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Opinión - Vivir sobre un polvorín. Por Rosa María Artal

Cinco horas con Gabo

Fotografía de archivo del 01 de diciembre de 2008, donde aparece el escritor colombiano Gabriel García Márquez / EFE

Marta Peirano

1. Sus 28 palabras

Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre le llevó a conocer el hielo.

A diferencia de otros comienzos perfectos como los de Anna Karenina, Lolita, La Metaforfosis o El Quijote, las 28 primeras palabras de Cien años de soledad tienen el poder contagioso, oscuro y cautivador de los conjuros herméticos. Por eso han sido memorizadas, recitadas, repetidas y homenajeadas sin descanso por escritores de todas las edades, nacionalidades y géneros. El último fue Michael Chabon en el comienzo de Las asombrosas aventuras de Kavalier y Clay. Resulta imposible no ver brillar la misma estructura ósea bajo la superficie:

"Muchos años más tarde, cuando hablaba con un entrevistador o con un público compuesto por fans maduros en una conversación de cómics, a Sam Clay le gustaría explicar, a propósito de la creación más importante de la que era autor junto con Joe Kavalier, que cuando era un chaval encerrado y atado de pies y manos en aquel tanque hermético que era Brooklyn, Nueva York, a menudo soñaba con Harry Houdini."

2. Sus mentiras

Joan Didion dice que todos nos contamos historias para poder vivir, pero ella hablaba de cómo creamos hilos argumentales y secuencias de causa-efecto para que nuestra existencia tenga sentido. García Márquez dijo que “lo mágico puede transformarse en lo real con la misma facilidad que lo real en lo mágico” y que “no hay un lugar que sea mas real, o mágico que otro, porque todo puede intercambiarse y todo es parte de la misma realidad total.” Así pasó que, como le preguntaban siempre cómo había nacido su gran obra, la historia que contó fue esta:

"... desde hacía tiempo me atormentaba la idea de una novela desmesurada, no sólo distinta de cuanto había escrito hasta entonces, sino de cuanto había leído. Era una especie de terror sin origen. De pronto, a principios de 1965, iba con Mercedes y mis dos hijos para un fin de semana en Acapulco, cuando me sentí fulminado por un cataclismo del alma, tan intenso y arrasador, que apenas si logré eludir una vaca que se atravesó en la carretera. Rodrigo dio un grito de felicidad:

—Yo también cuando sea grande voy a matar vacas en la carretera.

No tuve un minuto de sosiego en la playa. El martes, cuando regresamos a México, me senté a la máquina para escribir una frase inicial que no podía soportar dentro de mí: Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo. Desde entonces no me interrumpí un solo día en una especie de sueño demoledor, hasta la línea final en que a Macondo se lo llevó el carajo."

3. Sus debilidades

Gabo sentía una inclinación especial por los autores de la Generación Perdida y se puso muy nervioso cuando vió a Ernest Hemingway “paseando con su esposa, Mary Welsh, por el bulevar de Saint Michel, en París, un día de la lluviosa primavera de 1957”. No sabía si pedirle un autógrafo o hacerle una entrevista. Al final, paralizado por su inglés limitado (tenía 28 años) y su admiración por el americano, al que le quedaban cuatro años de vida y “no daba la impresión de fortaleza brutal que sin duda él hubiera deseado”, acabó gritándole “maestro” con las manos de bocina y él le respondió “Adiós, amigo” y nunca lo volvió a ver.

Gabo dijo muchas veces -incluyendo Mi Hemingway particular, donde cuenta esta anécdota- que El Gato bajo la lluvia de Hemingway era su cuento favorito y, en alguna otra ocasión, que era el mejor cuento de la historia de la literatura. Su amor por ese cuento ha intrigado a muchos escritores como a Enrique Vila-Matas. Probablemente tambiñen les ha hecho mejores escritores.

4. Sus lecciones

Gabo amaba el periodismo, al que declaró “el mejor mejor oficio del mundo”. En la escuela para niños superdotados a la que le enviaron cuando era pequeño descubrió que sus dos grandes pasiones eran la literatura y la política. “Cuando salí de allí tenía claro que iba a ser periodista”, pero se fue a estudiar derecho para complacer a su progenitor. Después de una larga larga temporada escribiendo sus mujeros novelas, se compró la revista Cambio con el dinero del Nobel y muchos recuerdan los cursos de periodismo que dió aquí en España. Como hoy Álex Grijelmo y, hace 20 años, Jan Martínez Ahrens:

"Un vaso de veneno no mata a nadie. O por lo menos eso ocurre en la escritura de Gabriel García Márquez, donde, como él mismo recuerda, se muere con mucho mayor detalle, por ejemplo, con un vaso de cianuro con olor a almendras amargas: 'El reportaje necesita un narrador esclavizado a la realidad. Y ahí entra la ética. En el oficio de reportero se puede decir lo que se quiera con dos condiciones: que se haga de forma creíble y que el periodista sepa en su conciencia que lo que escribe es verdad. Quien cede a la tentación y miente, aunque sea sobre el color de los ojos, pierde".

Su reportaje favorito, por cierto, fue Hiroshima, donde John Hersey cuenta la historia de seis supervivientes del bombardeo.

5. Su voz

Porque hay dos tipos de escritores infecciosos: los que liberan a sus lectores y los que los paralizan. La prosa magnética y elíptica de Marguerite Duras ha contagiado a escritores de todo el planeta, siempre con efectos devastadores, igual que la de Jorge Luis Borges, cuya mezcla de agudeza intelectual, cultura variopinta y habilidad con los géneros ha incapacitado a varias generaciones de escritores latinoamericanos sin traspasarse del todo a ninguno. La de García Márquez, como la de Italo Calvino o la de Kafka, es una influencia liberadora que tiende a producir en otros el mismo efecto que produjo en él La Metamorfosis cuando la leyó por primera vez.

"La primera línea por poco me tira de la cama. Me quedé pasmado. La primera línea dice: 'Cuando Gregorio Samsa se despertó una mañana después de un sueño intranquilo, se encontró sobre su cama convertido en un monstruoso insecto'... Cuando leí esa línea pensé que yo no sabía que estuviera permitido escribir cosas así. Si lo hubiese sabido, habría empezado a escribir mucho antes. Así fue como empecé a escribir cuentos".

La literatura, dijo en la misma entrevista, no es más que carpintería, que es como decir que el amor no es más que oxitocina. Pero la periodista había puesto en marcha una grabadora, artefacto que el detestaba. A su amigo Plinio Apuleyo Mendoza, sin embargo, le dijo que “la única responsabilidad del escritor -su deber revolucionario, si quieres- es escribir bien”. “Y ¡santo cielo! -decía Thomas Pynchon cuando reseñó Amor en tiempos de cólera para el Times- si escribe bien”.

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