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La pelea a “puño limpio” de la “Pequeña Hollywood” para pagar penitencias

La pelea a "puño limpio" de la "Pequeña Hollywood" para pagar penitencias

EFE

Chivarreto (Guatemala) —

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“Aquí no se viene a arreglar riñas pasadas”. Aquí todo es “voluntario”. Aquí no se permiten borrachos. Ni menores de edad. Ni patadas. Aquí los guantes están de más.

En la “Pequeña Hollywood” de Guatemala, en Chivarreto, el boxeo del Viernes Santo sirve para pagar “las penitencias”. Para ayudar a Cristo Crucificado.

Con los primeros rayos de sol y debajo del gigantesco letrero de Chivarreto, situado en una colina al estilo del Hollywood Sign, una decena de hombres comienza a preparar el cuadrilátero en el campo de fútbol de este pequeño pueblo, de unos 20.000 habitantes y que sobrevive a la pobreza por la industria textil.

A la municipalidad ya ha llegado, con su vara que data de 1926 en su mano derecha, el alcalde, César Augusto Hernández. A sus 68 años recuerda que el boxeo que cada Viernes Santo se celebra en este pueblo, y que tiene más de un siglo de historia, se ha superado. Él participó una vez cuando era joven. Cuando duraba tres días y enfrentaba a tres pueblos. Un día peleó.

Mas ahora solo apoya para que la tradición perdure, como hacen los migrantes que huyeron a Estados Unidos y quienes año con año siguen aportando su granito de arena. Como el nuevo tapiz. Rojo pasión.

Como la sangre de Cristo. La misma que los pugilistas derraman sobre la moqueta con cada golpe y que, según los ancestros, ayudaba a Jesucristo, cuya crucifixión se recuerda tal día como hoy.

En esta comunidad de mayoría indígena, donde conviven diariamente el quiché y el español, todos apoyan, como cuenta el alcalde, este “juego de amistad” que no busca “enemigos” ni “arreglar riñas anteriores”.

Los que pelean son voluntarios. Van alzando la mano uno a uno y se emparejan en función de su peso y de su altura. Aunque a veces los tándem llamen la atención de las millares de personas que rodean el ring.

Pero los que más expectación levantan son algunos de los hombres que “siempre” andan ebrios por el pueblo. Antes de que comience este peculiar Viernes Santo, sin organizadores ni árbitros, deciden subirse a la tarima y realizar su pelea.

Intercambian golpes. Zigzaguean. Envían puños al aire. Sin sentido. Bailan. Pero a veces, casi por azar, aciertan. Sale sangre. Parece que vuela un diente. “¿Se le cayó ahora?”, preguntan todos.

Sus técnicas son secretas. Hasta intentan hechizar a su oponente con un sinuoso movimiento de dedos que recuerda a una bruja. Ellos no tiene normas. Hay patadas, empujones y tirones de pelo. “A la madre”, grita el público. Pero pronto los bajan y empieza el verdadero asalto.

“No tirar golpes bajos. No deben utilizar patadas. No agarrarse. Respetar al oponente y a los árbitros”, recuerda por el megáfono el narrador, quien advierte que cualquier alteración del orden provoca la suspensión inmediata de esta cita. El público guarda silencio. Escucha atento las recomendaciones y aplaude con énfasis.

Una decena de hombres con un chaleco naranja rodea el ring para establecer un perímetro de seguridad. La Policía se ubica en sus puestos. Las autoridades de la comunidad suben a su tarima.

Cuatro árbitros (Genaro, Benito, Don Felipe y Malaquillas -el principal-) se ubican en las cuatro esquinas. El silbato marca el punto de partida y el saludo entre los adversarios -chocando los puños- el inicio del combate.

Algunas pelean duran segundos. Otras un par de minutos. Son las que más. Hay decenas de ellas en casi dos horas. Los jóvenes alzan la mano para subir y desde ahí eligen a su oponente. A dedo. Al azar.

La mayoría no saben pelear. Todos buscan la cara y la cabeza. Pero los peores golpes son en el hígado, los riñones y la mandíbula. Este último te puede provocar una “descarga” en la que el cerebro dice “ya no más”.

Ahí entran los bomberos. A auxiliarlos.

“Thor”, como ha bautizado el público a uno de los “boxeadores” -un hombre rubio, con el pelo atado en una coleta, y alto, que dicen que es de Estados Unidos-, es uno de los más aclamados por el público.

“Dele, dele sin tiempo”, grita un anciano a su oponente, un hombre guatemalteco de pelo largo. Se intercambian golpes. “Thor” va con agresividad, con premura. Puñetazo limpio. Por arriba. Por abajo. El otro se repliega. Ataca. A veces cierra los ojos.

La pelea termina cuando ellos quieren. Cuando deciden “ya no más”. O cuando incumplen las normas y los árbitros se ven obligados a intervenir.

A veces los cuatro porque los oponentes se enfurecen y tienen que separarlos. Tocar la campana final. Pero todos saben que cada uno pelea “a su cuenta y riesgo hasta que aguante”.

Y ahí suben otros. Gordos, delegados, altos o bajos. Dicen los más veteranos que nunca ha muerto nadie. Que solo quedan las secuelas de los golpes y las huellas de la sangre.

Y es que sobre el cuadrilátero, observado por miles de personas subidas a los tejados, no hay nombres ni nacionalidades. Ni edades. Ni géneros. Dos jóvenes, con guantes en sus manos -de manera excepcional-, realizan su asalto. El público les aplaude.

Mañana todos sentirán los golpes. Hinchados. Heridos. Y pensarán, los que puedan, en buscar a una masajista. Pero lo que pasó sobre el ring se queda en el ring. Hasta el año que viene.

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