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Los seis jinetes del Apocalipsis cabalgan de nuevo en Madrid

swans, los reyes del mal rollo

Marta Peirano

La banda neoyorquina Swans son los reyes del mal rollo: unos Bad Seeds sin sentido del humor, unos Afgan Whighs sin romanticismo, unos Morphine sin energía erótica, Sonic Youth sin frescura, los Siouxie & the Banshees del Join Hands (magnífico disco que por cierto acabada de cumplir 35) sin la rabia dionisíaca. Épicos sin ser dramáticos, salvajes sin desesperación, la severidad de sus directos hacen que los discos parezcan melifluos en comparación, un agujero negro de superdensidad sónica donde no existe luz ni esperanza.

Resumiendo, no tienen ni maldita la gracia. Pero ¿hay algo más excepcional que un concierto de Swans? Posiblemente los mejores músicos que tiene hoy día la escena, ayer sometieron a la desbordada sala Shoko con un claustrofóbico mantra de disonancia reiterativa que encharcaba el cerebro como una lobotomía frontal. Abrieron con 10 minutos de percusión subterránea, un sonido atronador, opaco y vibrante a la vez, seguido de Frankie M, un tema que ni siquiera ha salido en disco y que acabó media hora más tarde con un triple salto mortal exento de salpicaduras. La broma recurrente es que el concierto dura dos horas y media, así que les quedaban tres canciones.

Broma pero casi verdad: le siguen la sardónica A Little God in My Hands, la psicótica The Apostate, Don't Go, Bring the Sun / Black Hole Man y la cruel Just a Little Boy, una anti-nana cuya letra recuerda a los poemas que escribió Ted Hughes cuando su segunda mujer se suicidó exactamente igual que la primera, esta vez llevándose a la hija de ambos. Aunque rechazan la estructura de tres acordes que caracteriza el género de guitarras, son parciales a un tipo de cadencia que Gira describió una vez como “de galeón lleno de esclavos”. Suponemos que remando a la vez.

Swans duelen, pero funcionan porque hay disciplina y precisión en el caos. O, como le dijo Michael Gira a Xavi Sancho en una entrevista, “Es que cuando pienso en improvisar, me viene a la cabeza un tío haciendo solos eternos de guitarra, y eso no”. Swans son una máquina perfecta donde los afilados acordes del Norman Westberg se clavan sin misericordia en una Lap Steel Guitar transfigurada que suena a todo menos a country; las severas líneas de bajo de Christopher Pravdica y las superestructuras de los percusionistas Phil Puleo y Thor Harris. Este último es, por cierto, el único espíritu benigno del combo, una criatura mitad gnomo/vikingo, mitad orquesta filarmónica. Fino Oyonarte, entre el público, se volvía loco tratando de identificar las partes. Una chica que estaba sentada dijo “creo que voy a vomitar”.

Una máquina de autonegación perfecta

A sus 60 años, Gira ya no es el mismo hombre que en los 80 sacudió a un miembro del público que bailaba vestido con un mono naranja de Devo, pero da mucho más miedo. Menos carismático que lider sectario, estos días ocupa la mitad del escenario con dos rutinas: la estrella de mar ondulante y un ritual obsesivo-compulsivo en el que da un saltito con guitarrazo para volver sobre sus pasos, colocarse y repetir, con el estusiasmo de un Sísifo empujando la piedra cuesta arriba.

O como el metódico asesino de Job (“Cut off the arms/ Cut off the legs/ Cut off the head/ Get rid of the body”). Pero, cuando se alisa los ralos cabellos, levanta los brazos y señala al cielo, tiene la autoridad de un líder del antiguo testamento. Uno que, en lugar de separar las aguas, nos conduce tranquilamente al fondo del mar.

Swans no tienen visiones, el infierno son los otros, uno mismo, el aquí y el ahora y en general todo lo demás. Verlos es asomarse al abismo y sentir la fuerza gravitatoria que te chupa hacia la oscuridad. Una experiencia formidable que todo el mundo debería tener una vez en la vida y no volver a repetir.

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