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La persecución del sueño americano contada a través de un edificio

Diego Fonseca

Sobre poner tu vida a préstamo.

Sobre migrar, acto de no mirar atrás.

Sobre arribar a una ciudad que será tu nueva vida —y encontrar árboles como esqueletos de huesos negros—.

Llegar, a veces, es más difícil que irse. Uno sabe qué deja pero no qué va a encontrar.

Adentro del bus de Greyhound Lines no había espacio para nadie, cada asiento un alma atenta a la ciudad, que era Washington, D. C. Eran las cinco de la tarde del 17 de marzo de 2005. Ingrid Janeth Aquino —guatemalteca, el cuerpo sólido, veintisiete— siguió barriendo la calle a pestañazos buscando una primera impresión saludable. Un cielo enfermizo había bajado a ras del piso. La mujer supo pronto que el paisaje sería eso, una sucesión de postales cinéreas.

La lengua de césped del National Mall aún no reverdecía y la autovía que transita hacia el estadio de los Nationals y el Capitolio viajaba encajonada entre paredes de bloques grises rodeada de edificios graves perfectamente rectos —e igualmente grises—. Por esquivarlos, Ingrid volvía a poner los ojos en los árboles, aferrándose a lo que la memoria emotiva registra, lo conocido y natural.

Pero esos árboles eran troncos lánguidos con ramas desnutridas, opacas y frías, y la congoja se anudó en la garganta de la mujer. Su pueblo, su patria, Champas Corrientes, era un bullicio de pájaros y monos y motos y gentes y era, sobre todo, un enredo verde. Una selva hirviente negociaba a diario con la aldea. Washington, en cambio, era esa desolación de edificios ministeriales. El sol actuaba como esos niños que merodean frente a la aparente frescura del agua de una piscina, amagando hundir los dedos del pie para quitarlos de inmediato.

El único ruido de un día agónico y plomizo venía del motor de los autos. En esa ciudad sin gente parecía no haber vida.

El bus atravesó entonces un puente vial —más cemento, más gris, más ministerios y árboles chuscos—. Ingrid pensó con un suspiro.

—¿A esto me vine?

***

A las seis y media de la mañana del día de su partida, 5 de marzo de 2005, Ingrid vistió a su hija Vanessa con una calceta, una blusa y un short y le ató los zapatos del color del alquitrán. No dejó caer una lágrima. La peinó y le ató los churos por la espalda. La niña tomó su mochila y acompañó a la mamá. Vanessa tenía cinco años y aquella era la primera mañana que iba a una escuela y el último día en que sus dedos rozarían la piel de su madre.

Toda esa mañana Ingrid fue y vino como una autómata incapaz de sentir el sudor de aquel pedazo de tierra cocida en caldo de humedades y soles criminales. Ingrid es una ladina de metro sesenta y cinco de espaldas anchas y caderas de comadre. Lleva el cabello lacio y brillantemente oscuro que usa ceñido en una coleta. A la fornida Ingrid parece no haber cimbrón que la mueva: se agita sin dudar, toma las cosas con firmeza, si se golpea no se queja y, si algo proyecta, eso es ir siempre: una manada de mujer.

Con esa determinación camionera, aquel mediodía ensilló el caballo y lo guió hasta la casa de su madre, con Robinson, el niño, aferrado a la cintura.

Los abuelos, don Marvin Danilo Hernández Trejos y doña Eris Margot Aquino Portillo, esperaban bajo la puerta del rancho.

Ingrid saltó del caballo y tomó al niño por las axilas, lo abrazó y se lo pasó a la abuela. En ese momento, el niño con nombre de náufrago supo que lo abandonaban: se lanzó contra la pierna de Ingrid y la rodeó con toda la fuerza que le permitían sus brazos de tres años.

—¡Mama!

Ingrid lo despegó, la abuela estiró los brazos y apretó al niño contra su regazo.

—¡Mama, no, mama!

Ingrid cerró los oídos, volvió a montar a la bestia, y se fue.

—Cuando uno quiere salir de donde está, uno tiene el corazón duro —dice ahora en casa y, como si fuera nada o quizá demasiado, se pone a hablar del clima.

***

Ingrid se convirtió en otra persona en una caminata de cuarenta minutos, apenas subiendo y bajando la sierra que sirve de límite natural entre Guatemala y Honduras. En los papeles que extendería al agente de Migraciones se leía el nombre de Silvia María Díaz, hondureña, nacida en el barrio de Suyapa, un rancherío de perros sueltos, calles poceadas y fincas con cercas de palos torcidos y alambres.

Los padres de Silvia María eran compadres de los suyos y le extendieron la partida de nacimiento de la chica y su permiso de estancia en Estados Unidos. Silvia María había vivido varios años en el país pero había regresado a su pueblo y estaba decidida a no moverse de Honduras. El pase de papeles se arregló entre los compadres con apretones de manos, abrazos, deseos de buena suerte para la muchacha de salida.

El viaje de Ingrid fue un viaje migrante en toda regla, un tránsito inseguro de un mal lugar a una promesa desconocida. Las horas de la espera durmieron toda acción, el miedo se clavaba con uñas en la nuca y la ansiedad recorría el cuerpo montada en la sangre. Cada paso fue un movimiento sobre cristal delgado con los sentidos alerta como un gato. Pero si alguien se aventura por caminos y personas en las que puede perder su única posesión —la vida— es porque la casa donde vive es cualquier cosa menos un hogar confortable. Los primeros hombres sobre la tierra deambulaban para sobrevivir y millones de familias modernas son trashumantes por las mismas razones.

El lugar común no es tan vulgar cuando explica una derrota:

—El cambio de mi lugar —dijo un día Ingrid— es por el sueño americano.

***

Una tarde en Champas Corrientes, un hombre llamó a Ingrid por teléfono. Con una voz suave pero castrense informó que el viaje a la frontera con México sería en tres días. Antes de cortar, el hombre dijo que el transporte hasta Estados Unidos costaría siete mil dólares: Ingrid pagaría el valor de un vuelo redondo en primera clase entre Nueva York y París por una mudanza de la pobreza sin pasaporte, equipaje ni formulario de reclamos.

Ingrid repasó mentalmente sus ahorros —había reunido ahorros por cinco mil dólares— y decidió moverse a buena velocidad. Estaba convencida del valor indudable de la paradoja: era capaz de dejar a Vanessa y Robinson para darles una mejor vida. Demostraría su amor sin besos a diario pero con dinero cada mes.

Ingrid corrió a su casa, removió unas cajas y sacó de allí las escrituras de la champa donde vivía. Metió los papeles en su mochila para abrirlos recién frente al prestamista de la zona.

—Don Prudencio, un favor.

Don Prudencio era un ganadero popular en Champas Corrientes. Rondaba la mitad de los cincuenta pero parecía tener dos mil años. Tenía una voz fina, serpentaria; cuando reía, despacio, apenas estiraba los labios.

—Se lo hago, si se puede.

Ingrid habló del viaje y del dinero que el coyote pedía. Ofreció a don Prudencio las escrituras de su casa por un préstamo.

—Don Prudencio es muy servicial —dice ahora, y el tono adelanta la ironía— siempre y cuando haiga algo que le devuelva platita.

La mujer puso como única condición que no vendiese la casa pues iba a repagar el crédito. En su cabeza, Ingrid quería que la vivienda estuviera a mano cuando, en un tiempo indefinido, ella decidiese volver. Don Prudencio la escuchó con la desatención de quien está a punto de caer dormido, echó un ojo aún más desinteresado a los papeles y los devolvió de una vez; dijo que no tenía todo el dinero que precisaba.

Ingrid no insistió, dio media vuelta y salió hacia la casa de su hermana menor. La Rubia había vivido varios años en Houston y conocía el apremio de liarse con polleros. La Rubia escuchó a su hermana y accedió a prestar el dinero. Cobraría el cinco por ciento mensual y no puso plazo de devolución, pero Ingrid prometió que pagaría de inmediato, apenas tuviese empleo y dinero. Era una mujer de palabra y no la defraudaría.

Volvió relajada a la casa. Los coyotes que la depositarían en la orilla de Brownsville saciarían el colmillo.

***

El mediodía del 5 de marzo de 2005, una Toyota Hilux detuvo su marcha frente a la casa de Ingrid. En la camioneta cabían seis personas pero nada más viajaban una mujer embarazada de ocho meses, dos niños que no eran sus hijos —todos hondureños—, y el conductor, un muchacho guatemalteco silencioso llamado Ronaldo. La embarazada se llamaba Rosa y los niños tenían nueve y siete años.

Sonó un bocinazo e Ingrid cerró la puerta de casa tras de sí y subió a la Hilux con una mochila y una cartera. En la mochila guardaba una muda de ropa para todo el traslado: pantalón, camisa, tres calzones, dos corpiños. En la cartera iban los accesorios imprescindibles: sus papeles para cruzar a Estados Unidos, quinientos dólares para usar en caso de emergencia, y un neceser con maquillaje.

—Lo primero que eché en la cartera fue una crema, el maquillaje y el brillo —contó un día, risita de coqueta.

La ausencia me sobresaltó:

—¿No llevabas fotos de tus hijos?

—No.

Vanessa y Robinson irían con mamá en un viaje de alto riesgo apenas sostenidos por la fragilidad de la memoria.

—Supuestamente, después uno no se da cuenta de que todo lo deja perdido —dijo sin un solo brillo de la vanidad que tenía el minuto anterior.

La camioneta voló de Champas Corrientes hacia el norte, a Puerto Barrios, donde esperaba don Freddy Donado, el coyote mayor y responsable del grupo. El conductor detuvo el vehículo en la calle principal de la ciudad e Ingrid corrió al banco a retirar el dinero para hacer el primer pago, pero se encontró con las puertas cerradas. Insistió ante el guardia —precisaba el dinero, se iba a Estados Unidos, era urgente—, pero el hombre no corrió el pasador.

Don Freddy se acercó con el sosiego del rejoneador que sabe al animal nervioso. Su voz era ligera pero sonó indudable.

—Tú tranquila, todavía puedes sacar en algún banco en El Petén.

La camioneta llegó al norte de Guatemala sobre el final de la tarde y esta vez, en El Petén, Ingrid encontró un banco donde retirar los cuatro mil dólares del primer pago. Don Freddy repitió que sabía que era una muchacha responsable, así que daba por seguro que depositaría el resto del dinero una vez que estuviera en Estados Unidos. El hombre entregó a Ingrid una hoja con los números de sus cuentas en el Banco Industrial y el Banrural de Ciudad de Guatemala. Podría depositarle en cualquiera, dijo.

La camioneta reinició la marcha y voló por los suelos de aluviones encharcados de la planicie hasta hundirse en las fosas del bosque. Ronaldo, el conductor, mantuvo el ritmo aun cuando los neumáticos iban de rebote en rebote por los pozos de un camino de tierra apisonada.

Mucho tiempo atrás, la región había estado en el centro de las guerras internas de Guatemala, pero para el momento del paso de Ingrid comenzaba a ver el arribo de narcotraficantes mexicanos que, repletos de billetes, compraban extensiones cada vez más vastas de tierras. En los territorios controlados, grandes máquinas trazaban pistas de aterrizaje clandestinas donde la policía no entraba y los narcos y sus socios levantaban mansiones que convertían al rancherío en fósiles de otra era.

En el tramo más cercano a la frontera entre Guatemala y México, Ronaldo pisó el acelerador y los neumáticos de la Hilux repiquetearon sobre la calzada pero ninguno de los pasajeros se quejó por la metralla que atacó sus riñones. El miedo puede ser muy silencioso incluso en el barullo de la naturaleza. Ronaldo divisó el río Usumacinta, la frontera natural con México y la línea de agua que los pondría del otro lado, y aceleró todavía más. Parecía cansado pero más parecía apurado por llegar. La Toyota se acercó a una curva pronunciada lanzada en velocidad y Ronaldo, sin la presteza de la mañana, perdió el control. La camioneta se fue de lado y derrapó al final del reviro, golpeó duro con las llantas contra una protección y se escurrió hacia el barranco, donde —dios, Ronaldo, fortuna o distancia— se detuvo a unos pocos metros. La trompa quedó mirando al agua, igual que todos los pasajeros.

A centímetros del barranco, Ronaldo expulsó un globo de aire por la boca.

—Nos pudo ir peor. Acá se murió mucha gente —dijo, y no tranquilizó a nadie.

A un costado del camino, un pequeño grupo de mujeres y hombres esperaban su bus en un parador junto a un rancho. Los cuatro miraban sin decidirse a auxiliar o irse. En esa zona nunca se sabe quién viaja en los autos japoneses que acuchillan la selva a todo motor.

Ronaldo se repuso, echó reversa y volvió a encarrilar la Hilux sobre la huella. Los demás seguían clavados a los asientos, entumecidos como si fueran mudos de toda la vida. Unos minutos después, el chófer estacionó la camioneta junto a otra Toyota. Todavía del lado de Guatemala, Freddy Donado esperaba en ella. No saludó.

—¿Por qué se tardaron?

Ronaldo no respondió para evitarse el regaño. Era muy nuevo, muy joven, y no quería perder un trabajo que rendía. En aquel lugar la vida solo se vivía mejor hundiéndose en los abismos como coyotero, narco o sicario y dedicarse a lanzar a otros a un desierto criminal era menos riesgoso que el menudeo de drogas o convertirse en un hitman de pueblo chico.

El chófer quitó los seguros de la Hilux y las mujeres y los dos niños caminaron como perros entrenados hacia don Freddy, que informó sobre los pasos siguientes. El cruce de la frontera estaba programado. Sin interrupciones llegarían pronto al primer destino mexicano, Palenque. Don Freddy los acompañaría durante el trayecto. Él, a cargo del segundo tramo, se ocuparía también de sobornar a los guardias fronterizos mexicanos. Aún hoy, Ingrid lo llama «el negociador».

***

Cuando los centroamericanos entran a México con visa de turista, la policía igual pide cuota para dejarlos en paz: saben que su destino no son las playas del país sino las llanuras del otro lado.

La migración tiene temporada todo el año. Como con las putas y las drogas, la red de pateros es sólida y está protegida por los agentes migratorios y judiciales y las policías municipales, que encuentran en el soborno una ventanilla donde completar el sueldo.

En el otoño de 1987, una mujer laica que ayudaba a la Casa Monseñor Óscar Arnulfo Romero, una organización que integraba la amplia red de organizaciones civiles al otro lado de la frontera, en Texas, contó a la prensa que los policías de migración de Matamoros se ponían de acuerdo en la calle sobre cuánto iban a pedir de mordida a cada indocumentado: competir por el robo estaba mal visto si había lugar para que todo cuate cante y baile.

***

Freddy Donado subió a las mujeres y los pequeños a un taxi que los depositó en la entrada de una casa de dos plantas de concreto en medio de una colonia cualquiera, de las que tienen casas bajas, pintadas en colores maíz, verde manzana o revestidas del gris de los cementos.

La casa era un aguantadero de bereberes centroamericanos indocumentados, pero Ingrid siempre la llamó «la pensión».

La pensión quedaba en Palenque, al norte del estado de Chiapas y a algo más de dos horas de la frontera con Guatemala. Allí, Ingrid y su grupo deberían anclarse a tierra —la contradicción necesaria de los viajes— hasta que el coyote notificase el tiempo de la partida hacia Estados Unidos. Que el encallamiento involuntario ocurriese en Palenque tenía bastante sentido: un palenque es ese poste firme e inamovible que se hunde en los suelos para mantener atados, muy apropiadamente, a los animales.

La casa era, antes que nada, la ausencia de confort: nadie estaba invitado a quedarse. No había mesas ni sillas ni sofás, la iluminación venía de un cable descolgado, crudo, del techo. El cable concluía en una bombilla de baja potencia sin campana. No había cuadros ni decoración ni tan siquiera pintura en las paredes, rayadas por el caucho de las suelas de cientos de pies anónimos. Por no tener, la casa tampoco tenía camas o toallas en el baño, en la cocina casi no había tenedores ni cuchillos y apenas un botellón de agua habitaba el refrigerador. Por tener, sí, la casa tenía postigos: nadie debía ver habitada aquella ausencia absoluta.

El mismo día que Freddy dejó a Ingrid, Rosa y los niños, otras trece personas llegaron al muelle seco de Palenque desde otras partes del sur.

En aquel lugar no había tiempo para abrazos o sonrisas largas. El grupo se renovaba con frecuencia de hotelería. Los viajeros dormían en los pisos, acomodándose sobre cartones de galletas y colchones usados. Algunos también descansaban contra la pared y a los cabezazos, como esos guardianes en vigilia permanente que se debaten entre rendirse al sueño o a la gravedad.

Ingrid fue afortunada. Apenas llegó, Estela Salguero, la dueña de la casa y cocinera de los pensionados, le echó el ojo. Necesitaba una mano de mujer para las labores y Rosa, la compañera de viaje de Ingrid, sería una carga por el embarazo. Así que de inmediato Estela nombró a Ingrid su ayudante de cocina. Las mujeres se entendieron pronto y fueron por víveres a una despensa. Al regreso, Estela decidió que Ingrid estaría más cómoda en la casa de su familia, en las afueras de la ciudad, que en aquel despojo de hogar, así que Ingrid durmió sus ocho noches en Palenque en el sofá de su sala, con ventilador para el calor y un refrigerador lleno contra el hambre.

A diario, Ingrid y Estela salieron de la pensión como dos vecinas comunes y caminaron las pocas cuadras que las separaban de la tienda. En la tienda se aprovisionaban con cuatro o cinco kilos de tortillas de maíz y trigo, frijoles, algo de pollo y cuajada. En el trayecto pasaban cerca del precinto de policía de la zona y en más de una ocasión se cruzaron con patrulleros. Ambas conversaban con la calma de quien ha vivido en la colonia toda la vida y cuya mayor preocupación es evitar torcerse un tobillo con las ondulaciones de las aceras cuarteadas. Estela era una mujer algo mayor, de treinta y cinco, de buen carácter y comadrona, e Ingrid se entretenía con su charla incesante, pero la chica de Guatemala siempre tuvo claro que ella —que cobraría parte del dinero que ella pagaba a los polleros— era la jefa a quien debía obedecer.

Una vez que los pasajeros cumplían con la rutina del desayuno, como a media mañana llegaba el jefe de la pensión. Era catracho por el acento y coyote por las maneras. Cubría el rol de macho con claridad estereotípica. Un portento de esos que llenan bien el hueco de una puerta, propietario de una panza prepotente y un bigote revolucionario. Vestía siempre jeans y una camisa de lona, los dos primeros botones sueltos. Usaba botas de vaquero de piel de serpiente.

Cada día, mientras barría o recogía basuras de las salas, Ingrid merodeó al sujeto hasta encontrar el momento para hacerle la pregunta adecuada, casi siempre de manera tangencial, eligiendo las palabras. Todo el grupo quería saber si esa mañana sería su última estadía atados a Palenque.

—Tranquilos, hay que esperar —respondía el grandulón.

No sonaba seco ni autoritario pero su voz era siempre determinante y su frase siempre era la misma. Ingrid dice que el tipo no era pedante, pero que corría la fama de que le gustaban mucho las hembritas.

—Hay que esperar.

***

Dicen que todos los años ciento sesenta mil migrantes atraviesan sin documentos el estrecho de Tehuantepec: todo el aforo del Camp Nou y la mitad del Bernabéu, juntos, a lo largo de doce meses. Muchos de ellos son mujeres, y no la pasan bien.

Un día en su albergue de Ixtepec, un poco más al norte de Chiapas, el sacerdote Alejandro Solalinde dijo que siete de cada diez mujeres —siete— son violadas en el tren de sus vidas. El tren se llama la Bestia y es un animal de carga que cruza del sur al norte de México con mercancías de todo tipo. Maderas nobles, azúcar, cemento, inmigrantes.

Solalinde, un sacerdote fibroso que ayuda a los pobres de Centro y Sudamérica a atravesar el menos pobre México hacia el más rico Estados Unidos, dijo lo que dijo y, aunque no hay una sola estadística fiable que lo avale, desde entonces las cifras se hicieron carne y nadie pone en duda que siete mujeres —siete— de cada diez son sometidas en la Bestia por las bestias.

Muchas acaban de prostitutas, otras secuestradas por los mareros o por el narco, cuyos bandoleros acechan en los tramos donde el tren se mueve lento. Las familias vuelven a saber de ellas —si eso sucede— por una voz en el teléfono que les dice que Juana o María o Marcela están en su poder y que para volver a verla, por favor, mejor les colaboren con un pago.

En la Bestia, algunas mujeres toman la iniciativa de ofrecerse a cambio de protección. El hombre que se las tira pasa a ser el marido sobre ruedas, una defensa que es relativa: si se cruza la mara o el narco, el esposo de ocasión se hará a un lado y dejará que a la mujer le hagan cuanto él hizo pero con más brutalidad y entre varios.

Muchas mujeres se pinchan en las caderas o en los brazos con una inyección de progesterona sintética, la Depo Provera, para impedir que sus ovarios liberen óvulos mientras cubren el viaje del sur al norte de México y por espacio de hasta tres meses. La solución hace que la cubierta de la cerviz cambie de densidad y los espermatozoides del marero, del narco, del cuidador, de cualquier macho que monte a la desgraciada, mueran. La mujer —la joven, la adolescente, la niña— entrará vejada a Estados Unidos, aunque sin un feto de las bestias en el vientre. En apariencia, eso es un consuelo.

Ingrid no fue una de las mujeres Depo Provera de la Bestia. Como viajó en auto, su vida no corrió riesgo bajo las ruedas de un tren criminal —ni sobre ellas—. Si fue una carga, fue una liviana. Nunca fue una mercancía, sus órganos no tuvieron valor de cambio en ningún mercado negro, jamás debió embucharse drogas para hacer de mula; su cuerpo no pasó lo que otros cuerpos.

En su propia desgracia, Ingrid tuvo suerte.

A veces la mierda huele bien.

***

Durante dos largos días, la camioneta del coyote voló otra vez, ahora por las rutas que se extienden como hilos al norte.

—Daba miedo lo que corría —dice Ingrid—. Iba con el demonio encima.

Para calmarse, el endemoniado, un muchachón de pelo al cuero, compacto como un colchón, escuchaba canciones cristianas de Juan Luis Guerra.

El nuevo tramo fue casi una continuidad del primero. Otra camioneta de doble cabina gris, el conductor treintañero y parco; Rosita, la embarazada de ocho meses, los niños de nueve y el otro de siete a quienes el miedo o la excitación o la angustia mantenían los ojos abiertos como hornillas; Ingrid. Antes de partir, la chica de Guatemala se despidió de Estela Salguero con un abrazo y recibió a cambio un deseo de suerte renovado.

En el camino, Ingrid convocó a la suerte como una forma de la memoria y con la expresión del murmullo.

—Ricardo Maduro, Aguas Santas Ocaña Navarro. Silvia María Díaz. Omoa Cortés. Ricardo Maduro, Aguas Santas Ocaña Navarro. Silvia María Díaz. Omoa Cortés. Ricardo…

Cuando Silvia María y sus padres le pasaron los papeles de su nueva identidad —esos papeles: un acta de nacimiento—, le dijeron que también memorizara el nombre del presidente de Honduras y de su esposa: podían preguntárselos al entrar a Estados Unidos. Como en tiempos de castillos y fosos y peste negra, ganarse la vida puede depender de saber bien unos cuantos nombres de feudos, señores y señoronas. Para ciertas burocracias, conocer el nombre de un presidente y su esposa parece ser un modo de comprobar que alguien es de donde dice ser. Es posible que la lógica tras el recuerdo de un presidente sea que uno se acuerda de quien lo jode.

***

La camioneta entró lentamente a San Juan de los Esteros Hermosos, la Heroica Matamoros, y escaló la ciudad hacia el extremo norte, hasta las cercanías de la divisoria húmeda del río.

Matamoros, con Nuevo Laredo y Reynosa, son los aguantaderos oficiosos de los centroamericanos en la frontera con Estados Unidos. La Heroica está hecha a medida de los guatemaltecos: de todas las ciudades de frontera de México, es ella, en el estado de Tamaulipas, la más próxima a su país y funcional a los puntos de destino de quienes se mueven hacia Miami, Houston, Nueva York, Washington y Chicago. Recorrer trayectos mayores aumenta el riesgo de ser descubiertos por los policías o, tal vez peor, por el narco.

En los años viejos, Matamoros, la Heroica, era un raro oasis de cultivos y ganado entre las tierras yermas del norte de México. El capitán español Alonso de León encontró en esas pampas tierra para criar animales y un río, el Bravo, ideal para navegar. No hizo falta más y desde el siglo XVII los corrales de los ranchos se extendieron hasta donde los ojos curvaban el horizonte. Las vacas podían pastar con su fundamental ausencia de entusiasmo a la espera de ser bifes. Cuando el mundo se acercó a la recta de entrada al siglo XX aquel Matamoros hizo espacio para las industrias. Los latifundios siguieron con vida pero muchos campos fueron apisonados por las aplanadoras para montarles encima las cajas techadas de la maquila. Ahora nacían caballos mecánicos: General Motors, Ford y Chrysler se volvieron más ubicuos que los cuernos largos de las Texas Longhorn.

La casa donde alojaron a Ingrid tenía una sola ventana, muy pequeña: apuntaba hacia Estados Unidos. Era un bloque macizo de una sola planta hecho de paredes crudas sin pintar. No tenía refrigerador ni agua ni luz ni colchones ni cocina ni bancos o sillas ni mesa ni cobijas, ni alma. El baño consistía en una taza solitaria dentro de un cubo del tamaño de un sumidero químico callejero. Ingrid pasó un día entero allí con Rosita la embarazada, los niños y el conductor, que hizo de custodio. No comió: no había qué. La alguna vez muy fértil Matamoros, la Heroica, fue para ella una casamata. Un hueco frente al río.

—La pura pared.

Aquella noche hizo frío y aún quedaba el cruce.

La frontera representa la última oportunidad de los bárbaros para hacerse con carne fresca. Una vez, agentes de la Naval encargados de patrullar los márgenes del Bravo entre Matamoros y Brownsville, fueron denunciados por una chica de Honduras por violación. El comandante de los patrulleros dijo que no fue tal cosa, sino «amor a primera vista». Los coyotes se quedan con la plata y abandonan al mojado y hay polleros que entregan su carga a las bandas de delincuentes con la frontera a dos pasos. Los halcones del narco secuestran a hombres y mujeres para luego extorsionar con llamadas telefónicas y SMS a sus familiares y amigos. La trata de mujeres y niños es el nuevo esclavismo de la zona. Hay quien acaba de camello de drogas o halcón espía o de mano de obra en los ranchos marihuaneros y los laboratorios de drogas sintéticas y cocaína. Y hay quien se convierte, en sí mismo, en el laboratorio y la mesa de cirugía, sus órganos extirpados para la venta en el mercado negro. No hay seguridades en las fronteras sucias, tierra de rapaces y fulleros, tugurio de cínicos.

En aquel mundo, el río Bravo podrá ser una corriente suave de agua pero es, seguro, un río de despojos.

***

A las tres de la tarde del 14 de marzo, Ingrid, Rosita y los chicos caminaron hasta la orilla del río, donde el conductor ordenó que se ocultaran tras ramilletes de maleza. Al otro lado, en Estados Unidos, no se movía nada. La patrulla estaría lejos. El río se movía con una corriente calma, oscuro y café. Al rato llegó el transportista, un hombre flaco y corto. Parecía un tipo común, no traía con él nada que lo anunciase. El hombre indicó con un gesto que siguieran sus pasos. Las mujeres fueron adelante con los niños a sus lados; el chófer cerró la marcha. Ninguno de los hombres parecía intranquilo. Cruzar una frontera tenía la tensión de un viaje al supermercado.

Ingrid sería la primera en cruzar. Las orillas del río estaban cubiertas de basura, bolsas, cajas de cartón y botellas, varas de mezquite. La corriente había logrado arrastrar a la vera los restos de un huizache que se sacudía a su ritmo, abrazado por los tallos de los lirios.

El transportista se agachó y tiró de un cordel escondido entre las plantas y de repente, como si emergiera de la nada, al final del hilo apareció un neumático enorme, la cámara inflada de una rueda de camión: la balsa. El hombre indicó a Ingrid que subiera y que se aferrase con fuerza mientras él se metía en el río. Tenía la voz cascada y para Ingrid fue el más imperativo de todos los polleros que conoció. La mujer de Guatemala estaba tensa, le dolían las manos y el cuerpo, pero obedeció. El vadeador tomó la balsa circular por la correa y se lanzó al cauce con decisión. Parecía reconocer un rastro invisible que los demás no intuían. A poco de andar, el agua le llegó casi al cuello pero no había una mueca de tensión en su cara ni parecía hacer esfuerzo alguno. Sabía dónde vadear.

Unir el último tramo de México y Estados Unidos, que a otros toma días en el bruto desierto que puede cobrarles la vida, apenas ocupó diez minutos de la existencia de Ingrid. La única gran incomodidad fue la humedad: el peso de la mujer hundía la cámara y el agua de la corriente le mojaba la ropa.

—Quieras o no, para cruzar te mojas.

Cuando llegaron al otro lado, el tipo le ordenó secamente que se cambiara. Ingrid no pensó que el hombre estaba a unos pasos —nadie piensa en el pudor cuando huele pólvora— y se desnudó de pies a cabeza a apenas un metro del agua. Sacó de la mochila un calzón, un corpiño sin uso, la camisa rosada y el pantalón celeste. Se puso los mismos tenis blancos que había calzado durante todo el viaje. El coyote se zambulló al Bravo para hacer otra vez de taxi acuático. Al otro lado, junto a los lirios, la embarazada Rosita y los niños esperaban sus turnos. Ingrid les echó una mirada; sería la última vez que los vería. Dio media vuelta y empezó a dejar el río atrás. El pecho se le hinchó, el corazón se alocaba.

***

Ingrid vadeó un poco las aguas y luego cruzó un gran campo controlando, aquí y allá, que no aparecieran patrullas. Después de unos minutos alcanzó los galpones que el coyote de la balsa le había indicado. Ya se veían signos de urbanización. Detrás estaban las oficinas de la migra, el Servicio de Inmigración y Control de Aduanas, o, como lo conocen los gringos, el ICE.

En las oficinas un agente era latino y hablaba español. El otro era un gringo ancho y vestía el mismo uniforme azul; parecía aburrido, tal vez cansado de tipear en la computadora. Cuando Ingrid llegó a la ventanilla, el hispano la miró sin ningún tipo de interés. Parecía darle igual si delante de él había una persona o un tocadiscos viejo.

—¿De dónde vienes?

—De Honduras.

A la mujer le llamó la atención que le hablase bien el español. El acento parecía mexicano. Quería relajarse, pero estaba demasiado alerta. De inmediato escuchó otra orden.

—Tus papeles.

Extendió sus documentos y miró al oficial a los ojos, pero el hombre giró hacia donde estaba el gringo y empezó a dictarle frases en inglés. Las teclas de la computadora repicaron mientras el agente latino se volvía hacia Ingrid con la misma voz desganada.

—Nómbrame dos ciudades de Honduras.

Ella dudó pero salió bien: los ejercicios de memoria.

—Tegucigalpa. Omoa Cortés.

—¿El presidente?

—Don Ricardo Maduro.

—¿Cómo se llama la esposa?

—Doña Aguas Santas Ocaña.

—¿Y adónde vas?

—A Washington.

El agente la miró una vez más. Los nervios enraizaban a Ingrid al piso.

—Como sabía que tenía el papel con el permiso para entrar me encomendé a dios —contaría después—. Yo de ahí iba pa’delante, no pa’tras.

El oficial gringo acabó de teclear y dijo algo al latino, que entonces extendió una decena de papeles a Ingrid. Le ordenó firmarlos y, tras eso, los selló uno por uno. Se los pasó y entonces sí hizo contacto con los ojos y mantuvo la mirada mientras con un cabezazo le indicaba hacia delante. Que siguiera.

—Allá, al frente, está la estación de buses. Bienvenida.

En el minuto siguiente, Ingrid Janeth Aquino abandonaba a Silvia María Díaz. Estados Unidos tenía el mismo sol tibio y el aire seco de la vacuna Matamoros.

***

Lo único que Ingrid conoció de Brownsville fue la intersección de E 13th Street y E Adams Street, la esquina donde está montada la central de buses de Greyhound. Su paso subrepticio no llamó la atención de nadie: Brownsville está en el condado de Cameron, uno de los más pobres de Estados Unidos, pocos de quienes cruzan el río se quedan a vivir allí y los que lo hacen no preguntan demasiado sobre nada. En Brownsville la población latina es omnipresente.

La estación ayudaba a esa idea con su inquietante aire de provisionalidad, como si estuviera construida para no durar. Un largo rectángulo de madera y cemento pintados en tonos pasteles y con un techo volado de metal, más parecía un taller para distribuir ganado que un punto de reunión de personas en viaje. Ingrid entró a la caseta y pagó ciento setenta y cinco dólares. No recordaba el cansancio; nada importaba más que subir al camión y aguantar otras setenta y dos horas hasta Washington.

El autobús era una carcasa ensamblada con latas de sardinas. Ingrid buscó su butaca y se abrazó al bolso. Mientras aguardaba el turno en Migraciones, descubrió que ya no tenía la mochila. En el apuro por desvestirse, vestirse y salir del río, había dejado el morral sobre la tierra con las mudas de ropa sucia. Llevaba consigo lo básico, lo único que tenía de sí —los dólares y el maquillaje— y de prestado —la partida de nacimiento de su alter ego de Honduras y el visado temporal.

En abril de 2005, Ingrid debía ir a la corte con esos documentos para renovar el estatus de protección temporal del que gozaba Silvia María Díaz, pero dejaría pasar la fecha límite de presentación y Silvia María se esfumaría en el aire. Ingrid no solo desconocía los procedimientos para renovar el permiso y no hablaba inglés sino que, ante todo y así fuese sin documentos, no tenía ningún interés en ser otra que no fuera ella misma.

***

Alrededor de las cinco de la tarde del 14 de marzo, el bus de Greyhound dejó el tinglado de Brownsville South rumbo a Washington. Cuando inició el viaje en un bus de Greyhound, a Ingrid aún le quedaba más de la mitad del trayecto de 5368 kilómetros que une Champas Corrientes con Washington, D. C. El tramo más corto —desde su casa a Matamoros— fue el más intenso y peligroso, casi 2200 kilómetros de lentitud y la incertidumbre de atravesar un túnel ciego aun a plena luz del día. El segmento más extenso —de Brownsville a la capital de Estados Unidos— eliminaba el terror a las bandas de criminales pero mantenía viva la inquietud por la policía.

El bus tenía aire acondicionado y baño en la cola. Los asientos estaban distribuidos de a pares, eran cómodos y se podían reclinar. La mujer de Guatemala no llevaba con ella música ni revistas y el vehículo carecía de un reproductor de películas a bordo pero tampoco tenía tiempo para ninguna distracción, agarrotada de nervios e impaciente. Esperó la caída de la noche para apoyar la cabeza en una pequeña almohada y dejarse ir en una vigilia al otro lado del sueño. Empezó a dolerle el cuerpo como nunca, como si estuviera pariendo sus músculos.

Ingrid recuerda un viaje que duró tres días, que cortó Texas por el medio —San Antonio, Austin, Waco, Dallas— antes de cruzar Arkansas, Tennessee y, finalmente, Virginia. Tres veces cambiaron de bus, pararon en veinticuatro ciudades y en varias de ellas el pasaje bajó y compró comida, fue al baño, estiró las piernas, fumó un cigarro, habló de más o de menos, hizo algún amigo de ocasión. Ingrid, en cambio, nada más siguió aferrada a la cartera, miró por la ventana, sonrió por cortesía, simuló dormir. Un solo nervio alerta.

—Tenía las nalgas pesadas, como si no trajera nada.

Un salvadoreño se ocupó de ella. Alto, blanco, de pelo ondulado, tenía una gran maleta negra. Era su compañero de asiento y le ofreció agua, papas fritas, un sándwich. Ingrid rechazó cada oferta con igual delicadeza y firmeza.

—No iba al baño, no comía. Nada —dice—. En el camino se le pasa el hambre.

Un solo nervio alerta.

***

El Greyhound cruzó ciudad tras ciudad entre Brownsville y la capital. Cuando llegó a Washington, tras dejar atrás la última parada en Richmond, Virginia, el bus se zarandeó con parsimonia por las calles de la capital. El destino final era la Greyhound Bus Station, una estructura levantada sobre First Street NE, a cinco minutos de los techos abovedados de la estación de trenes Union Station.

Doce días después de la partida, los nervios ataban más los músculos de Ingrid. Eran mayores que cuando despidió a sus hijos en un país de niños acostumbrados a ver a sus padres partir. Eran mayores que cuando taconeó al caballo, que cuando se subió al auto en Champas Corrientes, que cuando el coche rebotó en una curva y el corazón de sus pasajeros presintió la muerte en un vuelo al río. Mayores que al llegar a Matamoros, mayores que cuando el gomón, que con el policía de inexpresiva cara de pan en la oficina de aduanas de Texas. Mayores que al entrar a un país hinchado de gente que habla una lengua incomprensible, presa de la extraña impotencia de un mudo con voz. Salir fue un nervio, llegar fue otro.

Ingrid vio el cielo gris de marzo, los árboles artríticos y repasó de arriba abajo la arquitectura burocrática de la capital de Estados Unidos, la sede de su nueva vida. Había algo en la seriedad de la ciudad, en la ausencia de naturaleza bruta, que no le resultaba civilizado. El mismo día en que ella completaba su viaje nervioso hacia esa nueva existencia, en un acelerador de partículas de Upton, Nueva York, dicen, el científico Horatiu Nastase creó un agujero negro mientras en las calles de Madrid retiraban la última estatua de Francisco Franco. La vida, la muerte y las esperanzas van juntas aunque no pegadas.

—¿A esto me vine?

El autobús dio un último tirón, un gran giro y acomodó la trompa hacia su plataforma en la estación. Ingrid sintió las ideas —el miedo, las ganas— arremolinarse. A las cinco de la tarde, la puerta hizo fsssss.

Un tiempo después recordaría que el marido no quería traerla a Estados Unidos, pero ella se quería ir de Guatemala.

—Lo llamé desde Villahermosa recién, le dije que estaba en camino. «Si usted no me quiere ahí, pues entonces me voy para otro lado», le dije. Y él como que entendió. «No», me dijo, «pero cómo te vas a ir a otro lado».

Ingrid bajó con el grupo, despacio, controlando —otra vez— el maldito nervio.

Eduardo Álvarez Cayetano, su pareja, el juntao, un hombre al que no veía desde hacía más de dos años y que casi no conocía a sus hijos, se le apareció de frente y de repente. Ella le devolvió la mirada y el hombre se largó a temblar.

—Mi hija linda —dijo, y se echó a llorar.

Ingrid empezaba a confirmar que sería una mujer migrante sólida. Una madre a distancia, que llora el remordimiento en el baño para luego mostrar la sonrisa impecable a los niños en la pantalla de Skype. Había dejado a Vanessa y Robinson detrás pero, incluso con la nostalgia en el pecho y el corazón roto en la mochila, tenía fuerzas para darle cobijo a un tipo maduro.

—Lo vi y se me compuso todo —dice hoy.

Rodeó a Eduardo con los brazos y lo apretó contra ella. Él lloró más fuerte.

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