertad al lenguaje y la expresión. ¿No sabemos distinguir la sencillez estilística de la pobreza estilística?

La sencillez… ¡esa utopía! El camino de la sencillez está plagado de formulismos, comodines y ramplonería, pero por supuesto está muy bien que la busquemos. Solo hay que tener en cuenta los peligros e intentar esquivarlos. Lo mismo cuando buscamos un estilo «rico»: loable objetivo, pero no lo confundamos con la ultracorrección, la cursilería, el barroquismo de cartón piedra y el lirismo de pacotilla. Parece todo muy difícil, pero en el fondo no lo es. Basta con pensar un poco, preguntarse por las posibilidades que la lengua pone a nuestra disposición, que no son pocas, y hacer una elección medida. Una buena idea para empezar es, como se dice en el libro, preguntarse dónde ha aprendido uno las palabras. Es decir, antes de escribir «arracimarse» o «farfolla» o «acuerdo marco», preguntarnos de dónde hemos sacado eso. No es tan difícil y la respuesta suele ser iluminadora. Luego ya decidimos si queremos o no parecernos a los textos y a los autores de los que aprendimos estas cosas. Hay tres opciones, creo: renunciar a la imitación, imitar en serio e imitar en broma. Si no, podemos seguir imitando inconscientemente… pero, en mi opinión, ése no es el camino del estilo.

En cualquier caso, a la hora de hablar y escribir, ¿quién marca las reglas? Porque la RAE parece que hace tiempo ha caído en cierta desgracia. Hay periódicos, por ejemplo, que no han hecho caso de las últimas reglas como la de la tilde en ‘solo’.

Las reglas puede dictarlas quien sea pero quien al final decide es la comunidad. Las instituciones ya pueden empeñarse en quitarle la tilde a solo pero está en nuestras manos hacerles caso o no. En este caso en concreto, yo particularmente creo que es razonable quitar esa tilde y se la he quitado. No me convencen, en cambio, las razones de la Real Academia para quitarles la tilde a presuntos monosílabos como guion o truhan (que solo son monosílabos en ciertas zonas de América) y sigo escribiendo guión y truhán. Una lengua la definimos los que la hablamos y escribimos. Y es completamente natural en la lengua que existan tendencias contrarias: al final gana una, o las dos, o ninguna. Y todo por su propio pie.

Durante unos años ha escrito un blog que era toda una guía para expresarnos mejor. ¿Satisfecho de la labor?

Bueno, yo estoy contento porque era algo que hacía mucho tiempo que quería hacer. También ha sido mi intención hacer algo útil (además de entretenido), sin partir de planteamientos y retóricas institucionales. Ahora bien: no tengo ni idea de si lo será. Ha habido lectores me han dicho que algunas de las cosas que he tratado les han venido muy bien y que se han quitado de encima mucha tontería. La idea es ésa: a ver si nos quitamos de encima «el peso» del estilo.

Por cierto, entre los más jóvenes cada vez toman más importancia las imágenes frente a los textos (por ejemplo, utilizan cada vez más aplicaciones como Instagram). ¿Eso va a redundar en nuestras expresiones?

No me preocupa que la palabra en algunos ámbitos ocupe un lugar secundario frente a la imagen y a la música. De hecho, esta función de mero apoyo, como de pie de foto, a veces propicia un laconismo muy sugerente, si bien a menudo con una carga de sobreentendidos y de lenguaje privado (paradójicamente, porque son cosas que se dicen en público), con una conciencia de lo efímero, que es casi fatalista... o romántica. Pero no veo aquí una lucha, y creo que es un error pensarlo así. En otros ámbitos la palabra sigue «reinando» y confiando en sí misma, y también está bien.

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